EQUILIBRIO
No basta el gran líder: necesitamos el buen ancestro
En la era de la gratificación instantánea, ¿podremos superar el pensamiento cortoplacista y dejar un futuro viable para las generaciones venideras?
Por Andrés Acevedo Niño*
En vez de estatuas, de testimonios que dejamos para que otros sepan que existimos, el legado —si de ser buen ancestro se trata— hay que entenderlo como el regalo que dejamos para aquellos que están por venir.
No basta con ser buen ciudadano; ni siquiera con ser un gran líder: hoy la exigencia es que seamos buenos ancestros. O por lo menos eso es lo que argumenta Roman Krznaric en su libro El buen ancestro: una prescripción radical para el pensamiento de largo plazo. Ya en 1955 el médico Jonas Salk, que desarrolló la vacuna contra la polio (un sufrido logro que salvaría numerosas vidas) desestimaba la fama y planteaba la pregunta esencial: ¿Estamos siendo buenos ancestros? El cuestionamiento no ha perdido vigencia; de hecho, ha ganado urgencia. Hoy más que nunca estamos equipados para cumplir los impulsos autodestructivos que, al parecer, padecemos como humanidad. Incluso de superarlos, existe el riesgo de que en nuestro trasegar incauto dejemos a las generaciones futuras un planeta imposible de habitar.
“La gran ironía de nuestro tiempo”, decía la antropóloga Mary Catherine Bateson, “es que, aunque estamos viviendo más largo, estamos pensando más corto”. El punto de partida del buen ancestro, entonces, reside en la posibilidad de revertir esa tendencia y asumir un pensamiento de largo plazo. Esta última labor ha sido dificultada por el desarrollo tecnológico que nos ha sumido en la era de la gratificación instantánea, de la obsolescencia de los procesos de maduración, de la eliminación de los tiempos de espera y los trámites, y que ha hecho del pensamiento cortoplacista el protagonista indiscutible. No se trata, sin embargo, de una pulsión moderna; nuestra tendencia al cortoplacismo es natural: ya en pasajes bíblicos se vislumbraba la tensión entre el goce del presente y la necesidad de aplazar la gratificación a fin de construir un mejor futuro. Comamos y bebamos que mañana moriremos es el refrán que se repite en Corintios 15:32. Si no hay garantía de que mañana estaremos vivos, ¿qué nos disuade de la autoindulgencia?
Si bien la consciencia de nuestra propia mortalidad es un argumento convincente para sumirnos en el goce desenfrenado del presente, también es cierto que todo aquel que ha incurrido en la glotonería sabe que los excesos del presente se pagan —con intereses— en el futuro. A menos que empecemos a actuar como buenos ancestros, Roman Krznaric teme que las generaciones futuras tengan que saldar, como resultado de nuestras acciones y omisiones, una cuenta impagable.
¿Podemos pensar a largo plazo?
Las catedrales son testimonio de que los seres humanos podemos pensar y ejecutar a largo plazo. Que nuestros antepasados se hayan embarcado en proyectos multigeneracionales, a sabiendas de que no serían ellos quienes aprovecharían esos templos, es prueba de que la voluntad humana puede imponerse sobre sus urgencias más inmediatas. Aquello que parece imposible —coordinar a miles de extraños en la consecución de un propósito elevado e intertemporal— ha sido rutinario en la historia de la humanidad y nos recuerda que la posibilidad de dar prevalencia a lo duradero por encima de lo efímero también hace parte de nuestra esencia. Este pensamiento de catedral ha sido implementado incluso en medio de las crisis más apremiantes, como sucedió durante el Gran Hedor en la que en ese entonces era la capital del mundo.
La crisis sanitaria que explotó en Londres, en el verano de 1858, cuando una reducción en las precipitaciones develó la verdadera cara del rio Támesis —un basurero por el que corría agua—, no tomó a nadie por sorpresa. Y es que si a algo se habían acostumbrado los londinenses era a los brotes de cólera y a los malos olores que eran tan característicos de la ciudad como lo eran los sombreros de copa alta y los corsés victorianos. Con el río como único sistema de drenaje de los desechos de la ciudad, fue cuestión de una sequía anormal —como la ocurrida en el verano del 58— para que los olores fétidos se explayaran a lo largo de la ciudad y dieran inicio al denominado Gran Hedor.
Se trató de la gota que rebasó la copa de una crisis que se venía fraguando lentamente en los subterráneos de la ciudad y cuyo desborde llevó al Primer Ministro, Benjamin Disraeli, a sancionar, en tiempo récord (apenas 16 días), una ley que financiaba la construcción de un sistema de alcantarillado moderno. A pesar de que remediar la crisis era su tarea, el ingeniero encargado, Joseph Bazalgette, fue capaz de poner en marcha una obra que trascendería su propósito inicial y que aún hoy sirve a los ciudadanos y visitantes de la capital inglesa. “Balzagette anticipó”, escribe Krznaric, “el crecimiento de la población de la ciudad y construyó alcantarillados que podían transportar más del doble de lo que en ese tiempo se requería”. Los malecones por los que hoy en día los transeúntes pueden bordear el Támesis en un día de sol —tan solo unos metros por encima de los alcantarillados— son legado de Balzagette y su pensamiento de largo plazo. Son, también, la prueba de que incluso en las peores crisis, en las que más se estrechan los horizontes temporales, se puede obrar para beneficio de los que aún están por venir.
Tal capacidad de sobreponernos a las prisiones cortoplacistas no solo es evidente en grandes proyectos intergeneracionales: hace parte de nuestra cotidianeidad. Como explica Krznaric:
Somos planeadores extraordinarios. Hacemos planes de vacaciones para el siguiente verano, diseñamos jardines que solo se verán bonitos dentro de una década, ahorramos para la educación de nuestros hijos y hasta compilamos listas de canciones para nuestros propios funerales.
Los seres humanos tenemos la maravillosa capacidad de evaluar futuros posibles y ponernos a trabajar para manifestarlos. La pregunta que resta es si podremos activarla en favor de esfuerzos que trasciendan nuestros intereses más cercanos (nuestro jardín, la educación de nuestros hijos, nuestro funeral) y cuyos frutos solo sean asequibles para nuestros descendientes más lejanos.
Buenos ancestros en tiempos de la gratificación instantánea
El reto hoy para el buen ancestro es doble: no solo debe superar las propias pulsiones humanas que lo llevan a priorizar el corto plazo —comamos y bebamos que mañana moriremos— sino que debe mantener su vocación largoplacista en una cultura que, por diseño, invita a lo contrario. Y es que una cosa es pedirles a los ciudadanos del siglo XV que construyan una catedral y otra muy distinta es pedirlo a quienes están a dos clics de distancia de la mayoría de sus antojos y deseos.
La cultura del “todo a un clic” ha facilitado nuestra vida al reducir fricción, pero también ha alterado nuestra relación con el tiempo: si antes los procesos de maduración eran imposiciones necesarias de la naturaleza, hoy son procesos subóptimos a la espera de ser tornados obsoletos por algún intrépido emprendedor. Vivimos la culminación de un cambio en nuestra comprensión del tiempo que se viene gestando desde la revolución industrial y que Krznaric atribuye al reloj de fábrica. El autor hace una afirmación sorprendente: no fueron las máquinas la gran innovación de la era industrial: ¡fue el reloj de fábrica! Aquel artefacto apostado en la pared nos llevó a los seres humanos a cambiar nuestra manera de medir del tiempo. Si antes nos guiábamos por fenómenos naturales, como los ciclos lunares, el reloj supuso una medición infinitamente menor: de hablar de quincenas —fortnights— pasamos a hablar de minutos y segundos. El reloj fue para las fábricas el complemento necesario a la línea de ensamblaje, el sustento de una cultura de trabajo volcada hacia la eficiencia. Una que empezó en la Inglaterra del siglo XVIII y que desde entonces ha permeado el resto de los espacios humanos, sin importar cuán alejados estén del hollín de las fábricas.
El resultado final no ha sido otro que la imposición de la máxima “el tiempo es oro” por encima del viejo adagio “las cosas toman tiempo”. Hay, sin embargo, ejemplos de quienes han logrado abstraerse de la cultura cortoplacista y han demostrado que el enfoque en el largo plazo trae cuantiosas recompensas.
¿Puede un empresario ser buen ancestro?
El enfoque de largo plazo ha sabido recompensar a uno de sus más célebres practicantes, el fundador de Amazon, Jeff Bezos. Ya en 1997, en la primera carta que escribía a los accionistas de la compañía, Bezos delataba su estrategia en un aparte que tituló Es todo sobre el largo plazo. Mientras que las buenas prácticas empresariales han determinado que los ciclos empresariales se dan en trimestres, el fundador de Amazon ha insistido en cambiar el horizonte temporal por años y, en algunos casos, por décadas. “Debido a nuestro énfasis en el largo plazo, podemos tomar decisiones y sopesar los canjes estratégicos de una manera en la que otras compañías no podrían”, escribe el empresario. Renunciar a las buenas prácticas empresariales, a los afanes de lucro, y mantenerse enfocado a pesar de las presiones de inversionistas, le ha permitido a Bezos abstenerse de participar de una carrera febril y lograr posicionar a Amazon como la empresa número uno del mundo.
Ahora bien, Roman Krznaric no considera a Bezos un buen ancestro. En su opinión, la de Bezos es una apropiación egoísta del pensamiento de largo plazo, y como el buen ancestro es, por definición, altruista, entonces el magnate estadounidense no merece el calificativo. Para el autor, todo buen ancestro toma la visión larga, pero no todo quien la tome es buen ancestro.
En parte tiene razón: el enfoque del buen ancestro debería estar puesto más allá de nosotros, en la necesidad de dejar un futuro viable para generaciones venideras. Que algunos líderes hayan adoptado una mentalidad de largo plazo solamente para mejorar sus rendimientos financieros o posicionamiento en el mercado no parece propio de alguien que merezca ser reconocido como ancestro.
Ahora bien, no es del todo claro que esa sea la única motivación de Bezos. Y aunque lo fuera, hay algo que Krznaric pierde de vista: los ganadores del juego capitalista no solamente se enriquecen; también elevan los estándares de vida de la población en general, generan empleo, y desarrollan nuevas tecnologías que bien pueden probar ser fundamentales en la lucha de la humanidad por prevalecer. Basta pensar en las innovaciones en materia de logística que Amazon ha logrado. No falta quien diga que eso solo ha servido para acrecentar la ya preocupante adicción al consumo de millones. Pero no hay que olvidar que, gracias a esa misma logística, Amazon logró desplegar 100 millones de dosis de vacunas en 100 días para enfrentar la pandemia por Covid-19.
El innegable impacto de la innovación tecnológica, de las empresas, del progreso humano en general, no debe nublarnos respecto de otra realidad: el afán de lucro de muchas empresas y personas ha generado daños severos sobre los ecosistemas, los humanos, y ha contaminado la posibilidad de que el futuro sea habitable. La mentalidad del buen ancestro es fundamental y todo ser humano —así ya esté teniendo impacto indirecto a la construcción de un mejor futuro— haría bien en incorporarla.
Ahora bien, el extremo al que llega Krznaric —considerar que solo activistas con profunda consciencia ecológica clasifican para buenos ancestros— es igual de perjudicial. Es tal vez la crítica más urgente que hay que hacerle a su propuesta: padece de miopía en su visión. Su fe irrestricta en activistas como Greta Thunberg —para el autor, la encarnación ideal del buen ancestro— le impide advertir que sin innovación tecnológica, sin progreso humano, no tenemos chance de superar las crisis que ya estamos afrontando. La regulación es esencial y allí la presión del activismo juega un rol fundamental, pero poner todas nuestras esperanzas en la prohibición y la coerción puede traducirse en un precio a pagar demasiado elevado.
Es un precio que pagó China en los años 50, al creer que la coerción era el único camino para escapar de la “trampa malthusiana”. En 1798, el profesor T. R. Malthus predijo que, por la productividad finita del suelo, la población global excedería eventualmente su capacidad de alimentarse. En el siglo XX, como respuesta, China instauró una política de hijo único: ninguna familia podría procrear más de un descendiente. Tal restricción excesiva de la libertad de los ciudadanos chinos —cuya implementación además supuso abusos como esterilizaciones forzadas— logró su cometido: desde 1955 la tasa de nacimiento en China se redujo en un 69% (de 5.59 a 1.73 niños). El logro chino sería la gran validación de la apuesta por la regulación de no ser porque en otros países —en los que no se sacrificaron los derechos de la población— la disminución de la tasa de nacimiento tuvo un comportamiento sorpresivamente similar (por ejemplo en Sri Lanka se redujo en un 67% de 5.70 a 1.88 niños).
Matt Ridley en su libro El optimista racional admite que no hay una única explicación satisfactoria de la caída en la tasa de natalidad y del escape de la “trampa malthusiana”. Tanto la emancipación femenina, como el aumento en la riqueza, y hasta la caída en la mortalidad infantil pueden sumar a la explicación del fenómeno; hay, sin embargo, algo transversal a todas estas: el progreso humano.
Este es, entonces, el problema con el llamado al sacrificio heroico de las generaciones presentes: el sacrificio bien puede ser en vano. Peor: la narrativa del ascetismo podría disuadirnos de seguir progresando e innovando; es decir, podría llevarnos a renunciar precisamente a aquello que nos ha salvado en el pasado y que bien podría ser lo que salve a las generaciones futuras.
No podemos cometer el error de Krznaric de incluir únicamente activistas dentro de la categoría del buen ancestro; debe haber cabida también para empresarios como Jeff Bezos. Los buenos ancestros no están restringidos a ciertas actividades o profesiones porque ser buen ancestro es un asunto de mentalidad, y las mentalidades, por su naturaleza, no son exclusivas de nadie.
Legado sí, pero no así
A pesar de que nuestra psique guarda una fuerte vocación cortoplacista, también en ella reside un motivo de esperanza: los seres humanos estamos obsesionados con trascender. Ya el emperador romano Marco Aurelio, en sus Meditaciones, advertía la banalidad de quien sueña con ser recordado por siempre:
El que anda alucinado por la gloria póstuma, no se imagina que cada uno de los que se acuerden de él morirá también muy en breve; después, a su vez, morirá quien lo reemplace, hasta que todo su recuerdo se haya extinguido, pasando de uno al otro, como luces que se encienden y se apagan.
Somos constructores de catedrales, pero también somos escultores de estatuas. Nuestra necesidad de trascender nos hace exclamar ya no comamos y bebamos que mañana moriremos sino “hagamos gestas tan grandiosas que cuando muramos vivamos todavía en las memorias de otros”. Un propósito comprensible, pero no por ello a nuestro alcance: “vuestra soñada eternidad será la nada”, escribe el poeta Ángel Gonzales en su Mensaje a las estatuas.
Ser buenos ancestros nos exige un nuevo entendimiento de la palabra legado. En vez de estatuas, de testimonios que dejamos para que otros sepan que existimos, el legado —si de ser buen ancestro se trata— hay que entenderlo como el regalo que dejamos para aquellos que están por venir. A propósito, Krznaric escribe lo siguiente:
Para convertirnos en buenos ancestros, necesitamos expandir nuestra concepción de legado y pensarlo no solo como una ruta hacia la gloria personal o como una herencia para nuestros descendientes, sino como una práctica de todos los días que beneficia a todos los humanos futuros.
En este punto, como sucede a menudo, la etimología guarda la sabiduría que el actuar humano ha corroído. Krznaric nos explica:
[Legado viene] del latín legatus, que significa embajador o enviado, y se trataba de un emisario del papa enviado a tierras lejanas, cargando un mensaje importante. Entonces alguien que deja un legado puede verse como un embajador intertemporal del presente enviando un regalo al futuro distante.
Una estatua que vuelva atemporales las gestas de nuestro efímero paso por la tierra no es tan útil para los humanos futuros como las contribuciones que estamos en capacidad de hacer: el ladrillo que apostamos sobre el muro incipiente de aquella catedral; el sudor que desplegamos para construir un mejor sistema de drenaje; la lucha incesante que ofrecimos para frenar la pérdida de la biodiversidad; el árbol que plantamos y que se sumó al bosque que dio respiro a la humanidad. Ese es el legado que mueve al buen ancestro: no el que lo lleva a usar la piedra para construir la estatua en su batalla inútil contra el olvido, sino el que lo invita a aprovecharlas para cimentar la plataforma sobre la que se sostiene la humanidad en la batalla colectiva —tan necesaria, tan humana— por florecer.
Basta caminar entre los árboles de la ciudad para advertir que son incontables horas de trabajo humano las que han hecho posible que hoy podamos gozar de un respiro ecológico en medio de los epicentros de prosperidad que son las ciudades. Nuestro relativo bienestar del presente no es otra cosa que la suma de legados de nuestros antepasados y es la prueba de un hecho muy sencillo pero que olvidamos con una facilidad aterradora: que la historia de la humanidad es la de una eterna carrera de relevos en la que no podemos moralmente declinar participar.
*Andrés Acevedo Niño es cofundador de 13%, el principal podcast en español sobre trabajo. Ha sido reconocido por Revista Gerente como uno de los cien líderes de la sociedad.
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