PERSONAJES
Álvaro Restrepo: de aprendiz a maestro
¿Cómo se pasa de aprendiz a maestro?
Por Andrés Acevedo N.
“Yo siempre hablo del maestro como un fabricante de alas. Yo siento que el maestro tiene que enseñarle a uno a volar y tiene que dejarlo irse, además”.
Álvaro Restrepo
“La inconstancia fue mi método para encontrarme” dice Álvaro Restrepo cuando recuerda sus años de exploración en busca de una vocación. Los mismos que lo llevaron de vender camisetas en Bogotá a recorrer viñedos europeos. “Tuve una educación muy contradictoria” recuerda Álvaro. Aunque su padre apoyó sus inclinaciones artísticas (le compró un piano, por ejemplo), al mismo tiempo –“para que no me fuera a volver demasiado artista” dice Álvaro– le compró una pera de boxeo. Su formación, entonces, fue una en la que sus dedos jugaban roles opuestos: “Por un lado los esculpía con la delicadeza que me exigía Chopin, y por el otro lado me tocaba a ir a masacrar esos mismos dedos contra la pera de boxeo”.
El producto de ese choque de opuestos fue un joven desorientado que no sabía bien qué quería hacer. “Yo picaba mucho,” dice Álvaro, “mi padre decía que yo era un inconstante, que yo no iba a llegar a ninguna parte, que no terminaba nada… y era porque yo sabía en el fondo que hasta que no encontrara qué era lo mío, yo no iba a descansar”.
Explorar
El descubrimiento de su vocación no sería una tarea asignada a la razón. Nadie nunca ha encontrado su lugar en el mundo haciendo una lluvia de ideas desde la comodidad de su sofá. Álvaro sabía que, si quería encontrar su lugar en el mundo, necesariamente debía incomodarse. Lo suyo tendría que ser, necesariamente, la exploración: la búsqueda incesante, a través de la prueba y error, de una visión de futuro o por lo menos de un trabajo satisfactorio.
Estuvo probando entonces en varios trabajos: en la tienda de ropa de su padre, en viñedos europeos, y finalmente desembocó en el Chocó. Allí coincidió con el sacerdote Javier de Nicoló, que trabajaba ayudando a niños en situaciones vulnerables, la mayoría de ellos que se encontraban viviendo en la calle. En ese trabajo social, Álvaro Restrepo, encontró su vocación: servir a esos niños y jóvenes.
Pero la claridad en el destino no servía para responder otra pregunta fundamental ¿cómo cumplir con ese propósito?
Aprendiz
Con la intención de encontrar una manera de aportarle a los niños en la calle que fuera auténtica para él –que le permitiera expresar la originalidad de su espíritu– Álvaro se sumergió en el mundo artístico. Empezó estudios de teatro y un día fue reclutado para participar como extra en una presentación de la compañía de danza de Jennifer Muller, que se encontraba de gira en Bogotá.
El momento fue, por lo menos para Álvaro, trascendental. “Yo recuerdo ver, en medio de lágrimas, la belleza de los cuerpos, de la destreza, la disciplina, la poesía,” dice Álvaro sobre la epifanía que le generó ver a la compañía de danza en acción. “Estaba completamente emocionado y yo dije, ‘esto es lo mío, esto es lo que yo estaba buscando’.”
En la danza, Álvaro encontró la respuesta. Aunque el dice que es, en realidad, en el cuerpo donde están las respuestas: “El cuerpo es el terreno natural de la transdisciplinariedad,” dice Álvaro. “En el cuerpo se da cita todo. El cuerpo es el punto de partida y el punto de llegada. Nuestra primera y última frontera. En el cuerpo, entonces, encontré la respuesta.”
Ese momento de epifanía venía sin embargo con una comprensión amarga: para ese momento, aunque tenía solo 24 años, Álvaro ya estaba viejo para empezar una carrera como bailarín. Sus posibilidades de alcanzar a sus pares no eran buenas. Sin embargo, Álvaro estaba resuelto y empezó a estudiar danza con una maestra argentina.
“Luego ella se fue de Colombia y yo quedé sin maestra. Ahí fue cuando decidí escribirle una carta a Jennifer Muller y decirle, ‘yo empecé por usted. Usted fue la culpable. Usted me envenenó. Yo necesito ir a Nueva York. Yo quiero ser bailarín. Ayúdeme’.”
La carta conmovió a Jennifer Muller, que le ofreció a Álvaro un rol de aprendiz. Eso sí, primero tendría que descifrar cómo hacer para llegar hasta Nueva York. “Moví cielo y tierra con la carta de Jennifer y logré conseguirme una beca del Icetex y con eso me fui para Nueva York”, cuenta Álvaro. “Pero no fue que me hubieran invitado, fue que yo en un momento dado decidí que yo quería intentarlo.”
Decidió, en otras palabras, hacer todo lo posible para convertirse en aprendiz. Aprendiz de una disciplina para la que, parecía, estaba demasiado viejo ya.
Aguantar
“A los dos meses de estar allá, quería devolverme con el rabo entre las piernas,” dice Álvaro. Su apuesta de convertirse un maestro en la danza era bastante osada. Y es que mientras que sus compañeros se habían dedicado a perfeccionar su arte desde que eran muy pequeños, Álvaro apenas se adentraba en ese mundo con 24 años. “Me sentía muy mal, muy torpe, muy viejo… fui donde Jennifer y le dije ‘yo me devuelvo para Colombia, esto fue una locura’.”
Álvaro estaba listo para claudicar, pero su maestra no estaba lista para dejarlo ir. “Mire, yo bailo desde que tenía cuatro años, todos los que están aquí comenzaron cuando estaban niños, y usted que lleva un año y que tuvo el valor de venirse para acá, ¿a los dos meses ya se quiere devolver porque no puede hacer lo que nosotros podemos hacer desde hace años?” le dijo Jennifer.
“Usted se queda. Quédese e imite”. Y eso hizo Álvaro, aguantar e imitar.
Imitar
Nadie llega al mundo siendo un maestro. Para volverse excepcional en cualquier disciplina, primero hay que aprender y practicar. Algunos dirán que primero hay que despertar al maestro interior. Y eso se hace imitando. Del mismo modo en el que el bebé hace sentido del mundo observando e imitando a sus padres, el aprendiz hace sentido de su disciplina desde la imitación de su maestro.
En ese proceso de imitación, de absorber los nutrientes que el ambiente artístico tenía a su disposición, Álvaro aprendió de su maestra, Jennifer Muller. Pero tuvo otro maestro que no necesariamente encaja dentro de lo que solemos entender por maestro. “Yo siempre hablo del maestro como un fabricante de alas. Yo siento que el maestro tiene que enseñarle a uno a volar y tiene que dejarlo irse, además” dice Álvaro.
Esa noción de maestro amplía las posibilidades. Y es que no necesariamente las personas mayores o que tienen autoridad sobre uno son las únicas que le pueden enseñar a volar. “Cho no era mucho mayor que yo, era solo dos años mayor, pero tenía un alma antigua” dice Álvaro sobre uno de sus compañeros en la escuela de danza.
Cho terminó siendo un maestro para Álvaro: “me enseñó otra noción del tiempo. La belleza de la lentitud. Del vacío como una dimensión positiva; no el vacío occidental que es muerte y ausencia. Para ellos [los orientales] el vacío es pausa, intervalo, preparación, resonancia”. Cho, y sus enseñanzas, se sumaba a los nutrientes que el aprendiz estaba absorbiendo cuidadosamente.
Llegaría, por supuesto, el momento de canalizar todos esos aprendizajes hacia la creación.
Maestro
Luego de imitar a sus maestros durante horas y horas de práctica, Álvaro estaba listo para desatar su potencial creativo. El autor Robert Greene tiene una metáfora para este proceso: la persona que se somete a un verdadero proceso de aprendizaje es como una planta joven. Absorbe pasivamente nutrientes del entorno hasta que, en un momento determinado, el aprendiz comienza a sentir un revuelo en su interior. Hay cosas que todavía no puede expresar, pero sabe que su potencial creativo está listo para ser desatado. El suelo que nutre a la planta ya está lo suficientemente rico.
“Cho me abrió los ojos cuando vino a Colombia, me dijo ‘tienes que hacer un proyecto educativo, mira todo ese talento que hay, tienes que abrir un espacio donde ofrezcas oportunidades’.” La sugerencia de Cho le permitió a Álvaro cerrar el ciclo que había iniciado años atrás cuando se decidió a explorar en busca de su lugar en el mundo. Ya había explorado, definido su vocación, se había sometido a ser aprendiz de una disciplina que parecía imposible de dominar para alguien de su edad, ahora le quedaba retornar a su vocación original: la de servirle a niños y jóvenes en situaciones vulnerables.
Así nació el Colegio del Cuerpo, un centro artístico que forma a jóvenes en danza contemporánea. Por el colegio del cuerpo han pasado más de 8 mil jóvenes que han salido de las calles y han encontrado un refugio y también una forma de exorcizar sus demonios y, por supuesto, de desarrollar sus talentos.
En el Colegio del Cuerpo, Álvaro asumió su rol de maestro. Era momento de desplegar su potencial creativo. “Hay una cita de Coetzee muy bella sobre el papel del maestro como un pirómano,” dice Álvaro. “El maestro es el que irradia el fuego y el que incendia al discípulo, que, a su vez, devuelve el fuego. Entonces es un intercambio de fuegos y los dos, de alguna manera, ascienden”.
Pero para canalizar el potencial creativo hay que superar la tentación de liberar toda la energía reprimida y dejar que el fuego arda en todas las direcciones y arrase con todo. No sobra recordar que los fuegos descontrolados son incendios que solo dejan carbón y desolación. En cambio, los fuegos controlados, aquellos que están enfocados como las fogatas y las velas encendidas, son los que nos han permitido evolucionar, compartir y progresar como humanidad.
Tal vez esa sea también la idea en nuestras propias carreras: encontrar la manera de enfocar ese enorme potencial creativo. No dejarlo que se extienda, como un incendio forestal, y nos pase que, al final de nuestras vidas, hayamos arrasado con todo, pero sin haber logrado nada significativo. Se trata, en últimas, de trabajar con disciplina tal y como la entiende Álvaro: “es como un fuego domesticado. Un fuego que lo consume a uno pero al mismo tiempo que uno tiene que manejar y domesticar.”
Ideas para contemplar:
- Ante la confusión, es mejor idea recurrir a la acción –a la exploración de la curiosidad y a la experimentación– en vez de quedarse en la contemplación pasiva de las posibilidades (que suelen estar limitadas por las condiciones del momento presente).
- Maestro no necesariamente es el superior. Puede que por estar buscando guía en los de arriba, esté ignorando a pares que puedan enseñarle.
- El aprendiz absorbe nutrientes hasta que el suelo que lo rodea está lo suficientemente rico como para desplegar su propio potencial creativo; vale la pena asegurarse de estar desplegando una fogata –una energía focalizada– y no un incendio forestal, que abarca mucho territorio pero no deja nada en pie tras su paso.
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