HISTORIAS

Andrés Camargo: el estoico que no perdió la sonrisa

Andrés Camargo fue condenado injustamente a cinco años de cárcel. Contra todo pronóstico, salió del otro lado con la sonrisa intacta. Aquí, el por qué.

Por Andrés Acevedo Niño*


Nadie quiere perder su casa en un incendio, ni a su mascota, mucho menos ser condenado a cinco años de cárcel. La vida, sin embargo, no es tanto sobre las cosas que nos pasan, sino sobre la manera como reaccionamos a esas situaciones. La vida, diría Camargo, es una cuestión de decisiones.

Andrés Camargo tiene la presencia de ese tío ocupado que uno ve poco pero que de algún modo se las ingenia para ser el preferido de todos. Ese que uno ve una vez al año, durante las navidades, pero cuya presencia transmite tanta alegría que parece bastar hasta el diciembre siguiente. Habla articuladamente y a una velocidad superior a la de una persona promedio. Pero la rapidez con la que expulsa palabras no es la de aquel que tiene afán, sino la de quien es conciente de que cada segundo cuenta.

Seneca, uno de los principales exponentes del estoicismo, escribía lo siguiente sobre la incertidumbre propia de la vida: “Sólo un breve momento separa estar sentado en un trono a arrodillarse frente a otro. Entiende, entonces, que toda condición puede cambiar y lo que le sucede a cualquiera puede sucederte a ti”. Para Andrés Camargo ese breve momento se plasmó entre un almuerzo de trabajo, un día cualquiera, y una llamada de su abogado en la que le comunicaba desesperadamente que un juez acababa de dictar medida de aseguramiento en su contra. Eso fue en 2008.

Estuvo cuatro meses en la cárcel hasta que se determinó que el asunto por el que se le acusaba era de orden administrativo y no podía traducirse en un proceso penal. Fue puesto en libertad.

Seis años más tarde, en un proceso de la misma naturaleza –administrativo que no tiene por qué traducirse en un proceso penal–, Camargo se vio nuevamente envuelto en esa danza de fiscalía, abogados, órdenes de captura y, en general, angustia e incertidumbre. En esta oportunidad, sin embargo, el resultado sería una multa de 108 mil millones de pesos y una condena de cinco años de cárcel que lo forzaría a alejarse de su empresa, sus amigos, y su familia. Andrés Camargo pasó del trono –había construido una carrera tremendamente exitosa y consolidado una hermosa familia– a perderlo todo en cuestión de segundos.

Hoy Andrés Camargo es un hombre libre. Uno esperaría que fuera, también, un hombre deprimido. Pero las expectativas se rompen desde el momento en que abre la puerta de su oficina. Ni un rasgo de depresión. Todo lo contario, sonrisa de oreja a oreja. Espero pacientemente a que el tiempo transcurra para ver si con los minutos gastados se desgasta, a su vez, la expresión de alegría. Nada. Lo de Camargo es auténtico. La cárcel no lo quebró. La injusticia tampoco. Y yo necesito saber por qué.

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Durante los últimos once años, a Andrés Camargo se le han presentado varios momentos que se podrían catalogar como tiempo muerto. El autor estadounidense Robert Greene escribe sobre la existencia de dos tipos de tiempo: uno muerto, en el que las personas están pasivas y a la espera de que algo suceda, y otro vivo, en el que están aprendiendo, creciendo y usando cada segundo en favor de construir su futuro.

En la vida hay situaciones que parecen forzar a los individuos a estar bajo el tiempo muerto. La cárcel, por ejemplo, limita en términos de movilidad, restringe tiempo con los seres queridos, e impide un sinnúmero de “milagros diarios” que la mayoría toman por sentados –cosas tan sencillas como decidir a qué hora acostarse a dormir–. En la cárcel no hay libertad para elegir qué comer, hasta qué hora quedarse bajo las cobijas, o en qué lugar pasar el día.

El tiempo muerto encuentra en la cárcel un ecosistema ideal para florecer; allí la única relación que se puede tener con el tiempo parece ser la de contar los días que restan para cumplir la condena. La amplia baraja de restricciones a la voluntad humana y el conteo regresivo del reloj que avanza con pesadumbre y lentitud, componen una mezcla capaz de enloquecer al más cuerdo de los hombres. En un contexto lleno de variables que están fuera del control del preso, hay una sobre la que sí se puede decidir y que fue fundamental para Andrés Camargo: la decisión de estar bien.

“Y es que esa es la libertad ¿sabe?” me dice, mientras en su rostro se dibuja una mirada intensa; la intensidad de quien está absolutamente convencido de algo, como el emprendedor de su negocio o como el abuelo que comparte con sus nietos los secretos para una vida bien vivida. La intensidad de la mirada, sin embargo, no basta para borrar la sonrisa con la que recuerda sus pasos por la cárcel en medio de dos procesos penales que han sido tildados de absurdos e injustos por académicos, abogados, y ciudadanos. Y es que para un hombre estoico como Camargo todos los eventos que suceden, por injustos o desafortunados que sean, hay que aprender a quererlos.

El estoicismo es una escuela que cree que el hombre no puede controlar las circunstancias externas y por lo tanto solo puede depender de sus propias reacciones ante ellas para vivir plenamente. Una de sus máximas es el amor del destino o Amor fati: aprender a amar todo evento que le sucede al ser humano por adverso que parezca. Este remedio es particularmente efectivo a la hora de enfrentar los infortunios del destino: los dolores y asperezas en el camino que todos en algún momento vivimos y que, si asumimos como injusticias de la vida, tienen la capacidad de romper nuestro espíritu.

Ser estoico es comprender que hay circunstancias que se salen del círculo sobre el que uno ejerce control; desde situaciones banales como perder el bus de las siete y treinta hasta eventos dolorosos como los desastres naturales, la muerte de un ser querido o una condena injusta. Todos estos tienen una misma constante y es que traen frustración y tristeza para quien intenta cambiarlos. Aceptarlos y actuar sobré lo que uno sí puede controlar (como, por ejemplo, nuestra percepción del suceso) es el llamado del estoicismo.

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Andrés Camargo sonríe durante la entrevista porque es un hombre estoico. Un hombre que entendió hace tiempo un hecho simple pero que para muchos puede presentarse como controversial; una verdad que su hija le dijo en algún momento de este largo proceso: “la vida es injusta. Tanto que es posible que a uno lo condenen por una cosa que no hizo.”

Él fue condenado a cinco años de cárcel por un error técnico. Por una decisión que no tomó y en la que ni siquiera participó; por un material equivocado en una de las miles de obras que ejecutó exitosamente el IDU (Instituto de Desarrollo Urbano de Bogotá) en los tres años en los que dirigió la entidad; Camargo fue condenado en medio de un proceso irregular, de comisiones de éxito para abogados que lograron su condena, y de pruebas controversiales sobre las que ni siquiera pudo defenderse.

Cualquiera se hubiera rendido ante la fuerza de un proceso kafkiano: un proceso tan absurdo que no admite defensa pero tan potente que arrasa como un tren descarrilado con todo lo que se interpone en su camino. Cualquiera se hubiera declarado una víctima, un perseguido. Cualquiera hubiera caído en la depresión y la locura que abunda en las cárceles. Cualquiera hubiera contemplado la posibilidad de fugarse. Andrés Camargo no. Él decidió sobre lo que sí podía controlar: su mente.

“La libertad no está en lo físico, la libertad está aquí” y sin quitarme la mirada señala la cabeza, para luego concluir: “Yo decido qué tan libre soy y con qué soy libre.”

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La primera respuesta que encontré para explicar la tranquilidad mental de Camargo tiene que ver precisamente con la aceptación del destino. Y eso, en su caso particular, se traduce en acatar la ley. “La ley se acata porque se acata. A mí me criaron así. A mí, mi papá y mi mamá me educaron así y yo creo en eso. La ley se acata, no importa que sea injusta. La ley se acata.”.

Pero acatar la ley no solo se trata de aceptar el destino, se trata también de sentar el precedente correcto. Y es que ante la magnitud de la injusticia, la tentación de escaparse de un castigo inexplicable comienza a asomarse. En circunstancias similares, pocos hombres tienen la capacidad de resistir la tentación. Camargo es uno de ellos: ‘volarse’ implica cometer un delito y él, un hombre de principios, “no comete delitos y punto. No se comete ninguno. Ahí empieza el desmoronamiento de la sociedad.”

Ante casos tan absurdos como el suyo, dan ganas como espectador de condonar la posibilidad de escaparse, de otorgarle una licencia –que no nos corresponde expedir– y gritarle: “Vuélese, Camargo” … “vuélese que esto es muy injusto. Vuélese porque están intentando arruinar su vida”. El grito desesperado, sin embargo, encontraría oídos sordos en Camargo, que entiende que la vida es una carrera de tranco largo en la que no importa tanto lo que a uno le hicieron sino lo que uno decide hacer de eso. “¿Qué importa de un proceso como estos? Como sales y no como entras. Lo que pase a la salida es lo que es importante. Y yo creo que no podría estar yo igual si hubiera hecho algo ilegal. Si me hubiera escapado, me hubiera escondido o me hubieran cogido, no podría tener la misma tranquilidad y la paz con la que duermo hoy. Y eso me parece que es una discusión que no admite, ni siquiera, matices” asegura tajantemente.

La explicación de Camargo parece persuasiva y por un momento me veo tentado a conformarme a creer que basta con hacer las paces con los sucesos negativos para alcanzar la paz mental. Pero no. Tiene que haber algo más allá de simplemente aceptar el destino –de amarlo, como proponían en tiempos de la antigua Roma– para salir del otro lado con una sonrisa.

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“Mi papá es campesino. A mí me criaron en Sopó, en la finca. Mi papá me levantaba a las 5 a.m. a ordeñar. Muchos días de mi vida, desde las 4.a.m., se escuchaba a mi papá tocando la puerta y diciendo ‘a ordeñar, compadre’. Y usted mira las vacas y aprende dos cosas. Primero, que la vida es de trabajo. Y segundo creer en Dios, en que el tema sale bien, pero es decisión de uno.”.

Trabajar le da significado al ser humano y para alguien como Camargo, que ha dedicado su vida a visitar obras, gestionar reuniones y en general al trabajo de campo, encerrarlo entre cuatro paredes es en realidad condenarlo a muerte: quitarle una fuente importante de su razón de ser. Condenarlo a la espera pasiva –al tiempo muerto del que escribe Greene– creería uno que sería lo que finalmente rompería el espíritu de este ingeniero colombiano.

Sin embargo, Camargo es un convencido de que “uno decide qué es tiempo muerto y qué no. Yo tomé la decisión, el día que supe que iba preso, que yo iba a aprovechar las cosas que no podía aprovechar por fuera.”. Su estadía en la cárcel no fue una interrupción del trabajo, ni mucho menos una pérdida de tiempo: “No perdí ni un segundo. Trabajé más de lo que trabajo ahorita. Molía como una mula. Me leí más libros de los que me he leído en toda mi vida. Troté más de lo que he trotado en toda mi vida. Hice más gimnasia de lo que he hecho en toda mi vida. Oré más de lo que he orado en toda mi vida.”.

Para ser un estoico no basta con aceptar lo que no se puede controlar, hace falta también actuar en aquellos aspectos que sí están bajo nuestra influencia. Controlar lo controlable y encontrar refugio en esas pequeñas dichas que están al alcance incluso de los presos. Ejercitarse, leer, pensar, y planear. Todo esto estaba al alcance de Camargo y cada una de esas cosas le dieron significado durante sus años encerrado. “Uno tiene dos posibilidades en la cárcel, o llora todo el día, como tenía amigos que lloraban, gritaban y se desesperaban todo el día, o estar feliz y tranquilo. Con ninguno de los dos voy a salir antes. Pero con seguridad que la segunda es mucho mejor vida” concluye confiado.

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Si pudiésemos escoger, probablemente todos escogeríamos una vida sin adversidades. Nadie quiere perder su casa en un incendio, ni a su mascota, mucho menos ser condenado a cinco años de cárcel. La vida, sin embargo, no es tanto sobre las cosas que nos pasan, sino sobre la manera como reaccionamos a esas situaciones. La vida, diría Camargo, es una cuestión de decisiones.

“¿Usted ha visto La vida es bella? El discurso del señor cuando entra el nazi a dar las órdenes al campo de concentración y este tipo coge y decidí contarle la historia al niño. Creo que es el ejemplo de la vida: yo decido qué está diciendo el señor y yo lo tomo como yo quiera.”. A lo que se refiere Camargo es que si bien el evento en sí mismo no puede ser cambiado, los que lo vivimos tenemos la capacidad de alterar el significado del mismo. Se trata, en otras palabras, del poder de la perspectiva.

Ryan Holiday es un escritor estadounidense que se ha puesto en la tarea de comunicar de una manera simple y pragmática las enseñanzas milenarias de la filosofía estoica. En su libro El obstáculo es el camino escribe lo siguiente sobre el poder de la perspectiva: “La perspectiva lo es todo. Cuando puedes desmenuzar las situaciones, o mirarlo desde un ángulo diferente, la cosa pierde poder sobre ti.”. La cárcel perdió poder sobre Camargo porque él decidió lo que esta significaba, de la misma manera como el protagonista de La vida es bella decidió lo que las órdenes del nazi significaban.

Para Camargo la cárcel significó libros, ejercicio, trabajo, y reflexión. Para muchos de sus compañeros significó sufrimiento, soledad, y frustración. “Cárcel de dos años es mamar gallo al lado de algo de verdad. De verdad un accidente y uno cuadripléjico o quedarse en un barco hundido en La Antártida.” Pero si usted lo perdió todo, le respondo como intentando hacerlo entrar en razón. “Nada es fundamental, nada. Simplemente, Dios, la familia y los amigos. Nada más.”.

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Un día llevaron a una conferencista reconocida a hablarle a los presos. Inició su discurso diciendo que es importante “entender el gran problema que tenemos nosotros, el gran problema que tienen ustedes, es que es el ser humano tiene un jefe muy difícil. Realmente es una mujer la que lo manda al ser humano. Y una mujer que se llama la mente. Y la mente hace lo que le da la gana con el ser humano”. En ese momento Camargo no pudo retener la risa y ante la pregunta de la presentadora de por qué se reía, respondió: “Porque sí es cierto que la mente maneja, pero a usted le falta una cosa que es muy importante y es que ella es tremendamente obediente. Hay que cachetearla, eso sí. Si tu coges la mente, le das dos cachetadas y le das la orden ella te obedece lo que quieras”. Ante esto la conferencista le respondió: “te tiraste mi conferencia”.

La cárcel le sirvió a Camargo para terminar de forjar lo que los estoicos llaman la ‘ciudadela interna’, esa estructura sólida que no se derrumba por más fuerte que sean los vientos del destino. Y es que la fortaleza mental se cultiva en momentos buenos pero no hay nada como una buena crisis para consolidarla. “La prosperidad muestra a los dichosos, la adversidad revela a los grandes” así empieza Liderazgo desde la adversidad, el libro que más recuerda Camargo de su tiempo en la cárcel. “Usted en la adversidad es que descubre de qué está hecho. ¿Qué tiene por dentro? ¿Cuál es la madera? ¿Si es de hierro o es de balso?” Usted, en la adversidad, descubre si ha construido una ciudadela de hierro o una casa de papel.

Otro libro que recuerda mucho es El hombre en busca de sentido de Viktor Frankl, en el que el autor documenta su paso por varios campos de concentración y la manera como la búsqueda de un propósito le ayudó a sobrevivir a la adversidad. Camargo reconoce que los dos casos no admiten comparación: “La diferencia con Frankl es que yo decidí ser feliz. Él decidió sobrevivir. Ahora, lo de él es de verdad, lo mío es mamando gallo.”.

Más allá de libros leídos y conexiones con filosofías antiguas, hay algo que explica la sonrisa en el rostro mejor que ningún otro elemento: la tranquilidad de consciencia. “Alguien me dijo algún día ‘oiga, que duro que a uno lo metan preso injustamente’. Le dije ‘No, sabe que creo que es al revés. Debe ser muy duro que lo metan preso a uno justamente. ¿Cómo mira uno a los ojos a sus hijos y a la gente? ¿Cómo miro a un guardia? ¿Cómo miro yo a un guardia si sé que soy culpable?’”

Algunos se indignarán ante el hecho de que a Camargo unos intereses oscuros le robaron cinco años de vida. Camargo no. Él no conoce el tiempo muerto. Supo aprovechar el tiempo en la peor de las condiciones. Supo disfrutar la vida que le tocó. Lo condenaron injustamente y no se fugó. Lo que en ese momento parecía absurdo hoy tiene todo el sentido. Aceptar el destino –acatar la ley– es lo que permite a Camargo, hoy un hombre libre, tener la consciencia tranquila.

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Después de muchas navidades compartiendo con su familia en la cárcel, el pasado 24 de noviembre Andrés Camargo (el Andrés Camargo en libertad) se puso su traje –le gusta “almorzar elegante”, me dice– y fue almorzar, como es tradición, con su papá, su mamá, su esposa, y sus hijos. Sentado afuera del restaurante esperando a ser acomodados “se me acercaron dos personas. Me dicen: ‘mire, usted no nos conoce, pero debo decirle que la felicidad que nos da verlo a usted aquí afuera nos hizo la navidad’. Eso es increíble y hace que valga la pena todo este proceso porque esa es la única –realmente la única– recompensa que puede haber y es que hay un reconocimiento a una injusticia absurda.”.

No creo que esos dos desconocidos se hayan acercado a Camargo porque reconocen la injusticia. Más bien creo que se sienten agradecidos con él por algo que hizo por ellos –por nosotros–. Camargo, en cierto modo, nos enseñó no sólo a sobrevivir a las adversidades, sino a ser felices a pesar de ellas. Y es que la vida es injusta, como diría su hija. A veces tanto que les pide a los grandes hombres que bajen hasta las puertas del infierno y vuelvan intactos para demostrarnos que no hay adversidad infranqueable ni mal que dure mil años.

Me despido de Camargo, que me acompaña hasta la puerta, y se despide de mi como si fuéramos amigos de toda la vida. Me veo tentado a pensar que él, también, es mi tío preferido. Comienzo a descender las escaleras y una especie de nostalgia se apodera de mí. Giro sobre mi eje con la esperanza de capturar una última fotografía mental de la sonrisa de ese hombre libre. Ahí está. De oreja a oreja. Igual a como estaba al comienzo de nuestra entrevista. Igual a como era antes de que toda esta locura comenzara por allá en el 2008. La sonrisa de un hombre condenado injustamente. Un hombre a quien intentaron robar el tiempo y no pudieron. Un hombre al que intereses oscuros intentaron infructuosamente palidecer en la penumbra de una celda. Un hombre que – para volver al tema del destino– tenía que ir a la cárcel para enseñarnos al resto a decidir ser felices. Un hombre estoico que nunca perdió la sonrisa.

 

*Andrés Acevedo Niño es editor de CUMBRE y cofundador de 13%, el principal podcast sobre propósito, pasión y satisfacción en el trabajo.

 

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