IDEAS

A la deriva: líderes bajo el síndrome del impostor

El síndrome del impostor parece un problema menor. Una lucha mental sin implicaciones reales. Sin embargo, a la hora de liderar, el costo de no confrontar el impostorismo puede ser alto.

Por Andrés Acevedo Niño*


Cada escalón que conduce a la tarima parece rechinar “impos-tor”, “im-pos-tor”. Es momento de proclamar el discurso. La voz se quiebra. Las hojas se enredan. La acentuación no resuena en los momentos indicados. En el público se intercambian miradas de angustia. De vergüenza ajena. El impostor ha ganado. El discurso ha sido un fiasco.

Emprendedores, artistas y reconocidos ejecutivos han manifestado sufrirlo. La actriz Tina Fey, el escritor Neil Gaiman, la tenista Serena Williams, incluso Michelle Obama, hasta hace poco primera dama de Estados Unidos. Todos ellos han sido víctimas del síndrome del impostor. El síndrome del impostor es tan común que un estudio estima que el 70% de las personas tendrán por lo menos un episodio de “impostorismo” en sus vidas.

Suzanne Imes y Pauline Rose Clance definieron el síndrome del impostor como la incapacidad de las personas de internalizar su éxito y, en consecuencia, la tendencia a responsabilizar a la suerte por sus logros. Tal vez usted lo haya vivido. Lo designaron para dar un discurso importante o tal vez lo sintió durante el primer día de trabajo en ese cargo para el que no se sentía preparado; o puede que le haya sucedido como a Michelle Obama y ahora haga parte de la vida pública de su país y miles de personas confíen en su criterio y liderazgo. Y aunque los desencadenantes del síndrome del impostor son muchos, sus síntomas se reducen a dos: primero, una sensación intensa de que sus logros no son merecidos y, segundo, temor a ser expuesto como un fraude.

Se trata, pues, de una brecha. Una brecha entre lo que la sociedad percibe y lo que la persona siente.

Margaret Chan dirigió la Organización Mundial de la Salud entre el año 2006 y el 2017. Durante Once años lideró una de las organizaciones más importantes del mundo. Aun así, en declaraciones ante la prensa, la doctora Chan demeritaba, constantemente, su importancia:

Hay muchísimas personas que creen que soy una experta. ¿Cómo se les ocurre creer que lo soy? Soy tan conciente de la cantidad de cosas que desconozco.

En su libro The Sexual Paradox: Troubled Boys, Gifted Girls and the Real Difference Between the Sexes, Susan Pinker expresa su asombro frente a la actitud asumida por Chan: “Su habilidad, convicción y buen juicio salvaron incontables vidas. Pero la Dr. Chan desestimó su inteligencia –y la oportunidad de promoverse a sí misma– atribuyéndole todo a la suerte”. El asombro de Pinker no es para menos; Chan ha sido alabada internacionalmente por su excelente manejo de la pandemia de gripe H1N1 y en 2014 fue reconocida por Forbes como la 30va mujer más poderosa del mundo.

Está siendo humilde, pensaría uno. No es otra cosa que la prudencia de una mujer realista que reconoce el papel de la suerte en el desempeño profesional, agregaría otro. Sin embargo, como sugiere un estudio de 1978 que analizó a 150 profesionales exitosas, “a pesar de sus logros, posiciones y salarios, estas mujeres se sienten falsas. No creen en sus propios logros. Sienten que, todo este tiempo, han engañado a todo el mundo sobre sus habilidades.”.

Un caso más evidente del síndrome del impostor es el de la actriz Michel Pfeiffer  que, cuando le preguntaron cómo había desarrollado su talento, contestó:

Todavía pienso que la gente va a descubrir que no soy realmente talentosa. No soy tan buena. Todo ha sido un gran engaño.

¡Michelle Pfeiffer! Una actriz que ha sido nominada a tres premios Oscar. Asegurando que todo es un engaño. No estamos frente a un caso de extrema humildad. Estamos frente a un verdadero caso de impostorismo. Y aunque el síndrome del impostor afecta sobre todo a mujeres, cada vez más hombres exitosos, entre ellos el fundador de Starbucks Howard Schultz y el actor Tom Hanks, han admitido padecerlo.

Pero el síndrome del impostor no es una aflicción reservada a personalidades públicas y destacadas – nos pesa, en realidad, a muchos que nos exponemos al juicio de otros. Ya sea por la naturaleza de nuestro trabajo o por nuestro rol en una organización o en la sociedad. Por haber sido elegidos para dar el discurso de grado en la universidad o porque lideramos un equipo o, tal vez, porque hemos sido invitados a postularnos para un trabajo que –creemos– excede nuestras capacidades. En estos escenarios, en los que las apuestas son altas, la sensación de impostor sale a flote y martilla la mente con pensamientos que destruyen nuestra confianza.

 

Los riesgos del síndrome del impostor

Aunque es un asunto debatido, algunos expertos han vinculado el síndrome del impostor con ansiedad y depresión. Otros dicen que se trata, de hecho, de una forma de ansiedad. Más allá de las implicaciones médicas del síndrome del impostor, hay algo inherente al síndrome del impostor que disminuye el desempeño de los líderes. Y es que el síndrome del impostor, como apunta el profesor de psicología Lou Manza, “es claramente un juego mental”. Un diálogo interno que se traduce en pensamientos de incapacidad y de temor: “¿por qué me escogieron a mí?”, “me voy a equivocar en la presentación”, “qué tal que mi mente se ponga en blanco durante la entrevista de trabajo”, “se van a dar cuenta que no sé nada”.

Ese diálogo tortuoso va interrumpiendo la mente en las semanas previas al evento importante. Poco a poco. Como una gotera que cae constantemente y roe nuestra confianza. Los pensamientos de impostorismo son difíciles de callar. Por más meditación o ejercicio que el individuo practique, la duda en sí mismo permanece. Hasta que llega el momento. El día D. Y ahí el síndrome acelera a fondo. La mente está cooptada por el diálogo del impostor. Cada escalón que conduce a la tarima parece rechinar “impos-tor”, “im-pos-tor”. Es momento de proclamar el discurso. La voz se quiebra. Las hojas se enredan. La acentuación no resuena en los momentos indicados. En el público se intercambian miradas de angustia. De vergüenza ajena. El impostor ha ganado. El discurso ha sido un fiasco.

La persona baja de la tarima y una sola pregunta invade su mente: ¿Será que después de todo sí soy un impostor?

Claro, esa puede ser una explicación. Hay una alternativa, sin embargo. Una más esperanzadora para todos aquellos que alguna vez nos hemos sentido así. El psicólogo ganador de un premio Nobel en economía, Daniel Kanheman, escribe lo siguiente en su libro Pensar rápido, pensar despacio:

Preocuparse mucho respecto de qué tan bien uno está realizando una tarea hace que la memoria a corto plazo se llene de pensamientos inútiles de ansiedad y el rendimiento en la tarea se reduzca.

Les sucede a deportistas de alto rendimiento a menudo. Están haciendo tan bien su trabajo que se ponen a pensar “estoy haciendo muy bien esto” y su desempeño cae. O les sucede lo contrario: “hoy estoy jugando mal” y a partir de esos pensamientos que inundan la mente, el deportista se hunde aun más. Lo mismo nos sucede a los que nos sentimos impostores. El ruido mental nos impide hacer bien nuestra labor. Proclamar con éxito el discurso. Persuadir en la entrevista de trabajo. Liderar equipos al puerto prometido.

El síndrome del impostor es real. Y aunque viva tan solo en nuestras cabezas, tiene implicaciones prácticas. Nuestra responsabilidad como líderes es trabajarlo. Probar estrategias que nos permitan superarlo. Hundirlo, antes de que nos hunda a nosotros. Y, con algo de suerte, recobrar la confianza que un ascenso profesional rápido o una posición de liderazgo inesperada nos robó.

Estas son algunas estrategias para superar el síndrome del impostor:

 

Hacer una mejor evaluación de nosotros mismos

El psicólogo Timothy Wilson escribió un libro fantástico sobre cómo los seres humanos somos un misterio incluso para nosotros mismos – lo tituló Extraños para nosotros mismos. Somos extraños para nosotros mismos y eso tiene que ver, en parte, con la manera como funciona nuestro cerebro. El subconsciente, dice Wilson, no solo guarda traumas como sugería Freud; también contiene partes importantes de nuestra individualidad. En tanto estos pedazos de nosotros están ocultos –recluidos en una cueva oscura, es la metáfora que usa Wilson– es difícil tener una apreciación correcta de lo que somos.

No es sorpresa entonces que cuando la sociedad –o nuestros jefes o nuestros colegas– nos consideren aptos para asumir una posición de liderazgo, nos sea difícil reconocer en nosotros mismos las capacidades para practicar “ese peligroso ejercicio de liderar”, como diría Ronald Heifetz. Aunque somos los que más tiempo hemos pasado con nosotros mismos, no somos los indicados para realizar un diagnóstico sobre nuestras fortalezas y defectos. O como lo pone la psicóloga Heidi Grant:

Confiar únicamente en nuestras intuiciones para el autoconocimiento es peligroso porque, gracias a la naturaleza de nuestro subconsciente, usualmente no son más acertadas que un disparo en la oscuridad.

Para obtener una evaluación más precisa de nosotros mismos, entonces, hace falta salir a buscarla. Una estrategia es pedir retroalimentación de nuestros pares, subordinados y superiores – lo que han llamado una evaluación 360. Obtener una foto más nítida de lo que somos es un primer paso en el camino por mejorar; por dejar atrás la duda perpetua en nuestras capacidades; por superar el enemigo intransigente: el síndrome del impostor.

 

Potenciar fortalezas, no cubrir grietas

Las probabilidades son altas de que durante nuestro proceso educativo hayamos dedicado más tiempo a trabajar en lo que no éramos buenos (a reparar las grietas en el tejado) que a mejorar en aquellas materias para las que teníamos talento. También es probable que hayamos trasladado esa mentalidad  a la vida profesional y que nos dediquemos entonces a intentar ser menos malos en vez de procurar ser mejores. La fórmula de reparar grietas, en vez de potenciar fortalezas es una fórmula para la mediocridad. Peter Drucker lo dijo mejor:

Una persona sólo puede desempeñarse a partir de fortalezas. Uno no puede basar su desempeño en debilidades, y mucho menos en algo que no puede hacer en lo absoluto.

El líder que se enfoca en reparar las grietas de su tejado es uno que no avanza. Uno cuya mentalidad ha sido secuestrada por los defectos que lo abruman. Uno que no puede dejar de sentir –porque se concentra solo en sus deficiencias– que no es suficientemente capaz.

Otra estrategia, entonces, para superar el síndrome del impostor es cambiar el enfoque. Poner la lupa no en los defectos ni en las ausencias, sino en las fortalezas, en los talentos, en eso que nos hace diferentes y que es responsable por la mayor parte de los resultados que obtenemos.

 

Consolidar la autoestima

Suena básico, pero tiene impacto. Y no se trata únicamente de internalizar el tan repetido consejo de “quiérete a ti mismo”, sino de ejecutar acciones concretas que ayuden en ese proceso. El escritor Kyle Eschenroeder sugiere una: guardar en una carpeta virtual los pantallazos de todas las veces que alguien nos ha agradecido por nuestro trabajo: ese mensaje en el que un colega nos felicitó por nuestra claridad en una presentación, la carta de nuestro empleado que nos agradece por hacerlo sentir seguro y confiado, la reflexión que nuestro texto suscitó en un lector.

Tener un repositorio de esos mensajes puede servir para materializar el mensaje genérico de “quiérete a ti mismo”. Es, en realidad, una prueba de que no somos tan impostores como nos creemos. De que nuestro trabajo tiene impacto.

 

***

El síndrome del impostor tiene un aliado grande que ha cogido fuerza en los últimos años –  la excesiva modestia. Debemos mantener un perfil bajo, nos dicen. No debemos hablar mucho de nuestros logros. El egocentrismo está mal. Y no estoy diciendo que no lo esté. No somos dioses y nuestros logros, por supuesto, son tan atribuibles a la suerte como a nosotros mismos. Pero si nos vamos al extremo de la modestia, corremos el riesgo de caer en las extrañas declaraciones de la Dra. Chan o de Michelle Pfeiffer – “No tengo mérito, todo fue suerte”.

Ahora bien, parece que para la Dra. Chan o para Howard Schultz el síndrome del impostor no les impidió liderar a otros al puerto prometido. Parece que todo salió bien y este síndrome no fue más que una inconveniencia en sus cabezas. Incómodo pero inocente – como la turbulencia en los aviones. El riesgo, sin embargo, es claro: copar la mente de pensamientos debilitantes –de ideas de impostorismo– es una excelente manera para alcanzar un desempeño mediocre. No confrontar y trabajar el síndrome del impostor es hacer más peligroso el ya de por sí peligroso ejercicio de liderar. Es, en esencia, una fórmula para perder el rumbo y liderar a otros directo a los escollos.

 

* Andrés Acevedo Niño es cofundador de 13%, el principal podcast en español en temas de trabajo y carrera profesional.

 

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