Conceptos filosóficos para gerentes: la causa final
IDEAS
Conceptos filosóficos para gerentes: la causa final
El ejercicio empresarial suele extraviarse en lo más próximo -las causas mecánicas- a costa de ver lo más importante, esto es, las causas finales.
Por Simón Villegas Restrepo*

Al centrarse en la productividad y la producción sin más, esto es, en las causas eficientes o mecánicas de su negocio, las empresas dejan de estudiar y entender las causas finales que les dan su razón de ser en un mercado.
La causa final es el para qué de algo. Así de simple, pero, por lo mismo, así de olvidado en casi todas las explicaciones que hacemos de la naturaleza y la sociedad. Sin embargo, cualquier gerente debería tener claro este concepto para entender bien a sus clientes.
Aristóteles propuso que, para entender algo (como una mesa), había que pensar en sus cuatro causas: la eficiente o mecánica, la final, la material y la formal. Hoy en día solo entendemos la palabra causa en el primer sentido, es decir, como causa eficiente o mecánica. Esta es la causa que explica cómo se produjo algo. Es la causa de la física: la bola se movió sobre la mesa de billar porque el palo la golpeó con tal o cual fuerza. La ciencia moderna ha entendido la Naturaleza como un conjunto de causas mecánicas entre las que no caben las causas finales: todos porqués, ningún para qué.
Pero en el mundo humano, de personas y de cosas, sigue muy relevante pensar en términos de causas finales. Porque el mundo humano es, como lo señalara Immanuel Kant, el mundo de la voluntad y la libertad, es decir, de actuar no solo movido por causas mecánicas, como los impulsos eléctricos del cerebro, sino por causas finales: por razones ulteriores, por los para qué.
En ese sentido, todo cuanto hacemos en el mundo —como los productos de las fábricas— tiene una causa final, no solo una causa mecánica. Ese para qué explica la existencia de las cosas que pueblan nuestra cotidianidad. La mesa que compramos en el almacén de hogar no solo es el resultado de un cierto trabajo sobre la madera, a partir de un diseño específico, sino que existe para responder a un propósito: al del fabricante —que busca la ganancia— y al del comprador, que la busca, por ejemplo, para decorar su sala y recibir a sus invitados.
Solo en función del para qué llega la mesa a ser valorada por el que la compra. Y también a existir: una empresa decide hacer algo para satisfacer ese para qué (que hoy llaman job to-be-done). Sin embargo, una vez tomada la decisión, el quehacer empresarial suele perder de vista la causa final y se centra en la causa mecánica: qué tecnología usar, cómo gestionar los costos, cómo organizar el trabajo necesario, entre otras preguntas relativas exclusivamente a la producción de la mesa. Y entonces se cree, en parte por el sesgo ingenieril que ha dominado la administración, que las compañías deben hacerse expertas en las causas mecánicas y no en las causas finales, es decir, que las primeras no están supeditadas a las segundas. Y así las compañías se encierran en su propio proceso de producción, que es muy diferente de su proceso de mercado (es decir, de valor), que está regido por causas finales.
Al centrarse en la productividad y la producción sin más, esto es, en las causas eficientes o mecánicas de su negocio, las empresas dejan de estudiar y entender las causas finales que les dan su razón de ser en un mercado. Dejan de entender las intenciones profundas de sus clientes, y creen, absortas en su propia producción, que su producto es la única manera de ayudar a cumplir esos propósitos de las personas. Entonces se hacen incapaces de innovar.
Por el contrario, una compañía que privilegia el entendimiento de las causas finales está siempre cerca de su cliente y, por tanto, de su razón de ser. Se rige por este para qué en todo lo demás: no hace mesas porque sepa cómo hacerlas, porque sea experta en la madera y las máquinas, sino porque sabe para qué hacerlas. Y si sabe que puede ayudar de otra forma a ese para qué, no dudará un segundo en hacerlo. O hacer todo lo que complemente el cumplimiento de ese propósito.
Este fragmento de Kant en la Crítica del Juicio habla por sí solo:
«En el ámbito práctico (el del artificio) se encuentra fácilmente tal enlace, como es el caso de la casa que es causa del dinero cobrado por un alquiler, mas también al contrario la representación de ese posible ingreso fue la causa para construir la casa. Tal enlace causal se llama el de las causas finales».
*Simón Villegas Restrepo es filosofo de la Universidad del Rosario y usa la filosofía para examinar los sistemas de creencias corporativos que alejan a las empresas del valor.


Al centrarse en la productividad y la producción sin más, esto es, en las causas eficientes o mecánicas de su negocio, las empresas dejan de estudiar y entender las causas finales que les dan su razón de ser en un mercado.
El momento estelar de José Manuel Restrepo
PERSONAJES
El momento estelar de José Manuel Restrepo
En la hora más oscura de la historia reciente del país, José Manuel Restrepo comprobó que la vieja frase que dice que «un solo hombre con coraje hace mayoría» sigue siendo cierta. Esta es la historia.
Por Andrés Acevedo*
La tarea que le encomendaban era sacar adelante una tributaria, pero lo que en verdad tendría que hacer era sacar adelante un país que había perdido la esperanza.
I. La llamada del presidente
Era domingo cuando José Manuel Restrepo contestó la llamada del presidente. Debía de tener los ojos cansados. Él al igual que otros 51 millones de colombianos. Me imagino los ojos agotados del empresario angustiado, cuya empresa coqueteaba con la quiebra. Pienso en los párpados de los que protestaban: pesados tras días de marchas cuya frecuencia e intensidad iban aumentando, a pesar del paso del tiempo. Mis ojos no terminaban de abrirse esa mañana: había pasado la noche viendo los videos del horror: la ambulancia retenida por manifestantes en la que murió el bebé de la embarazada, los civiles que disparaban sobre otros civiles, los policías que hacían de militares, los vándalos que incendiaban estaciones de buses. Eran escenas de un país en guerra civil. Era el primer domingo de mayo de 2021, empezaba la segunda semana del paro nacional que ya había pasado de caos a catástrofe social y del que nadie sabía a dónde iba a parar.
Se sabía poco. No se entendía por qué marchaban los que marchaban. Cada quien parecía tener sus razones. Y aunque las motivaciones estaban dispersas, la energía estaba concentrada, y la protesta se había prolongado tanto tiempo que parecía que nunca iba a acabar. Los ancianos sólo entendían una cosa: que no se podían enfermar. Con los hospitales todavía repletos por la pandemia, la pregunta ahora no era si habría camas suficientes, sino si —con unas vías intransitables por marchas y otras cerradas por retenes ilegales— iban a poder llegar al hospital. Y si lo lograban, ¿estarían allá las enfermeras y los médicos?
Tampoco se sabía quién podría ponerle fin a aquello. Hasta los políticos que habían alimentado las llamas del paro pedían que reinara nuevamente el orden. El paro había tomado vida propia y de él había surgido un nuevo estilo de vida: en las calles se cocinaban sancochos comunitarios y se jugaba fútbol. Para muchos jóvenes, esta vida era un alivio frente a la que habían sufrido los meses anteriores, encerrados en sus casas por la pandemia. Preferían el país en llamas al país en la casa. Nada era cierto, salvo una cosa: la explosión social se había desatado cuando el gobierno Duque presentó su reforma tributaria. Sobre eso quería hablar el presidente con José Manuel Restrepo esa mañana de domingo.
«Vengase para Palacio», le dijo el presidente, que, aunque tenía asuntos más apremiantes que atender, como mantenerse en el poder, debía llenar la vacante del ministro de Hacienda. El puesto estaba libre desde que el anterior ministro renunció con la esperanza de que su sacrificio calmara a las masas. Había sucedido lo opuesto: la renuncia las había enardecido. Si en una semana habían tumbado a un ministro, ¿en cuántas caería el Gobierno?
Que el presidente lo llamara no era extraño, pues José Manuel Restrepo era el ministro de Comercio. Pero era una citación inusual para un domingo, uno de los pocos días en los que el ministro podía desentenderse de su trabajo. «Afortunadamente», cuenta Restrepo, «yo ya intuía que esa llamada era para ofrecerme el Ministerio de Hacienda y lo alcancé a discutir con mi esposa antes de ir».
Restrepo me explica que, como todo economista, él también soñaba con ser ministro de Hacienda. Confiesa, incluso, que habría preferido la cartera de Hacienda a la de Comercio, la cual había ocupado desde 2018 cuando empezó el gobierno Duque. Si le hubieran ofrecido el Ministerio de Hacienda en cualquier otra circunstancia, habría aceptado inmediatamente. Pero en mayo de 2021, Colombia vivía circunstancias extraordinarias. En ese momento, aceptar su trabajo soñado no solo implicaba asumir uno de los cargos más importantes del Gobierno, sino también ponerse en frente de un pueblo enfurecido que exigía cabezas. A Restrepo le estaban poniendo el sueño en la palma de la mano, y solo tendría que cerrar el puño para concretarlo. Pero hacerlo lo convertiría en el escudero de un gobierno que pasaba su peor momento.
A pesar de que la sensatez habría aconsejado lo contrario, a pesar de que otros antes de él probablemente ya se habían negado, a pesar de que todos lo habríamos entendido y justificado, ese domingo en el que debía tener los ojos cansados, José Manuel Restrepo aceptó el encargo.
«No estoy seguro si fue un acto de valentía o una irresponsabilidad», dice Restrepo. Los cientos de mensajes que entraron a su WhatsApp apenas se supo la noticia apuntarían a lo segundo. Cuando lo nombraron ministro de Comercio, Restrepo recibió tantas o más felicitaciones, pero no tantas advertencias. «Felicitaciones, pero eso va a estar muy difícil», decía uno de los mensajes. La mayoría estaban conjugados con un «pero»: «Felicitaciones, pero ¿usted sí calculó bien?».
Restrepo no tenía la respuesta. Había calculado, claro. Había calculado, por ejemplo, que podría salir muy mal. «Yo alcancé a anticipar», dice, «que eso podía ser terrible al punto de que mi fracaso eventualmente llevara a que dejara de existir el mismo Gobierno». Dos reformas tributarias fallidas, me explica, es un costo político del que un gobierno difícilmente podría reponerse. Mucho menos uno que intenta mantenerse en medio de protestas incesantes, calles incendiadas, y un país paralizado.
Sólo recordando la sensación de desesperanza que reinaba; sólo volviendo a inhalar el humo que se dispersó cuando la olla social estalló; sólo reviviendo la pesadez en los párpados; sólo recordando ese momento irrepetible en el que parecía que habíamos abierto las puertas del infierno y ya no habría manera de volverlas a cerrar; sólo admitiendo lo que muchos tímidamente creemos y no nos atrevemos a decir en voz alta: que estábamos al borde del abismo, y al abismo mirábamos, y el abismo nos miraba de vuelta, sólo así se puede entender que lo que José Manuel Restrepo hizo esa mañana de domingo cuando aceptó el cargo de ministro de Hacienda no fue comprometerse a sacar adelante una reforma difícil: fue cargar a un país que estaba a punto de asfixiarse.
II. Cuentas y Política
Toda su vida, José Manuel Restrepo ha llevado cuentas y, toda su vida, ha hecho parte de la política. «De la Política», me corrige, «con P mayúscula». La política con minúscula, me explica, es el ejercicio de construir microempresas electorales. Intercambiar favores por votos. Es la idea de política que se ha grabado en la mente del ciudadano promedio, que tiene la costumbre de reducir la complejidad de los problemas del país cuando rabiosamente asevera: «Lo que pasa es que los políticos son unos corruptos». Restrepo prefiere la otra Política, la de la p mayúscula, que consiste en construir algo más grande que una microempresa electoral e infinitamente más difícil: el bien común. Esta Política se escapa del edificio del Congreso y se mete en las otras dimensiones sociales: «En la familia hay Política, en la empresa hay Política, naturalmente en el país hay Política, pues todos son escenarios en los que hay que decidir sobre el bien común».
Cuando fue edil del barrio Chapinero en Bogotá, Restrepo advirtió lo escasos que son los políticos de p mayúscula. Algunos de sus colegas en la Junta Administradora Local habían llegado ahí para perseguir sus intereses particulares. En esa entidad de deliberación, que pocos ciudadanos conocen, se daba la misma dinámica clientelar que ha desprestigiado las instancias más importantes de la democracia colombiana. «Si la política se ejerce con p minúscula no es un servicio: es un negocio», dice Restrepo. El negocio de los votos y los favores, en el que «la persona no está ahí para hacer leyes, sino para obtener beneficios que le permitan reelegirse en cuatro años».
Restrepo, que hoy tiene 52 años, fue edil en sus veintes. Tres décadas atrás, el fenómeno político era idéntico al contemporáneo: nuevas camadas de políticos llegaban dispuestos a actuar diferente. Hace treinta años, aparecían outsiders listos para «renovar» la política, que lleva toda la vida renovándose. «Gente nueva» era el movimiento político de Restrepo, y, como buenos políticos alternativos, hacían campaña entregando volantes en la calle.
El despliegue no era tan dispendioso como uno podría imaginar. Estaba restringido a una sola zona de Bogotá y no buscaba una cantidad enorme de votos. Se calculaba que un edil necesitaba alrededor de cuatrocientos votos para ser elegido. «Imposible que no logremos cuatrocientos votos», recuerda haber pensado Restrepo, que figuraba como edil suplente de su amigo Rueda. En todo caso, cualquier estrategia ingeniosa para sumar votantes cabía: «Nos volvíamos amigos de los porteros de los edificios y ellos ponían la publicidad de la campaña dentro de los periódicos», cuenta Restrepo. La modesta táctica producía la impresión de que la campaña invertía grandes sumas de dinero en publicidad. «Me llamaban amigos» dice Restrepo y se ríe, «a preguntarme cómo había hecho para que nuestros volantes llegaran con El Tiempo».
El día de las votaciones, Restrepo se plantó en la entrada del puesto de votación —en esa época no era prohibido— y estrechó mano por mano a los votantes que sabían cuál alcalde marcar en el tarjetón, pero no tenían ni idea qué era un edil, ni mucho menos por cuál candidato a edil de Chapinero votar, salvo, tal vez, por el tipo sonriente de la entrada, «Restrepo, creo que dijo que se llamaba».
No fueron cuatrocientos votos, sino mil novecientos, «la mayor votación entre ediles en esa edición electoral». La llave Rueda-Restrepo obtuvo casi cinco veces más votos de los necesarios, pero esa sería una de las últimas ocasiones en las que a José Manuel Restrepo le cuadraron las cuentas políticas. A partir de entonces, siempre le faltaron votos.
«Éramos nueve en la Junta de Chapinero, y las votaciones solían quedar siete a dos o seis a tres, y yo solía ser minoría». Fue su bautizo en política, su introducción a la discusión entre diversos, el baño de realidad de que en democracia a veces se gana pero casi siempre se pierde. A Restrepo no solo lo desanimaba perder; lo desilusionaba la manera como se daban las votaciones. Esos siete a dos resultaban no de la deliberación sensata y concienzuda de ediles, sino de arreglos previos entre políticos.
En las noches, el edil Restrepo llevaba el inventario de un frigorífico. Ahí las cuentas le tenían que dar, sí o sí. Restrepo, que debe de medir más de metro ochenta, tenía que agacharse entre carnes para poner las plaquetas de inventario en las neveras y vitrinas de exhibición. Quien lo hubiera visto en esas no se le habría ocurrido que aquel trabajador juicioso era un político, que el edil Restrepo de día hacía política y de noche llevaba las cuentas.
Años más tarde esa curiosa doble faceta lo llevó al Congreso. «Yo era secretario académico de la Facultad de Economía de la Universidad del Rosario», cuenta Restrepo, «y del Congreso llamaron al decano para pedirle que presentara un candidato para asesorar a la comisión tercera». Su mejor candidato, evidentemente, era el exedil Restrepo, que atravesó por primera vez las puertas del Congreso en calidad de asesor.
III. La otra llamada del presidente
Estaba en su oficina cuando sonó el teléfono. Su trabajo era el mismo de siempre: llevar las cuentas y hacer Política. Ahora su título era rector. Rector de su alma máter, la Universidad del Rosario. Cuando ya no aguanta una sentadilla más y el instructor de gimnasio le dice que «piense en su lugar feliz», Restrepo se imagina un campus universitario. En la oficina de la rectoría, Restrepo solía detenerse a pensar en lo que piensa todo aquel al que están a punto de tentar con otro trabajo: que estaba dichoso y se veía ahí por muchos años más. Fue entonces cuando sonó el teléfono.
No duró mucho la llamada con el presidente. Lo quería como ministro de Comercio. No había mucho más que agregar. Restrepo tampoco alargó la conversación, aunque le habría gustado confesar su sueño de ser ministro de Hacienda. Se abstuvo, pues se le ocurrió que para ser ministro de Hacienda necesitaba más bagaje. La conversación terminó en el típico «Déjeme pensarlo», que lo único que logra es prolongar la mezcla de susto y adrenalina que invade a quien se sabe decidido a asumir una gran responsabilidad.
Cuando aceptó ese primer encargo del presidente, a Restrepo no le preocupaba hacer un mal trabajo. Se sentía capaz, aunque nostálgico por dejar la academia, de la que siempre ha querido estar cerca y de la que, una y otra vez, se ha visto alejado. De haber sabido que un año más tarde el comercio en todo el mundo se iba a infartar, su sensación habría excedido la nostalgia, y su semblante, de costumbre sonriente (es difícil imaginarlo sin sonreír), habría delatado preocupación.
La vida de Restrepo ha sido marcada por una serie de llamadas del mismo presidente. La segunda de ellas le heló la sangre. «Voy a cerrar el aeropuerto El dorado y los cruceros», le dijo el presidente Duque. Era marzo de 2020, el virus parecía incontrolable, y aunque los enfermos en Colombia todavía cabían en un modesto estadio de un equipo de segunda división, el pánico ya era incontenible.
Apenas colgó, el ministro de Comercio y Turismo supo que esa llamada significaba que «íbamos a pasar del mejor año en turismo al peor año en la historia». Lo que no podía saber era que el peor año se sentiría como una década. «Cada día que pasaba», dice Restrepo, «era como si pasara un mes. Cada mes, como si fuera un semestre, y cada semestre, dos años».
Entre funcionarios hay un chiste famoso que dice que los años en el servicio público son años de perro: cada uno cuenta por siete. O cada año envejece siete años al servidor, ya no recuerdo exactamente. Habría que ver cómo son las cuentas de años de perro en pandemia. Restrepo, que nunca ha dejado de llevar las cuentas, no tiene claro el cálculo, pero sí el grado de dificultad por el que se multiplicó su trabajo: «Yo sabía que ser ministro iba a ser difícil, pero en pandemia era tres veces más difícil».
En los primeros meses de la pandemia, el teléfono no paraba de sonar. Todo el día lo llamaban empresarios. Con sus operaciones detenidas en seco, el excedente de energía lo destinaban a llamar al ministro. Sus preocupaciones eran importantes: en circunstancias normales, un día sin operar era un problema; ahora, cada mes era una tragedia que se desenvolvía lentamente. «¿Qué va a pasar?», le preguntaban una y otra vez al ministro. Cientos de veces fue interrogado por un futuro que ni él, cabeza del comercio colombiano, podía prever.
«Mi respuesta», dice Restrepo, «no fue de ministro, ni de político. Fue de psicólogo: hay que construir esperanza». Los empresarios colgaban el teléfono y, comprensiblemente, no sentían alivio. La idea de construir esperanza tiene el mismo problema del color esperanza de la canción de Diego Torres (que muchos hoy no soportamos, pero que Restrepo recuerda con aprecio, como se recuerda el mantra que ayuda a superar momentos difíciles). La esperanza, tan abstracta, más que un color parece ser un éter. Nadie la ha visto, aunque a todo el mundo le parezca importante. José Manuel Restrepo lo sabe y por eso ha dedicado su vida profesional a intentar aterrizarla. Se ha esforzado por enfrascar el éter, por agarrar el color invisible y darle tonalidad.
«Eso lo aprendí como rector universitario», dice Restrepo, y hace una pausa obligada, pues tiene que sonreír como sonríe siempre que él o alguien más usa la palabra «universidad». En esa época, me cuenta, muchos estudiantes le tocaban la puerta para pedir un plazo en el pago de la matricula. «Yo lo interpretaba», dice, «como que se me acercaban a pedir una gota de esperanza». En muchos casos, la familia del estudiante lo había perdido todo y la única esperanza que les quedaba era que su hijo pudiera seguir en la universidad. El desbalance en la situación impactaba a Restrepo: lo que era crucial para una familia resultaba fácil para un rector. He ahí la ecuación fundamental del poder. O, como diría Restrepo, la oportunidad de servir. «Tampoco era muy difícil. Era llamar a la tesorera y decirle: “Oye, dale un mes más”».
Restrepo recuerda una carta que llegó a su oficina en la rectoría. «Era un joven que me decía que su único sueño en la vida era estudiar medicina en la Universidad del Rosario». No tenía dinero para matricularse. «Lo cual era un problema», agrega entre risas. No era un caso especial. Restrepo podría armar un castillo de papel con las cartas que recibía con peticiones del estilo. «Pero lo que me conquistó fue la firma», dice. «Puso: Fulanito de tal, el soñador».
—Aquí uno recibe muchas cartas —le dijo Restrepo a su secretaria—. Pero esta es una oportunidad para darle una gota de esperanza. Invite al soñador a la oficina.
Allá llegó el soñador y cuando salió tenía el camino despejado para estudiar medicina. «Al final no se graduó», dice Restrepo, que sabe que regar el terreno con gotas de esperanza no garantiza la cosecha.
Años más tarde, Restrepo, que en su vida pública se ha cruzado con tantas caras que ha tenido que olvidar la mayoría para liberar espacio mental, se topó con una que no reconoció al instante. «¿Usted no me reconoce?», le preguntó el soñador. Le contó que no había terminado la carrera en el Rosario, pero que se había graduado de otra universidad. «Gracias a usted», le dijo antes de despedirse.
Cuando el ministro José Manuel Restrepo hacía de psicólogo y les decía a los empresarios que no sabía qué iba a pasar, pero que había que construir esperanza, el empresario quedaba en las mismas. La afirmación tenía el mismo impacto que los conciertos pandémicos de las celebridades instagrameras, o sea ninguno. Pero Restrepo ha tenido siempre una pulsión por transitar rápido de lo simbólico a lo concreto. Una necesidad de respaldar las palabras con acciones. Un impulso por llenar de contenido la vasija de la abstracción. En sus años de perro en pandemia, Restrepo diseñó 170 medidas para resucitar al comercio infartado. Una medida a la vez, intentó reanimar al moribundo y no desistió ante la indiferencia del cadáver. Siguió presionando sobre el pecho y despejando las vías respiratorias. En total, 35% de todas las medidas que el Gobierno implementó para hacerle frente a la pandemia salieron de la pluma de Restrepo. Meses después se volvió a escuchar el latido del paciente.
IV. El momento estelar de José Manuel Restrepo
Lo que nadie sabe es que cuando a José Manuel Restrepo le ofrecieron el Ministerio de Hacienda, en la hora más crítica del país, él ya iba de salida. «Esto no lo he dicho públicamente», me confiesa. «Yo ya salía del Gobierno». Se retiraba de una exitosa gestión en el Ministerio de Comercio y Turismo, y aceptaba una oportunidad en el sector privado. «Muy interesante, además», añade Restrepo. Tres años de ministro en pandemia lo tenían sediento de descanso. Se iba de vacaciones con su familia para Suiza. «Ya había comprado los tiquetes», dice y suelta una carcajada. Soy yo el que debería estar riéndose. Me pregunto si Restrepo habrá escogido Suiza simbólicamente. Es imposible que sea coincidencia. Y es que Suiza es el país por excelencia con el que los colombianos comparamos el nuestro. Todo colombiano conoce el chiste con el que se procesa cada noticia absurda de las que se producen consistentemente en el país: «Imagínese vivir en Suiza y perderse este tipo de cosas».
Ese país del orden, de la ineventualidad, contenido perfectamente en la imagen de una vaca que rume despacio un puñado de pasto de una pradera verde en un paisaje apacible, contrasta con Colombia, donde las vacas no pastan en sintonía con un ritmo apacible, sino en indiferencia del caos rutinario y del folclor multicolor, a veces estremecedor, de un país cuya bandera de colores vivos ya anuncia su diferencia irreconciliable con la de Suiza y sus sosos tonos rojo y blanco.
No debería sorprender que Restrepo eligiera ese destino para vacacionar. Acababa de vivir la pandemia como ministro de Comercio en el país de las eventualidades. Era justo que, después de la hora más oscura, Restrepo eligiera ver el amanecer desde una villa campestre en el país al que no ha llegado el ruido. Solo que la pandemia no había sido nuestra hora más oscura. Era esta, en la que a Restrepo nuevamente le entraba una llamada del presidente.
«Siempre he creído que la vida es una acumulación de Yes», dice Restrepo. Primero pienso que se refiere a yes, en inglés. Pero me está hablando de bifurcaciones en el recorrido existencial. Un suizo hablaría de desvíos en la autopista. Restrepo me habla de caminos rurales. «Es como en las veredas, que siempre se llega a una Y. Si coges a la derecha, nunca sabrás como habría sido el otro lado». Finalmente, pienso, sí está hablando de sís en inglés, de yes. La vida, me dice Restrepo, es un acumulado de decisiones. El suyo lo había traído hasta acá; lo había hecho, en la hora crítica, el hombre crucial.
A diferencia de las anteriores ofertas de trabajo, esta tenía un peso excepcional. De aceptar el Ministerio de Hacienda, Restrepo estaría soportando una enorme carga. Liderando a un país necesitado de liderazgo. Encima de todo, pienso, y admito mi trivialidad, estaría tomando una decisión trascendental un domingo. ¡Un domingo, de todos los días posibles! Debe haber un refrán de abuela que advierta sobre los peligros de decidir algo importante un domingo. «Estoy poniendo en riesgo mi propio ejercicio profesional», pensó en ese momento Restrepo, «pues estaría aceptando en un momento muy difícil de la vida del país». El ministro Restrepo, que ya tenía la cabeza en una cabaña suiza, entendía que le estaban pasando la antorcha, solo que la llama ya bajaba por el mango.
«Pero yo pensé: uno no llega a este escenario por azar». Restrepo, que cree más en la causalidad que en la casualidad, hizo un rastreo rápido de las Yes de su vida. De una manera improbable, lo habían traído a la oficina del presidente esa mañana de domingo. «He sido tres veces rector de tres instituciones totalmente distintas», recordó en su repaso biográfico. El anterior ministro de Hacienda había producido una reforma técnica, sustentada en evidencia, pero desentendida de consensos sociales. Y con ello había estallado la olla. El país no clamaba por soluciones técnicas: gritaba para ser escuchado. Más que un especialista en macroeconomía, las calles pedían un ministro con el cual dialogar. Y eso, a diferencia de otros candidatos al cargo, lo tenía impregnado Restrepo:
Cuando uno viene del mundo de la educación, viene de un mundo en el que por esencia se construyen consensos. Eso es la universidad: unidad en medio de la diversidad. En ese momento se necesitaba alguien que construyera consensos. Tal vez otros economistas no tienen esa capacidad. Yo la tengo.
Por supuesto, se requería también conocimiento de la economía. Y Restrepo llevaba tres años conociéndola de cerca, de la mano del sector privado, ¡y en pandemia! (exclama él, no yo). «Yo sabía que el empresariado tenía que ser el protagonista de esa reforma tributaria». La exigencia para ellos iba a ser colosal, y era preferible que viniera del ministro con el que tenían la relación más estrecha. «También se necesitaba conocimiento de cómo funciona el Congreso». Y el exedil y exasesor del Congreso, «para ese momento ya había aprobado tres leyes. Lo había hecho, además, con una buena relación con el Congreso».
—De pronto este no es el momento más divertido —le dijo su esposa—. Pero tienes el conocimiento, la trayectoria, la relación con los actores importantes, y ya has superado momentos difíciles.
—Ninguno tan difícil como este.
Si todos los momentos felices son iguales, todo momento difícil es difícil a su manera. Las crisis forjan el carácter, pero nunca preparan para las siguientes. Cada crisis es única a su manera, y nunca se puede saber con certeza a qué se atiene quien la enfrenta. Eso a Restrepo lo preocupaba, pero no le impedía ver el brillo de la oportunidad:
—Esta es una oportunidad única. A mí no se me vuelve a presentar una situación igual. Nunca en la vida.
—Es arriesgado —le contestó su esposa—. Muy arriesgado. Pero finalmente es lo que siempre has soñado.
La pregunta de si Restrepo estaba realmente preparado para asumir el Ministerio de Hacienda es engañosa. En cierto sentido, este trabajo no sería diferente de lo que había hecho toda su vida: llevar cuentas y hacer Política. Pero asumir esa carga pesada, tan pesada, ¿alguien puede estar preparado para eso?
Arriesgaba su futuro político y su futuro profesional. Cercenaba la tranquilidad con la que ya empezaban a contar su esposa y sus hijos. Ponía en riesgo su propia seguridad personal, que en Colombia nunca está garantizada, y menos en esos días de furia y fuego.
A Restrepo le había llegado el momento a la medida del que hablaba Churchill. Ese que le llega a toda persona en el curso de su vida cuando se le ofrece la oportunidad de hacer «un acto especial, único a él, y ajustado a sus talentos». «Qué tragedia», escribe Churchill, «si el momento lo encuentra falto de preparación o de méritos para aquella que podría haber sido su hora más fina».
La llamada del presidente era el llamado. Había llegado en su hora de mayor fatiga, cuando Restrepo ya podía respirar el aire fresco de los Alpes suizos. Era un llamado que otros habían rechazado porque advertían el riesgo de «quemarse», de asfixiarse con el humo espeso de la olla explotada. La Y era atípica, la bifurcación más dramática con la que se había cruzado en el andar de su vida. Restrepo llamó a sus tres amigos más cercanos:
—Si esto sale mal, me ayudan a que me contraten en algo.
—Fresco, que le ayudamos.
Aunque respaldado por sus amigos y bancado por su esposa, Restrepo sabía que si atendía el llamado estaría solo. Una vez cruzado el umbral, caminaría solitario en su aventura en territorio desconocido, sin nadie a quién acudir —esto es lo aterrador del coraje— en un momento de temor.
Se puede estar preparado para un trabajo, pero nunca para un reto así. No hay entrenamiento que acondicione para sostener una carga de ese tipo. La tarea que le encomendaban era sacar adelante una tributaria, pero lo que en verdad tendría que hacer era sacar adelante un país que había perdido la esperanza.
José Manuel Restrepo no estaba preparado para el encargo del presidente, pero estaba dispuesto. Antes de salir de su casa releyó la frase de T.S. Eliot, que le había enviado uno de sus amigos cercanos:
Solo aquellos que se arriesgan a ir demasiado lejos descubrirán hasta dónde pueden llegar.
«Acepto, señor presidente», dijo esa mañana de domingo en el Palacio de Nariño. «Gracias por la oportunidad». Y eso, como en el famoso poema, hizo toda la diferencia.
Epílogo: las gotas de esperanza
Hoy el exministro de Hacienda José Manuel Restrepo puede caminar por las calles de Bogotá «sin problema». Con eso quiere decir que camina sin escoltas y sin paranoia. Cuando lo hace, se le acercan extraños a agradecerle. El día de nuestra entrevista, Restrepo caminó treinta cuadras, entre la calle 116 y la calle 85, y siete personas se le acercaron a agradecerle.
No le agradecen por haber aprobado una reforma tributaria en un clima político extremadamente hostil. Al transeúnte bogotano suele tenerlo sin cuidado ese tipo de cosas. A Restrepo la gente se le acerca en la calle a darle las gracias porque en su momento estelar, en su hora más oscura, en su hora más fina, actuó con coraje, y, al hacerlo, nos recordó que esa virtud habita también en nosotros.
En un país en el que escaseaba el coraje, Restrepo comprobó que la vieja frase que dice que «un solo hombre con coraje hace mayoría» sigue siendo cierta. Al aceptar el cargo cuando la llamarada derretía el asfalto, Restrepo hizo mucho más que aceptar un trabajo: detuvo un caos que podría haber acabado al país.
Asumió el puesto sin garantía de éxito. El mismo Restrepo es prudente y no califica de exitosa la reforma tributaria que hizo aprobar. «Fue positiva», dice modestamente. «Calmó el ambiente y la dinámica económica mejoró al punto de que se recuperó». Pero solo quien no haya vivido los días aciagos de mayo del 21 se atrevería a medir la gestión de Restrepo con base en la reforma. Su logro no está contenido en una ley. No puede estarlo. No hay documento que pueda plasmar lo que un acto corajudo es capaz de desatar en el ánimo colectivo, especialmente en tiempos en los que el coraje escasea. «¿Hace falta señalar», se pregunta Solzhenitsyn, «que desde tiempos antiguos un declive en el coraje ha sido considerado el comienzo del fin?».
El verdadero legado de José Manuel Restrepo fue rescatar el coraje como una posibilidad latente en el genoma del colombiano. Al poner en riesgo su carrera profesional y su seguridad personal, Restrepo nos recordó que Colombia, a pesar de todo, es un país con un historial de hombres y mujeres valientes, de personas que han defendido lo correcto, sin importar el costo. «Ha puesto en peligro su tranquilidad, su seguridad, su interés, su poder, incluso su popularidad», escribió Edmund Burke a propósito del coraje con el que Charles James Fox enfrentó a la Compañía Británica de las Indias Orientales. El costo del coraje, queda claro, es atemporal. Y la oportunidad para ejercerlo es irrepetible y fugaz. Lo sabía Burke, que cerraba con estas palabras el elogio a Fox:
Podrá vivir mucho, podrá hacer mucho. Pero esta es la cúspide. Nunca podrá superar lo que hizo este día.
Cuando desconocidos le agradecen en la calle, a Restrepo lo inunda una sensación extraordinaria. Sabe que tiene que ver con la adrenalina, pero no es capaz de poner lo que siente en palabras. «Yo me imagino que es la misma adrenalina que le genera a un pintor terminar una obra. O a un futbolista meter un gol. Si le preguntas a un futbolista cómo se siente cuando mete un gol, no va a saber responderte». Esos tres, pienso, son actos generosos. El pintor crea arte que conmueve a otros; el futbolista anota y desata la alegría del pueblo; Restrepo agarró la antorcha cuando nadie más se atrevía, y eso bien pudo haber salvado a un país.
Restrepo no habla de triunfos. A él le gusta hablar de servicio, tal vez su segunda palabra preferida después de universidad. «El servicio es una expresión de amor», dice. «Para mí, el amor es la razón por la cual estamos en esta vida. No somos una agregación de individuos en una sociedad. Somos una sociedad en la que interactuamos con los demás». Me trae a colación la obra de Tal Ben-Shahar, que ha estudiado la felicidad y que ha concluido que «la razón por la cual los seres humanos somos felices es porque construimos relaciones relevantes con los demás». El servicio, dice Restrepo, puede facilitar ese tipo de relaciones humanas. Por eso, «cuando se hace bien, o sea desinteresadamente, el servicio es la expresión más sublime de amor». Tal vez eso fue lo que en esencia hizo Restrepo: a un país que atravesaba su hora más oscura, necesitado de amor, el ministro Restrepo le realizó el acto de servicio más desinteresado de todos: al pararse frente al fuego, se olvidó de todo y renunció a sí mismo, en la máxima prueba de amor.
—No me has mencionado la palabra coraje ni una vez y yo te invité para hablar de eso —le digo a Restrepo hacia el final de la entrevista.
—Lo que pasa es que no me gusta hablar de mí mismo —dice Restrepo y sonríe.
Es tan sonriente como modesto. Por eso habla de servir a los demás y no del coraje personal. Por eso, supongo, le gusta esa idea de las gotas de esperanza. Y es que las gotas de esperanza finalmente son gotas. Pequeñas gotas.
Restrepo no se creyó salvador de Colombia en mayo de 2021. «Lo único que yo tenía claro era que había que enviar una gota de esperanza». Pedíamos un carro de bomberos con mangueras potentes y obtuvimos a Restrepo que llegó ofreciendo nada más que esperanza, el éter del que todo colombiano ha aprendido a desconfiar. Poco sabíamos que eso era justo lo que necesitaba un país que tenía el humo al cuello: nada más que una modesta gota para volver a respirar.
*Andrés Acevedo es el escritor detrás del hit cultural 13%, el principal podcast en español sobre trabajo y carrera profesional.


La tarea que le encomendaban era sacar adelante una tributaria, pero lo que en verdad tendría que hacer era sacar adelante un país que había perdido la esperanza.
¿Quieren equidad de género? Dejen de medirnos con doble rasero
EQUILIBRIO
¿Quieren equidad de género? Dejen de medirnos con doble rasero
La cancha está desnivelada y no se va a nivelar a punta de cursos de comunicación asertiva.
Por Estefanía Jaramillo Duarte*


Se va a requerir mucho más que cursos de comunicación asertiva para hacer frente a la inequidad laboral. Esta empezará a desmoronarse cuando a las mujeres se nos deje de medir con un doble rasero y al mismo esfuerzo se otorgue igual reconocimiento.
En 1999, la primera ministra de Irlanda Mary McAleese se disponía a iniciar una visita oficial al Estado del Vaticano. Junto con su equipo, esperaba en la sala de prensa el protocolario estrechón de manos con el Papa. Sin embargo, el sumo pontífice tenía otros planes. Cuando entró al recinto, dirigió su atención hacia quien estaba al lado de ella: su esposo. Ignorando el protocolo, estrechó su mano y le preguntó si no preferiría ser él el presidente de Irlanda en vez de estar casado con la presidenta. Mary McAleese intervino para advertir algo que en otra circunstancia habría resultado redundante: «permítame presentarme», dijo, «yo soy la Primera Ministra de Irlanda».
Situaciones así no son casos aislados. Por citar un ejemplo reciente, el pasado 20 de noviembre tras la primera reunión entre jefas de Estado de Finlandia y Nueva Zelanda, un periodista preguntó si se reunieron por tener edades similares. Una pregunta que, como lo señaló Jacinda Ardern, difícilmente le habrían preguntado a primeros ministros. Este caso y el anterior delatan una realidad acallada: nuestro mérito es sistemáticamente menoscabado y minimizado. En nuestra carrera profesional se nos mide con un doble rasero que además de alargar nuestro camino a los cargos de liderazgo, lo torna agotador. Una maratón en una pista llena de sesgos y atropellos.
Hagamos un breve recorrido por la carrera laboral. En el inicio, las posibilidades profesionales de hombres y mujeres se pueden visualizar como líneas paralelas, ya que se parte de la presunción de que comparten metas profesionales igualmente ambiciosas (BCG, 2017). No obstante, bastan pocos años en el mundo laboral para que sus trayectorias comiencen a distanciarse en razón de una brecha: la del primer aumento salarial.


Alrededor de los treinta, las mujeres tienen menor probabilidad de ser ascendidas, y cuando lo son, el chance de que lleguen a cargos gerenciales es 13% menor que en el caso de los hombres (Mckinsey, 2022). La diferencia, aunque parezca sutil, es una bola de nieve que desata la avalancha: a raíz de ello, en el largo plazo, el número de mujeres en cargos ejecutivos será menor al de los hombres (Mckinsey, 2022). Nuestros primeros años en el mundo laboral son un baldado de agua fría: a muchas se nos cierra la puerta del primer salto profesional.
A partir de ahí, nuestra carrera rápidamente se traslada a una pista de obstáculos, algunos visibles y otros invisibles, pero ambos contundentes. Según una investigación de McKinsey, tenemos mayor probabilidad de enfrentar microagresiones diarias que transmiten un mensaje disuasivo sobre lo difícil que será avanzar (Mckinsey, 2022). Estas y otras «sutilezas» llevan a que, por ejemplo, los proyectos que lideramos sean menos valorados que los de los hombres, que en proyectos conjuntos recibamos menor crédito, y que nuestros errores sean más penalizados en comparación con los de ellos (Nytimes, 2021).
Y si hay obstáculos que nos retrasan a la hora de perseguir nuestros objetivos, hay otros que nos distraen del rumbo. Tenemos el doble de probabilidades de dedicar buena parte de nuestra jornada laboral a tareas relacionadas con la diversidad, equidad e inclusión en el trabajo (CNN, 2022). Piense, por ejemplo, en la organización de los cumpleaños, actividades secretariales o comités de reciclaje y bienestar en el trabajo, ¿Quién suele organizarlas? Estos y otros casos muestran que los roles que naturalmente se nos asigna no tienen nada de estratégicos, sino que son principalmente operativos (HBR, 2003). Además de que no abonan el terreno para asumir cargos de alto nivel, en el 40% de los casos ni siquiera son reconocidos en las evaluaciones de desempeño (Mckinsey, 2022). Lo curioso es que si nos abstenemos de participar en ellos, tenemos mayor probabilidad de que nos califiquen negativamente por no «ayudar» (Heilman & Chen, 2005).
Por su parte, las evaluaciones de desempeño de las mujeres suelen ser ambiguas, hacen menos referencia a los objetivos planteados y tienden a estar enfocadas en comentarios relativos a la personalidad, cosa que no sucede con los hombres (Sieghart, 2021 p.292). Estos sesgos afectan la medición objetiva de resultados al punto que ellos son calificados hasta 70% más alto que las mujeres por alcanzar las mismas metas, una diferencia que llega a 75% en posiciones senior.
Como consecuencia, la brecha entre los ascensos laborales y las evaluaciones es escandalosa: los hombres son promovidos a posiciones hasta catorce veces más altas que las de mujeres que obtienen los mismos resultados (Sieghart, 2021) ¿El mensaje? Al mismo esfuerzo no se otorga igual reconocimiento. Los sesgos organizacionales y falta de oportunidades en el día a día resultan en que nuestro trabajo se valore menos, nos quedemos atrapadas en roles invisibles y desgastantes, y nuestras posibilidades de desarrollo profesional sean sistemáticamente menoscabadas. Mantener la moral alta en el tiempo se convierte en un verdadero acto de resistencia.
En el entretanto, la reacción común es pedirnos que seamos más asertivas. En virtud del mito de la «brecha de ambición» se nos responsabiliza del estancamiento profesional. Se nos dice que por falta de confianza «no negociamos», «no entramos en profesiones altamente remuneradas» y «no aplicamos a cargos de liderazgo» (O’Connel, 2023). Pero atribuirnos las razones de esta inequidad es equivocado, pues las mujeres si preguntamos y negociamos tanto como los hombres. Otra cosa es que sea más probable que nos contesten con un «no» (Artz, Goodall, & Oswald, 2018).
El síndrome del impostor, si bien es padecido mayoritariamente por mujeres, no es la única ni principal causa de nuestra brecha laboral. Por cada cinco mujeres que negocian su salario, sólo una obtiene el aumento (The Guardian, 2022). En contraste, la tasa de respuesta positiva a los hombres no sólo suele ser comparativamente más alta, sino que hay casos en los que ni siquiera tienen que preguntar. Un estudio encontró que, aún en profesiones en las que se considera que no existe brecha de género, la oferta salarial para hombres fue hasta 8% más alta sin haberlo pedido y sus hojas de vida fueron elegidas mayoritariamente, pese a ser idénticas a las de las mujeres (Begeny, Ryan, Moss-Racusin & Ravetz, 2020).
Por si fuera poco, en las negociaciones salariales se nos aplica un doble rasero: si somos inseguras, se nos cierran oportunidades, pero si tenemos confianza en nosotras mismas, también. Esto es lo que Stefanie O’Connell Rodriguez ha denominado la «multa a la ambición», que consiste en los costos sociales, económicos y profesionales que enfrentamos cuando perseguimos metas profesionales ambiciosas. En un experimento se constató que, aun teniendo las mismas evaluaciones de competencias que los hombres, las mujeres que negociaron fueron calificadas de poco agradables y «menos contratables», sus ofertas laborales fueron mayoritariamente rechazadas y tanto mujeres como hombres reportaron aversión a trabajar con las candidatas (O’Connel, 2023). La hostilidad hacia mujeres en cargos directivos suele darse mayoritariamente hacia las que los buscan activamente que hacia quienes fueron espontáneamente asignadas (Toneva, Heilman, & Pierre, 2020), lo cual demuestra que la palabra ‘ambición’ cuando está al lado de ‘femenina’ genera una mezcla agria para muchos (Sieghart, 2021).
Estas piedras en el camino resultan en que tome más tiempo y esfuerzo llegar a la cumbre. El recorrido de una mujer desde su primer trabajo hasta el nivel ejecutivo requiere en promedio 17 ciclos de evaluación profesional y 208 proyectos exitosos, mientras para un hombre bastan 8 revisiones de desempeño y la mitad de proyectos (New York Times, 2021). Cuando llegamos a puestos de liderazgo, la odisea no termina. Las mujeres senior tienen mayor probabilidad de que sus colegas sugieran que no están calificadas para el cargo, el doble de que las confundan con alguien junior (McKinsey, 2022) y 37% de ellas reportan que colegas se apropian de sus ideas (CNN, 2022).
La profesora Caroline Heldman concluyó que cerca de un tercio de las mujeres y dos tercios de los hombres tienen sesgos negativos hacia las mujeres con altos cargos. Uno de esos es el «prove it again bias», o sesgo de demostración continua, por el cual deben probar reiteradamente que son competentes para el cargo que ocupan, de ahí que sus errores, actitudes y hasta vestimenta sean sometidos al máximo escrutinio (Sieghart, 2021). Así, la brecha de autoridad lleva a que se nos juzgue más por lo que llevamos puesto, por nuestra edad o por el tono de nuestra voz, que por nuestra gestión.
Ser líder en dichas circunstancias se vuelve más extenuante de lo que suele ser. Por eso, las mujeres ejecutivas están renunciando en tasas nunca antes vistas: por cada mujer que es promovida al nivel de directora, dos se van, lo que empeora la representación en cargos directivos (CNN, 2022). La reciente renuncia de la Primera Ministra de Nueva Zelanda por agotamiento laboral (BBC, 2023) es solo uno de los muchos ejemplos que se pueden citar al respecto.
Es evidente que el terreno de juego no es el mismo. El nuestro está permeado de barreras y sesgos estructurales de los que poco se habla. Por supuesto hay mujeres que han logrado ser la excepción a la tendencia, pero justamente ese es el problema, que sean la excepción y no la regla. Las cifras dejan un mensaje contundente: se va a requerir mucho más que cursos de comunicación asertiva para hacer frente a la inequidad laboral. Esta empezará a desmoronarse cuando a las mujeres se nos deje de medir con un doble rasero y al mismo esfuerzo se otorgue igual reconocimiento. Hasta entonces y sin importar cuántas lleguen a la cumbre, la equidad no será más que un espejismo. Una maratón de obstáculos que no termina, ni siquiera cuando estamos a cargo.
*Estefanía Jaramillo Duarte es profesional en gobierno y relaciones internacionales de la Universidad Externado de Colombia. Es colaboradora de CUMBRE y se desempeña en el sector público internacional.
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Se va a requerir mucho más que cursos de comunicación asertiva para hacer frente a la inequidad laboral. Esta empezará a desmoronarse cuando a las mujeres se nos deje de medir con un doble rasero y al mismo esfuerzo se otorgue igual reconocimiento.
Lina Mejía: de bajo perfil y alto impacto
PERSONAJES
Lina Mejía: de bajo perfil y alto impacto
Lina Mejía lidera una editorial que ha llevado más de siete millones de libros a algunos de los lugares más recónditos de Colombia y que, en el proceso, ha conjurado un espécimen escaso entre los campesinos: el lector. Esta es su historia y, por lo tanto, la del mayor secreto editorial del país.
Por Andrés Acevedo Niño*


Lina Mejía es sensata, piensa uno, pues dice que cumplirán «en la medida de lo posible». Pero luego uno recuerda que la medida de lo posible de Lina Mejía no es como la del promedio: con la suya ha repartido más de siete millones y medio de libros en Antioquia.
Quien despega del aeropuerto de Medellín puede advertir, si se asoma por la ventanilla del avión, el hermetismo topográfico de Antioquia. Las montañas, vistas desde arriba, parecen insondables. Una tras otra se encadenan como si trataran de resguardar, en el verde espeso, una joya preciosa o un secreto terrible. Al verlas, uno no puede evitar pensar en los arrieros de antaño, que cuando por fin terminaban de abrir el camino, cuando conquistaban a fuerza de sudor y machete la cima de la montaña, no eran recibidos por un glorioso baño de sol, sino por una revelación abrumadora: su trabajo no había concluido. En frente estaba la siguiente montaña, igual de encadenada, verde y virgen. Un panorama que le recordaba al arriero que el oficio que había elegido era, por su naturaleza, interminable.
En mi sueño despierto de avión, pienso en la topografía accidentada de Antioquia, que ha hecho que sus municipios periféricos estén alejados de los centros urbanos, no tanto por kilómetros de distancia, sino por una maraña de ríos y montañas que dificultan el acceso a ellos. Recuerdo una vez que me aventuré a uno de esos municipios lejanos. San Carlos, Antioquia, queda tan lejos que uno no dice que fue «a» San Carlos, sino «hasta» San Carlos. En la imagen del recuerdo, veo la sucesión de municipios que me separaban de mi destino: Marinilla-El Peñol-Guatapé-San Rafael-San Carlos. Los veo impresos en los letreros de los buses con los que me cruzaba en la vía, y que anunciaban todas esas paradas, salvo la última, pues San Carlos queda tan lejos que ni el bus se atreve a ir hasta allá. Pero hay otra imagen que se me presenta más nítida: la de las lianas que atravesaban la carretera vacía entre San Rafael y San Carlos y que parecían tejer un techo verde por encima de la blancura de mi carro.
A pesar de tratarse de un municipio alejado, la carretera estaba en buen estado, lo que supuse se debía al escaso tránsito de vehículos desde y hacia San Carlos. Se encontraba uno, eso sí, con el cráter ocasional. Esta, a diferencia de otras carreteras, no había sido perforada por el tráfico pesado que gradualmente desgasta el asfalto, sino por el olvido que se había comido baches enteros de pavimento y ofrecía al viajero huecos sin fin, testigos permanentes del mantenimiento inexistente de una carretera olvidada. Allá iba yo, bajo las lianas, esquivando los cráteres, y cruzando puentes sobre los manglares —que no sabía que existían— en la periferia rural de Antioquia.
De repente: una Y en la carretera. Mi camino se bifurca. Tanto la derecha como la izquierda se me antojan igual de prometedoras y la ruta que el mapa de mi celular me ha trazado no se da por enterada de la división que veo en frente. Estoy solo en medio del paraje y la decisión es toda mía. No hay nadie a quien pedir indicaciones ni tampoco opción de ver qué dirección toman los otros carros, pues no hay ‘otros carros’. Mi intuición me dice que siempre debo ir por la derecha así que decido girar a la derecha. Nada me confirma que haya escogido bien pues no hay señalización y el mapa del celular no se ha actualizado. Me convenzo de que la carretera que veo en la pantalla del celular es producto de la imaginación y no de una fotografía satelital.
Han pasado varios minutos desde mi decisión existencial, y he llegado a una carretera sin pavimentar. Me topo con una volqueta que marca el fin del camino. Veo los trabajadores de la construcción, abriendo carretera allí donde no la hay. Son la avanzada de la civilización: están garantizando que en el futuro quien tome la decisión incorrecta en la Y —como yo— pueda llegar a algún lado a pesar del error. Me les acerco con la tímida admiración de quien nunca ha ensanchado las fronteras de la humanidad y me miran con la curiosidad de quienes no están acostumbrados a ver personas sin uniforme. Me dicen que me equivoqué, que tendría que haber girado a la izquierda. Les agradezco la confirmación de lo obvio y doy media vuelta.
Llego, finalmente, a San Carlos. Veo más soldados que policías. Es una imagen extraña para el citadino, pero frecuente para el campesino colombiano. Doy una vuelta a la plaza principal, todavía en el carro, y parqueo, a decir verdad, en un lugar en el que no debería hacerlo. Es altamente improbable, razono en medio de mi cansancio, que en este pueblo haya un agente de tránsito y, menos aún, que, de haberlo, tenga motivaciones para castigar mi infracción. Escruto el panorama en busca de la panadería más grande y me dirijo a ella. Pido buñuelo y avena, pues supongo que es una recompensa apropiada para quien se ha aventurado más allá de los pueblos cercanos y ha alcanzado un territorio olvidado.
Mi aventura a San Carlos es lo primero que me viene a la mente cuando me entero que en Antioquia existe una fundación que lleva libros a las veredas rurales más lejanas del departamento. Me dicen que se llama Secretos Para Contar y que debería intentar entrevistar a alguien que trabaje ahí. Me recomiendan, eso sí, que no vaya a contarles sobre mi travesía hasta San Carlos, pues si yo he llegado hasta el campo antioqueño, los de Secretos llegan «al campo del campo». Me explican que, comparado con lo de ellos, lo mío no es un gran logro. Noto que la advertencia procede de buenas intenciones así que me comprometo a no mencionar a San Carlos, ni a decir palabra de los cráteres y de las lianas que vi aquel día.
Cinco minutos antes de mi entrevista con Juan Luis Vega, que trabaja para la fundación Secretos Para Contar, hago una pausa para recordarme mi promesa: «ni una palabra sobre San Carlos», me susurro. Empieza la entrevista y me olvido hasta de mi nombre. No hay posibilidad de que recuerde mi promesa, mucho menos de que me mantenga fiel a ella. «El otro día fui a San Carlos…», me escuchó a mí mismo expulsar las palabras vedadas y sé que no hay manera de atajarlas.
Le cuento a Juan Luis que me tomó cuatro horas llegar hasta San Carlos y que estaba orgulloso de mi travesía. Se ríe. «Yo a veces me demoro cuatro días para llegar a una vereda», me dice. Juego, entonces, mi otra carta: le digo que esquivé cráteres en una carretera tan abandonada que ha sido consumida por las lianas. No lo noto impresionado, pero no lo culpo: para quien está acostumbrado a empujar carros en el fango de las veredas más recónditas de Antioquia, para quien ha cargado cajas de libros por cuestas pedregosas y para quien ha seguido adelante a pesar de ser advertido sobre los peligros que le esperan, mi relato ha de parecerle poco más que una simpática anécdota de turista.
Qué clase de trabajador, me pregunto, se compromete con lo que en el papel suena tan bien —llevar libros a las familias campesinas más olvidadas— pero que en la realidad resulta tan dispendioso. Ahora que conozco a Juan Luis advierto algo que ha debido parecerme obvio: este no es un trabajo para quien apenas aspira al dinero. Este es un trabajo, claro, para aventureros.
Juan Luis, que estudió biología, es un amante de los ríos. Cuando le pregunto por el lugar más memorable al que ha ido a entregar libros responde, no sorprendentemente, con un municipio de ríos: Vigía del Fuerte. Es la primera vez que escucho ese nombre. Vigía del Fuerte es especial para Juan Luis no solo por sus ríos cristalinos, sino porque su conexión con la zona es, ante todo, nostálgica: «Cuando yo era niño», me cuenta, «mi papá estaba haciendo el año rural de medicina en Vigía». Curiosa coincidencia pues abro el mapa para buscar a Vigía del Fuerte y apenas si puedo encontrarlo, a cuestas del río Atrato, en la frontera con el departamento del Chocó. No es precisamente un destino popular ese que ha visto cruzarse, de manera improbable, los caminos del padre y del hijo.
Como no es destino frecuente de nadie, el vuelo que tomó Juan Luis en el aeropuerto Olaya Herrera de Medellín para llegar a Vigía del Fuerte fue un charter privado. Juan Luis iba sentado en el puesto del copiloto, mirando a través de la ventanilla y maravillándose con el paisaje. «Veía un río que serpenteaba por el valle hasta encontrarse con el Atrato». En pocas horas él mismo estaría remontando, a bordo de una lancha, esas mismas curvas zigzagueantes de la culebra de oro y bronce que divisaba desde el aire.
Durante el descenso final, a Juan Luis le llegan recuerdos vagos de su infancia fugaz en Vigía del Fuerte. Con claridad recuerda que la pista antes «quedaba en pleno pueblo, al lado del hospital». Ahora hay una nueva pista, en plena selva. Aterrizan y lo primero que hacen es descargar las cajas con libros y subirlas a la lancha que los llevará hasta el pueblo. Allá se reúnen con los maestros de las escuelas cercanas, a quienes les presentan la nueva colección de Secretos Para Contar; les entregan las guías pedagógicas, y les piden ayuda para terminar de ajustar la ruta milimétrica que han trazado para poder llegar hasta la última vereda de Vigía y llevar, a cada casa campesina, los libros prometidos.
Armada la ruta, lo que sigue es encontrarse con el lanchero que han contratado previamente (en Secretos, la improvisación se reserva únicamente para cuando es estrictamente necesaria, cosa que sucede a menudo). No tengo que preguntarle por el nombre del lanchero porque es de esos nombres que en sí mismos son una anécdota. «José La Verdad», dice. Luego precisa: «Don José La Verdad». Es la primera vez que oigo un nombre así. Nombres como ese, pienso con ínfulas de poeta, solo pueden brotar como la flor escasa: allá donde no alcanza a llegar la mano arrasadora del hombre.
Con la ayuda de Don José La Verdad cargaron las cajas en la lancha y se embarcaron hacia el Atrato. «Apenas arrancamos», cuenta Juan Luis, «se nos inundó la lancha». Don José, acostumbrado a cargar su lancha con pescado, no tuvo en cuenta lo pesado que pueden resultar cientos de libros. Por la hendidura que solía alzarse sobre el nivel del río se empezó a filtrar agua.
—Ahí si me asuste —recuerda Juan Luis, que se ríe mientras recrea la anécdota.
—¿Y no pensaron en botar las cajas para salvarse? —le pregunto.
—No, cómo se te ocurre —dice—. Eso sería lo último.
Tuvieron que devolverse al puerto, buscar una nueva lancha y empezar de nuevo.
Cargados los libros en la segunda lancha y comandados por Don José La Verdad, navegante eterno de esas aguas, «los de los libros» —como ya los conocen en todas partes de Antioquia— se enrutaron de nuevo a cumplir con su promesa. Remontando el Atrato, se enteraron de cosas que solo podrían conocer por boca de alguien que se llame Don José La Verdad. Les habló —como si en vez de un lanchero de un pequeño pueblo colombiano fuera un navegante portugués del siglo XV— de los misterios de esas aguas y de los monstruos marítimos que habitan en las profundidades. Les contó sobre el «mero gigante, que se traga los barcos» (nótese que habla de barcos, no de lanchas), y les pidió que guardaran silencio para no alertar al monstruo del Atrato sobre su humilde presencia.
El Atrato, me explica el biólogo, es café pues las arenas de la montaña se desprenden y se sumergen en el río. La lancha de Don José se retira de las aguas cafés del Atrato y se adentra en otro río. Este es cristalino, como los que tanto le gustan a Juan Luis. Además, es bajito, «entonces toca bajarse a empujar la lancha contra la corriente». Cuando alcanzan la profundidad suficiente vuelven a abordar y, como si le hubieran puesto play a la grabadora, continúa el recorrido guiado de Don José. Les señala árboles y pájaros; les enseña sus nombres y sus particularidades; les cuenta anécdotas y solo interrumpe su relato cuando una patrulla del ejército les ordena orillarse.
«Por allá no pueden ir», les dice el líder de la patrulla cuando Juan Luis le muestra el mapa con la ruta de Secretos Para Contar. «Es peligroso», explica el soldado, y luego suelta una frase premonitoria: «si siguen adelante, no nos hacemos responsables de su seguridad».
Incierto de si continuar el viaje o regresar, Juan Luis se voltea para consultar con Don José La Verdad, que desestima la advertencia y le dice: «Por allá hay pura familia. Pura familia». ¿Cómo habría peligro donde hay pura familia? Juan Luis decide confiar en Don José, que, después de todo, hasta en el apellido carga con la verdad.
La decisión de seguir adelante produjo un hecho inédito en las veredas más recónditas de Vigía del Fuerte. Por primera vez en esos parajes se vio descender de una lancha, ya no hombres en camuflaje ya no pescadores, sino hombres y mujeres vistiendo pantalón largo, botas pantaneras, y una camiseta azul brillante con un logo naranjado. «Los de los libros» acababan de conquistar un nuevo territorio en el mapa de Antioquia.
El gran logro de Secretos Para Contar no es tan solo llevar libros hasta los sectores más apartados de la ruralidad antioqueña. Es, en realidad, contagiar a miles de campesinos con la afición por la lectura. Por eso, en Secretos Para Contar importan las formas: cómo se llevan esos libros. «No es entregar y desentenderse», dice Juan Luis. Llegar es apenas la mitad del trabajo. Luego hace falta cautivar a las familias, introducirlas al universo del libro, y garantizar que el destino de esos libros no sea el de acumular polvo en un rincón olvidado de la casa. Para eso hace falta entusiasmar a los que reciben los libros. Y el entusiasmo, se sabe, solo se puede transmitir si el que lo entrega está, a su vez, entusiasmado. Este trabajo, concluyo, no es solo para aventureros: también es para gente alegre.
El relato de Juan Luis me hace plantearme la pregunta que está implícita en el éxito de Secretos: ¿Cómo contagiar a no lectores de la pasión por los libros? No hace falta que se lo pregunte a Juan Luis pues con el final de su narración resuelve por vía indirecta mi inquietud.
«La última escuela en Vigía era muy pequeña y no había dónde colgar las hamacas para dormir», me cuenta. «Como ya se estaba haciendo tarde», dice y baja la voz, «nos llevaron a una casa toda misteriosa». Ahora su tono de voz no es el de quien contesta una entrevista sino el de quien cautiva a una audiencia. Su cadencia produce misterio y me adentra en la selva y en aquella noche que Juan Luis pasó en una casa misteriosa en Vigía del Fuerte.
«Ya estaba medio oscuro», sigue con su relato, «y como en la casa no había dónde colgar la hamaca, con la ropa hicimos una estructura y ahí nos acostamos. Pero casi no dormimos porque los ruidos de la selva venían de todas partes y no podíamos reconocerlos». En mi mente se reproducen esos mismos sonidos, como si hubiera sido yo, y no él, el desvelado. «Estábamos en un lugar que no conocíamos y no sabíamos qué tipo de bichos había en esa selva. No dormimos en toda la noche, escuchando los sonidos que nos tenían atrapados y que solo nos soltaron cuando aclaró y empezó a salir el sol». Termina su relato y hay un silencio. El silencio se prolonga y me acuerdo de que lo estoy entrevistando y de que debo hacerle la siguiente pregunta. Apenas me estoy reponiendo de mi lapsus mental cuando entiendo ya la magia de Secretos: he sido capturado por el arte milenario del cuentero.
Durante diecinueve años, Secretos Para Contar ha normalizado lo excepcional. Durante diecinueve años, un grupo de jóvenes aventureros, entusiastas de los libros, cuenteros y animadores como Juan Luis Vega, han escalado montañas, atravesado ríos, y se han internado en la impenetrable manigua antioqueña para conjurar entre los campesinos un espécimen raro: el lector.
En la cabeza de la operación está Lina Mejía, una mujer sobre la que sabemos poco. Es una mujer reservada que ha heredado de su padre el bajo perfil. Buscarla en Google es un ejercicio infructuoso: ninguna entrevista, una escasa foto. Hace unos años, me confiesa, no habría dado esta entrevista. Yo le contesto que es importante que se conozcan historias como la suya. «Puede ser», me responde todavía escéptica. Pero su reticencia no reduce mi convicción. Es tal el desafío que Lina Mejía ha planteado a una topografía indomable y tan grande el impacto que con ello ha causado que estoy convencido que Secretos Para Contar debe dejar de ser un secreto.
Lo que más deslumbra a quien conoce por primera vez a Secretos Para Contar es su logística. Hay que verlos llegar a una vereda: ya en una procesión de mulas que descienden en zigzag por un camino empinado; ya en un jeep que se desliza por el fango; ya en una marcha por un camino de piedras, pues hay veredas de Antioquia cuyas trochas no son aptas ni siquiera para las motos. A veces en las procesiones de Secretos no hay jeeps, otras veces no hay ni siquiera mulas, pero siempre hay personajes con camisetas azul brillante con un logo naranjado y con cajas de libros entre manos.
No hay un punto de la geografía antioqueña al que no haya llegado Secretos. «A muchas de estas veredas», me explica Lina, «no iba nadie. Ni siquiera las autoridades». Hace diecinueve años, cuando Secretos empezó a distribuir sus libros, nadie se atrevía a entrar a muchos de esos lugares pues estaban plagados de minas quiebrapatas. Y cuando no eran las creaciones perversas del hombre, era la naturaleza caprichosa la que dificultaba el trabajo de Secretos. Como en el caso del municipio de Peque, que, incrustado entre las montañas (sus habitantes dicen que esa —y no Medellín— es la verdadera capital de la montaña), da la impresión de ser, como Machu Pichu, inalcanzable para conquistadores.
Busco a Peque en Google y no puedo creerlo. Me sorprende la osadía de sus primeros pobladores al asentarse allí, en medio de la montaña. Luego me acuerdo de que hasta allá llega Secretos. «No solamente hasta allá», me dice Lina, «hasta las veredas de Peque, que están mucho más adentradas en las montañas». Es inaudito: Secretos Para Contar llega a lugares que incluso los mismos habitantes de Peque dirían que están «ya muy lejos».
Al decidir llegar a todas las familias de Antioquia que tuvieran al menos un hijo en la escuela pública, Secretos Para Contar desafió una de las reglas más básicas de las iniciativas sociales. La regla que dice que todo proyecto vive en el espacio que existe entre el ideal y la realidad. Ante las limitaciones de la realidad siempre hay que negociar y, por lo general, es uno el que termina cediendo. Lo normal era que el plan original de Secretos se fuera ajustando a medida que chocaba con la naturaleza espesa, irregular y accidentada de Antioquia. Podrían, seguramente, llegar a la mayoría de los municipios, pero ¿a todas las veredas? Imposible. Aun así, en la mesa de negociación entre Secretos y la naturaleza, ninguno quiso ceder. Ni la naturaleza, que permaneció infranqueable, ni Secretos, que se comprometió a llegar y no piensa —ni cuando se inunda la lancha, ni cuando el ejército los advierte— incumplir su promesa. Todo proyecto se hace un lugar entre el ideal y la realidad. Excepto Secretos Para Contar.
Yo también, confieso, hago parte de los deslumbrados por la logística de Secretos. Veo los videos de las procesiones de mulas con cajas de libros al lomo y vuelvo a pensar en mi viaje por carretera a San Carlos. Si el mío fue un trayecto largo, los de Secretos, además de largos, son difíciles. Si ya me vanaglorio de mi ida a San Carlos, ¿cómo sería si fuera yo el que llegara en mula hasta Peque? No pararía de hablar de mi aventura o, como probablemente la llamaría, mi gesta. Por eso me sorprende que Lina Mejía no quiera hablar tanto de la llegada. Es cierto que llegamos a muchos puntos de Antioquia, me dice, pero no se trata solo de llegar. También importa cómo se llega y con qué se llega.
Lina Mejía hace más énfasis en los libros, en sus contenidos y su edición, y en la ceremonia en la que se entregan. Secretos Para Contar tiene una manera específica de actuar, una energía especial, una manera de desarrollar el proyecto que los hace únicos. En la concepción de esa ética fue importante Luz Mercedes Maya, más conocida como ‘Tita Maya’, que además de ser música, trajo al proyecto una vasta experiencia en pedagogía. La mezcla del amor por los libros de Lina Mejía con la pedagogía artística de Tita Maya es lo que explica que, aunque a los habitantes de Vigía del Fuerte les haya llamado la atención que extraños con camisetas azules desembarcaran en sus veredas, lo que realmente los haya deslumbrado fuera la puesta en escena que sucedió a continuación. Secretos es posible gracias a su logística, pero es su ética y su estética lo que la hace entrañable y duradera.
Secretos Para Contar es acerca de llegar, de cómo llegar, y de con qué llegar. En ese último punto, como en los anteriores, nada se dejó al azar. Desde el comienzo fueron deliberados: establecieron que uno de los principios de Secretos era que los libros serían de la mejor calidad posible, libros tan buenos «que causaran envidia en la ciudad». A veces, a Lina Mejía se la ve en ferias de diseño: está buscando ilustradores para los libros de Secretos. «Los mejores ilustradores», diría ella, que insiste en que una de las cosas que más disfruta hacer en Secretos es editar los libros. Secretos Para Contar se mueve en lo macro, cuando despliegan el mapa de Antioquia y trazan las rutas, pero también se mueve en los detalles: en esta coma que no va aquí, en el Pantone de la portada que es este verde y no aquel otro, en la calidad del hilo con el que cosen, con dedicación, cada uno de los millones de libros.
Lo normal para una exitosa empresaria sería que dedicara un par de horas libres a esta fundación. Pero para Lina Mejía Secretos no es un pasatiempo filantrópico. Ella se toma Secretos con la misma seriedad con la que asume su trabajo en las empresas familiares, si no es que con más. La razón, sospecho, es que este proyecto vive cerca de su corazón. Y no solo porque ahí se cruzan dos de sus grandes intereses, la cultura y la educación, sino porque el origen del proyecto está íntimamente ligado a su padre.
Santiago Mejía, el padre de Lina Mejía, había ido a visitar a unos amigos campesinos en una vereda cercana a su finca y, como acostumbraba a hacer, les llevó regalos. Esa vez, sin embargo, no llevó electrodomésticos ni ollas para la cocina: llevó libros. Y se sorprendió, me cuenta Lina, al «percibir que ningún otro regalo —posiblemente mejores regalos, como equipos de sonido— había generado tanto agradecimiento como esos libros».
Los campesinos habían incluso puesto en práctica lo que aprendieron en los libros. Uno le contó a Santiago que había construido una huerta siguiendo las instrucciones que traía el libro, mientras que otro había empezado a nombrar —por primera vez— animales que llevaba viendo toda la vida, pero que, hasta la llegada del libro, no eran el toche y el armadillo, sino tan solo sus anónimos vecinos.
Al compartir su experiencia con varios amigos y con su familia, coincidieron en que allí podría haber un hallazgo. Y es que hasta ese momento se tenía la idea de que el campesino no leía por falta de interés. No se había contemplado la posibilidad de que no leyeran, en realidad, por la simple falta de libros. «¿Qué hacemos al respecto?», se preguntaron, y ahí se plantó la semilla de Secretos para Contar.
Que Lina Mejía hiciera parte de la conversación en la que su padre contó su experiencia con los libros no era extraño. De hecho, toda su vida llevaba siendo parte de ese tipo de conversaciones. Cuando se terminaba de cenar en casa de los Mejía, nadie se iba a ver televisión ni se encerraba en su cuarto. Se quedaban sentados en la mesa del comedor, conversando. «Era una tertulia sin fin», dice Lina. «En ese entonces todos íbamos a la tertulia vestidos, muy bien puestos. No como hoy que la gente llega a la casa, deja todo tirado, y se pone una sudadera». Las tertulias sucedían en la mesa del comedor o alrededor de la biblioteca, «que era un punto clave de la casa». Se conversaba de todo: desde lo más trivial, como el último acontecimiento deportivo, hasta lo más importante, como la necesidad de construir un segundo piso para el aeropuerto de Medellín.
Sus padres querían saberlo todo y contarlo todo. Cosa extrañísima en una sociedad en la que los señores eran serios y mantenían a sus esposas —ni que decir a sus hijos— al margen de los negocios. En casa de los Mejía, en cambio, «mi papá, que era un hombre muy inquieto y que le gustaba estar en todo y aportar en lo que pudiera, nos involucraba a todos por igual». Les preguntaba, por ejemplo, qué opinaban sobre una propiedad que estaba considerando comprar. «Por supuesto que antes nos había contado muy bien cómo era esa propiedad, qué características tenía, por qué a él le parecía buena, mala, cara o barata». De todos se esperaba participación. No importaba que el hermano menor tuviera tan solo cinco años, él también se iba formando una idea del estado de la propiedad raíz en Medellín.
En esas conversaciones Lina Mejía descubrió que la buena vida era la vida amplia. En la que caben negocios familiares y también iniciativas sociales. Cuando su padre cumplió treinta, fundo, con unos amigos, la fundación Fraternidad, que aún existe y que continúa aportando a diferentes causas sociales en Medellín. En la tertulia doméstica, Santiago Mejía relataba sus jornadas de trabajo, y un observador despistado se llevaría la impresión de que tenía múltiples trabajos. Hablaba de negocios privados, pero de repente saltaba a su visita al hospital que apoyaba la Fundación y luego explicaba cuánto costaba darles educación a niñas huérfanas. En realidad Mejía tenía un solo trabajo: para él, como para varios empresarios antioqueños del siglo XX, las esferas públicas y privadas no estaban separadas, sino que eran una sola. En las conversaciones familiares, Lina Mejía se permeó de una sensibilidad social especial y se convenció de que era posible transformar las realidades de la ciudad y, por qué no, del departamento. «Mi padre contaba tan vívidamente sus ocurrencias en los negocios y en la Fundación que uno veía que las cosas sí podían pasar, que las transformaciones eran posibles», dice Lina.
Para que una idea germine debe caer sobre terreno fértil, sobre un cerebro dispuesto a fecundarla con su energía vital. El descubrimiento de Santiago Mejía sobre el impacto de los libros en los campesinos podría haberse esfumado como les sucede a tantas inquietudes sociales o ideas de negocio a las que el mero paso del tiempo disuelve. La intriga del padre podría haberse quedado en una obsesión pasajera, de esas que, intensas en su momento, a duras penas se recuerdan pasado un tiempo. Pero esa vivencia cayó en el terreno más fértil que podría haber deseado. La idea se sembró en Lina Mejía, que agarró el hallazgo del padre y le imprimió un ímpetu irresistible.
«Lo primero que hicimos», cuenta Lina, «fue adelantar dos exploraciones». Primero se preguntaron si en las casas campesinas había libros, y la respuesta fue un contundente «no». A decir verdad, en los seiscientos hogares que analizaron, sí aparecía un libro frecuente: la Biblia. «Pero muchas veces», explica Lina, «lo tenían abierto en un salmo de protección». Aparte de eso, nada. La conclusión parecía obvia: el campesino siente indiferencia por el libro.
Y la conclusión se habría mantenido de no haber sido por la segunda exploración: ¿usted quisiera recibir libros? Ahí la aparente indiferencia se derrumbó y los ojos de los campesinos se iluminaron para revelar la verdad: «Para la gente del campo», dice Lina, «el libro todavía tiene mucho valor». Para ellos, los últimos cincuenta años de progreso tecnológico, que han permitido a casi cualquiera publicar un libro, no han transcurrido. El libro aún guarda el misticismo que tenía hace cincuenta años para la gente de la ciudad, cuando se podía tener la certeza de que «un libro editado, por lo general, era un libro muy bueno». En el campo, la escasez del libro había preservado el brillo de un objeto que, en realidad, nunca ha perdido su valor.
«Yo guardo estas estampitas religiosas», les contó una campesina, «no para rezar, sino porque, a menos que lea esto, se me olvida leer». Otro les explicó que compraba la panela, que venía envuelta en papel periódico, «en parte para tener algo que leer». La gente quería leer y no tenía libros a la mano.
—¿Por qué decidieron publicar sus propios libros? ¿Por qué no simplemente compraron libros para llevar al campo? —le pregunto a Lina.
—Porque nada estaba escrito para gente del campo, ni les era pertinente, pues no había sido pensado para ellos —me contesta—. La idea era llegar con un libro que pueda interesar a toda la familia. Algo del estilo de los magazines de Selecciones o El tesoro de la juventud en los que podías pasar de la historia de Napoleón, contada en cuatro páginas, a una poesía de Lorca y de ahí a una receta de empanadas.
Muy pronto, en Secretos Para Contar llegaron a una conclusión que marcaría el rumbo del proyecto: «Vamos a tener que producir nosotros mismos los libros».
La historia de Secretos Para Contar es una de elecciones difíciles que se amontonan sobre otras elecciones difíciles. Entre el camino conveniente y el camino difícil, siempre han optado por el difícil. Y no porque en Secretos tengan vocación de mártires: han escogido el camino difícil porque han sabido reconocer que solo recorriéndolo podrán causar el impacto que pretenden. La idea de llevar bibliotecas al hogar —a diferencia, por ejemplo, de crear una gran biblioteca comunitaria— tiene una lógica particular de transformación: «Las casas en las que hay bibliotecas», dice Lina —y no puedo evitar pensar que se trata de una afirmación, en parte, autobiográfica—, «se prestan para incitar la conversación y para criar lectores».
El potencial de transformar una realidad es una cosa frágil. Suele diluirse en medio de la conformidad y de la conveniencia. Las fundaciones atienden a comunidades tan desfavorecidas que parece ser suficiente mérito —«mucha gracia», dirían en Antioquia— el solo hecho de llegar hasta ellas. «Pasa muchas veces en este mundo filantrópico que uno se entusiasma con el proyecto, lleva los libros una vez y se da por satisfecho», dice Lina. «Ya los llevamos y ya estuvo bien. Entonces se cierra el proyecto o de pronto se lleva a la ciudad porque ahí hay más donantes. O sucede también que un posible donante te dice: yo no le doy recursos para eso, pero sí para que me hagan un libro sobre mi tema. Y ahí están los recursos, la pregunta es si te vas a dejar distraer».
«Distraer» es un verbo que no cabe en el vocabulario de Lina Mejía. Solo con enfoque se le puede hacer frente a un compromiso grande que implica sortear los obstáculos de una naturaleza hostil y avanzar a pesar de una situación de seguridad pública inestable. Lina Mejía es sensata, piensa uno, pues dice que cumplirán «en la medida de lo posible». Pero luego uno recuerda que la medida de lo posible de Lina Mejía no es como la del promedio: con la suya ha repartido más de siete millones y medio de libros en Antioquia.
No es fácil hacer lo que hace Secretos Para Contar. Pero es en esa dificultad, asumida voluntariamente, en donde encuentra su valor. En hacer lo que nadie más quiere hacer, y hacerlo, además, de una manera especial, con libros que muchas veces están construidos a partir de conocimientos del campo y que se entregan en medio de una ceremonia que entusiasma a leer. Y es que si la llegada hasta las veredas recónditas fascina por su dificultad, lo que más debería asombrar es lo que sucede luego con los libros. Como en la mayoría de las escuelas rurales hay pocos libros de texto, y los estudiantes no pueden llevárselos a la casa, los libros de Secretos se han convertido en material educativo indispensable. Miles de profesores rurales de Antioquia dictan sus clases apoyándose en los libros de Secretos, que ahora incluyen guías pedagógicas. También hay que ver su impacto en la cultura: «Se produce un efecto muy bonito», dice Lina. «Uno ve que las mamás de esas veredas están cocinando las recetas del libro. Y los niños están cantando la misma canción que descubrieron en el libro. Y los jóvenes están hablando de un fenómeno astronómico con sus amigos y están sentados en las bancas de pino que construyó un papá siguiendo las instrucciones que venían en la última colección de Secretos».
Hoy en las casas de las familias rurales de Antioquia hay dos tipos de libros: la Biblia, que siempre ha estado, y los libros de Secretos Para Contar. El sueño de llevar bibliotecas a los hogares se ha cumplido, pero más importante es que con ello se han formado miles de lectores en la ruralidad. Y no es una conclusión intuitiva. Es uno de los hallazgos de la más reciente medición de impacto del proyecto: antes de que se entregaran los libros, a la pregunta «¿cada cuánto leen en su casa?» el 73% de los encuestados contestaba «casi nunca». Hoy solo 7% de los encuestados contesta «casi nunca». «En Antioquia», dice Lina, «de los primeros 25 libros que se le vienen a la gente a la mente, 20 son de la colección de Secretos Para Contar». Ahora que tienen acceso a libros pertinentes, al menos una persona en el 30% de los hogares se ha motivado a alfabetizarse. A muchas personas del campo, me explica Lina, se les había olvidado a leer y hoy han retomado la lectura. «De pronto, incluso, es el hijo que ya está leyendo más fluidamente el que reentrena al papá en la lectura».
Desde que la idea germinó en su cabeza, hace ya diecinueve años, Lina Mejía, con Secretos Para Contar, ha llegado hasta la casa de más familias campesinas de Antioquia que cualquier otra persona o autoridad. De las 210.000 familias, muchas tienen la colección entera de 28 tomos, y, en promedio, en cada una de esas casas hay 18 libros de los 7.600.000 que en total ha entregado Secretos para Contar.
Las cifras son contundentes en el papel, pero su verdadero valor solo puede captarse en el sonido de los cascos de las mulas sobre los caminos de piedra, en la imagen de la lancha comandada por Don José La Verdad que persigue el atardecer, en el esfuerzo de unos entusiastas vestidos de azul brillante que empujan un jeep lleno de libros que está atascado en el fango espeso de la naturaleza indiferente.
Hay iniciativas que causan impacto y luego hay otras que, además de causar impacto, generan cariño. Secretos es una de ellas. Tan es así que entre los que hoy visten las camisetas azul brillante, quince se criaron con los libros de Secretos. Crecieron viendo ese desfile de «los de los libros» que no por reiterativo deja de ser excepcional.
De Lina Mejía sabemos poco, pero podemos aprender una cosa: que no hace falta, aunque nuestra época parezca sugerir lo contrario, llenarse de galardones y medallas para lograr grandes transformaciones. Que el bajo perfil puede convivir con, y hasta facilitar, el alto impacto.
*Andrés Acevedo Niño es cofundador de 13%, el principal podcast en español sobre trabajo y carreras profesionales. También es anfitrión de Atemporal, podcast en el que conversa con líderes empresariales y políticos.


Lina Mejía es sensata, piensa uno, pues dice que cumplirán «en la medida de lo posible». Pero luego uno recuerda que la medida de lo posible de Lina Mejía no es como la del promedio: con la suya ha repartido más de siete millones y medio de libros en Antioquia.
Desconfianza: un absurdo con el que nadie gana
EQUILIBRIO
Desconfianza: un absurdo con el que nadie gana
Uno de los mayores impuestos a las organizaciones no está en ninguna ley. La desconfianza genera fricción, desmotiva a los más motivados, y sepulta toda posibilidad de tener éxito en la colaboración.
Por Estefanía Jaramillo Duarte*


La colaboración es incompatible con la desconfianza: ningún proyecto puede completarse con éxito cuando se parte de una mente con sospechas.
A Kurt Gödel lo mató un error de cálculo: el de la desconfianza. Gödel no se equivocaba con frecuencia. Tan es así que su obra revolucionó la lógica matemática y lo llevó a ser conocido como el mayor genio desde Aristóteles y el único al nivel de Einstein. Aún así, su vida tuvo un desenlace absurdo: la muerte por inanición. Estaba convencido —sin razón aparente— de que alguien lo iba a envenenar. Por eso sólo comía lo que cocinaba su esposa, Adele. Cuando ella tuvo problemas de salud y la hospitalizaron, Gödel decidió no comer para evitar su supuesto envenenamiento. Murió pocos días antes de que a ella le dieran el alta. Gödel hizo que su mayor miedo se volviera realidad: ¿cómo llega un genio a esto?
Cuando la buena fe falla, la desconfianza lleva a cometer absurdos. La de Gödel es una profecía auto cumplida: el miedo a la muerte lo hizo causar la suya. Su historia representa el peligro de la desconfianza, en el que se asumen comportamientos mezquinos de otros y se adopta una visión de túnel: se focalizan estrategias defensivas y se omiten las constructivas, resultando en el peor escenario posible. Un juego matemático permitirá entender el asunto. Si se vio la película de Una mente maravillosa (2001), esta situación le parecerá conocida.
El juego se llama el Dilema del Prisionero y consiste en lo siguiente: dos ladrones son arrestados cerca del lugar de un robo y ambos poseen armas. El fiscal encargado del caso no tiene pruebas de su culpabilidad (además del porte de armas), entonces crea un plan para que confiesen. Los separa y a cada uno le hace la siguiente oferta: si denuncia a su cómplice quedará libre, pero, si guarda silencio, tendrá un mes de cárcel por porte ilegal de armas.
¿Usted que haría? Desde el punto individual, hay un gran incentivo (la libertad) para denunciar a su compañero. Sin embargo, la cosa no es tan fácil. Esto sólo funciona en caso de que uno hable y el otro no: si el otro también lo denuncia a usted, entonces ambos serán arrestados y pagarán 5 años de cárcel. Desde un punto de vista colectivo, conviene no decir nada y pagar sólo un mes. Pero ¿y si usted no dice nada y el otro sí? Le darán la pena máxima de 10 años, mientras su compañero quedará libre. Difícil, ¿cierto? El dilema del prisionero radica en que el desenlace óptimo solo podrá ser alcanzado si se toma el riesgo de confiar en el otro (y de ser traicionado). Los escenarios se muestran en la siguiente imagen:
Con la Teoría de Juegos, el Nobel de Economía, John Forber Nash (1994), demostró que el desenlace tiende a estar en el peor escenario posible: el de la traición mutua. Usted denunciará a su cómplice para quedar en libertad y este hará lo mismo, lo que resultará en que ambos paguen una pena mucho mayor de la que obtendrían si hubiesen cooperado. El equilibrio de Nash (o resultado del juego) se sitúa en la casilla 4, indeseable desde el punto de vista colectivo, pero a la que se tiende porque cada jugador tira para su lado (o, en términos microeconómicos, porque toma decisiones maximizadoras). El resultado es ineludible cuando no hay incentivos a la cooperación o cuando existe desconfianza entre los jugadores. Algo similar pasa en las organizaciones.
La desconfianza afecta a los equipos de trabajo porque centra los intercambios y energía en la supervivencia, consumiendo recursos que podrían ser enfocados en alcanzar objetivos comunes (De Jong, Dirks & Gillespie, 2016). La estrategia defensiva inhibe la constructiva. En su libro, ‘‘La velocidad de la confianza’’, Stephen Covey demostró los costos que acarrea la desconfianza. Cuando la confianza baja, la velocidad de la organización también lo hace, pues hasta los procesos más simples suceden con fricción, produciendo una ineficiencia organizacional generalizada. Recuerde la vez que trabajó con alguien en quien no confiaba. Sólo pensar en cómo hablarle está repleto de dilaciones y cálculos: ¿le escribo?, ¿Lo llamo?, ¿Cómo le digo?, ¿Qué me va a contestar? Esto es lo que Covey denomina el impuesto de la baja confianza.
Por el contrario, cuando la confianza es alta, genera dividendos. Los dividendos de la confianza tienen la virtud de la potenciación: multiplican la satisfacción laboral y energía (M.R. Covey, 2008), algo que se refleja en las cifras: la productividad aumenta en un 50% (Forbes, 2020), la energía en un 106% y la satisfacción laboral en un 29%. También se reduce el estrés en un 74%, las ausencias por enfermedad en un 13% y el burnout en un 40% (HBR, 2017). La confianza es tan importante que se ha establecido que es un factor predictivo del desempeño presente y futuro de un equipo (De Jong, Dirks & Gillespie, 2016).
¿Eso cómo le afecta? Aterricemos el juego. Imagine que el viernes de la próxima semana usted debe participar en un webinar que dura casi todo el día. Como usted se demora una hora en llegar a la oficina y estando allá la probabilidad de ser interrumpido es alta, pide que le permitan trabajar ese día desde casa. Entonces habla con su jefe y le comenta las ventajas: no sólo podrá concentrarse mejor, sino que el tiempo ahorrado le permitirá avanzar en otros asuntos pendientes.
Si no hay confianza, su jefe se mostrará escéptico ante la propuesta. Se preguntará si usted va a trabajar o a irse de paseo. Para él, lo mejor sería que usted tuviera su día productivo en la oficina. Los escenarios se muestran a continuación:
Examinemos las casillas: en la primera, su jefe lo deja trabajar desde casa y usted a cambio es productivo. Es la situación del gana-gana: hay productividad y hay confianza. ¿Será este el equilibrio de Nash? No necesariamente. Con alta confianza, el juego terminaría allí. Pero si su jefe desconfía y usted no se siente depositario de confianza, el desenlace estará en otro lado.
Vamos abajo, a la casilla dos. Póngase en los zapatos de su jefe. Dejarlo trabajar en casa podría ser visto como darle vía libre para que se relaje. Usted tendrá motivación y energía, pero si usted se dedica a otras cosas, habrá ineficiencia. Esta casilla lo beneficiará a usted pero será perjudicial para la organización. Por eso, se evitará a toda costa. Entonces usted terminará en la oficina. En la casilla 3, intentará ser tan productivo como pueda, y aún si lo logra, le quedará un sinsabor: el de que no confían en usted, el de que hubiera podido hacer lo mismo desde su casa. Recordemos lo que dijo Stephen Covey: la desconfianza disminuye el disfrute y la energía en el trabajo. Por eso, ni siquiera si alcanza sus tareas y objetivos, es este el escenario ideal. Algún día la desmotivación por desconfianza le pasará factura.
Y puede ser peor: ¿Qué pasaría si ni siquiera logra concentrarse? Si el ruido y las interrupciones se le salen de las manos (algo muy probable), seguramente tendrá un día improductivo. Volverá a casa agotado, sin haberse concentrado y con más trabajo por hacer. Le presento la casilla 4: el escenario del agotamiento y la improductividad total, el mismísimo equilibrio de Nash en el que pierde usted y pierde la organización. En esta y otras situaciones, el impuesto de la desconfianza lo arrojará al ‘’pierde, pierde’’, una y otra vez. Así se vive el dilema del prisionero fuera del papel: no hay motivación y hay ineficiencia. Un laberinto sin salida, la pesadilla dentro de la pesadilla.
¿La moraleja? El que espera lo peor de los demás, de seguro lo encontrará. La colaboración es incompatible con la desconfianza: ningún proyecto puede completarse con éxito cuando se parte de una mente con sospechas. Quien duda de su equipo está pateando la escalera que conduce a los buenos resultados, cerrando la puerta a cualquier relación positiva y llevando a situaciones absurdas y caricaturescas. De repente se ve uno enfrentado a horas eternas en el tráfico para poder llegar a la oficina a tener reuniones virtuales.
Allí donde reinan sospechas injustificadas, se empuja al vacío la posibilidad de construir. Un verdadero equipo no es aquel en el que las personas trabajan juntas, sino en el que hay confianza, y ¿adivine qué? La única manera de construir confianza es dándola. Sólo así se encuentra la salida al laberinto de los dilemas colectivos: dándole la vuelta al tablero y partiendo desde la convicción de que existen buenas intenciones. Entendiendo que lo importante no es ganar el juego del prisionero, sino evitarlo.
*Estefanía Jaramillo Duarte es profesional en gobierno y relaciones internacionales de la Universidad Externado de Colombia. Es colaboradora de CUMBRE y se desempeña en el sector público internacional.
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La colaboración es incompatible con la desconfianza: ningún proyecto puede completarse con éxito cuando se parte de una mente con sospechas.
No es motivación, es autosabotaje: la paradoja de la milla extra
EQUILIBRIO
No es motivación, es autosabotaje: la paradoja de la milla extra
El camino al agotamiento laboral está pavimentado, como el camino al infierno, de buenas intenciones. De “ponerse la camiseta por el equipo” y “darlo todo de sí”.
Por Estefanía Jaramillo Duarte*


Más que empleados que se pongan la camiseta, se requiere de personas comprometidas con su propia vida: de nada sirve un deportista que se auto descalifica.
El día anterior a su desmayo, la nadadora norteamericana Anita Álvarez había pasado cerca de 14 horas entrenando. Soñaba con acelerar su ya rampante trayectoria deportiva. Su participación en los Olímpicos de Rio y su medalla de bronce en los Juegos Panamericanos de Lima le habían impreso la etiqueta de deportista promesa. Ahora estaba decidida a ir por el Mundial de Natación de Budapest 2022, la competencia que la llevaría a otro nivel.
El desafío más importante de su vida ameritaba dar la milla extra. Ir dos y hasta tres pasos más allá de lo esperado le daría grandes ventajas respecto de sus competidoras. Así fue, por lo menos en un principio. Cuando llegó el gran día, el trasnocho no le impidió hacer lo que sintió como ‘’la mejor rutina de su vida’’. A pocos minutos de completarla, Álvarez sintió un cosquilleo en los dedos, giró súbitamente y el resto fue noticia mundial: la foto su cuerpo inmóvil siendo rescatado por su entrenadora dejó un rastro imborrable en la memoria de muchos.
El desmayo de Anita Álvarez ilustra a la perfección la paradoja de la milla extra: dar nuestro 100% en todo momento no es garantía de éxito. Por extraño que suene, dar la milla extra o “ponerse la camiseta”, aunque fundadas en buenas intenciones, son acciones que derivan en el autosabotaje. Esto se debe a que nuestros recursos más preciados —el tiempo y la energía— requieren ciclos de restauración. Una explicación microeconómica nos permite entender por qué.
Primero: ¿Qué es dar la milla extra? Básicamente es ser buen vecino. El buen vecino no sólo se ocupa de su casa, de no hacer ruido después de ciertas horas o de poner la basura en el bote correcto. Va más allá de eso: ayuda a los demás y genera impacto positivo en su comunidad. En las organizaciones esto se traduce como Comportamientos de Ciudadanía Organizacional (CCO). Organ los definió como actividades voluntarias que contribuyen al mantenimiento e impulso del entorno laboral. El altruismo (ayudar a colegas con tareas organizacionales relevantes) y la conciencia (ir más allá de los requerimientos mínimos del cargo) son los tipos de CCO más comunes (Deery S., Rayton B., Walsh J., & Kinnie N, 2017).
‘’Ponerse la camiseta’’ es una invitación a dar más. El mensaje subyacente es claro: hacer lo que corresponde no es suficiente. Hay que ser excelente en las funciones y además asumir tareas adicionales. La población joven y las mujeres son sobre quienes suele recaer esta expectativa ¿A quién no le han dicho que por falta de experiencia debe hacer más? O ¿Cuántas mujeres no asumen constantemente sobre cargas en el trabajo? Tienen que producir en promedio 11% más de resultados para ser promovidas o siquiera reconocidas dentro de su organización. En estos y otros casos el problema no es sólo la injusticia del sobreesfuerzo, sino que no es sostenible. A la mujer que se pone la camiseta lo que le espera a la vuelta de la esquina es una quemada.
¿Por qué? Vamos con los principios microeconómicos. El primero es la finitud del tiempo y energía, de la teoría del drenaje de recursos de Edwards & Rothbard. El día a día lo ilustra: el número de horas laborales no sólo es limitado, sino que si se dedica tiempo, por ejemplo, a hacer un informe, ese mismo tiempo y energía no puede ser dedicado a otras actividades, como responder correos. En el mismo espíritu, quien asume tareas que no le corresponden deja menos tiempo y energía disponible para las labores de su cargo. Dada la escasez, la energía por unidad de tiempo (en adelante energía-tiempo) se comporta como un bien privado puro: es excluyente y rival.
Escasez y rivalidad son las palabras clave. Para entenderlas imaginemos la energía-tiempo como manzanas: imaginemos que la cantidad de energía que hay en una unidad de tiempo es una manzana. Si en un canasto hay 10 manzanas y Pedro toma una, nadie la puede comer al mismo tiempo que él (exclusividad). Además, en el canasto quedarán solo 9 manzanas para Pablo, pues el consumo de Pedro dejó menos manzanas disponibles (rivalidad). El tiempo-energía es un bien privado puro porque solo se puede asignar a una tarea a la vez y su disponibilidad y calidad se reduce para otras actividades en la medida en que se gastan las manzanas.
Si es así, ¿por qué hay quienes cumplen y además dan la milla extra? Hay dos posibles razones: que las actividades núcleo no sean demandantes o, lo que es más común, que estén asignando tiempo personal al trabajo ¡Eureka! La escasez se soluciona pasando más tiempo en la oficina, así habrá más manzanas en la canasta. Suena como que el plan puede funcionar, pero ahí empieza a gestarse la paradoja: más manzanas en el canasto no significa mayor productividad. Si se añade recursos variables (como el tiempo) a recursos fijos (como la energía) el rendimiento decaerá en el largo plazo. Esto lleva al segundo principio: los rendimientos decrecientes a escala, que significan que cada hora adicional de trabajo aporta menos productividad.
¿Eso como se come? Una analogía: si usted lleva varias horas sin comer, y se come una manzana, su energía subirá bastante, digamos que de 1 a 5. Si come otra, le hace provecho, pero en menor medida, subiendo su energía de 5 a 8; y la tercer manzana tan solo lo lleva de 8 a 10. Una vez alcanza su punto máximo de energía, comerse otra manzana será contraproducente. Bajará su energía de 10 a 5, por la llenura; y otra adicional de 5 a 2, por indigestión. El rendimiento decreciente se ve así:
Manzana No. | Energía aportada por manzana (rendimientos decrecientes) | Energía total |
1 | 5 | 5 |
2 | 3 | 8 |
3 | 2 | 10 |
4 | -5 | 5 |
5 | -3 | 2 |
Exactamente lo mismo sucede con la energía-tiempo: las primeras horas de trabajo vienen cargadas de energía y nos hacen subir en la montaña rusa de la productividad. En la medida que se agrega tiempo, el vagón sigue subiendo pero va un poco más lento, hasta llegar a la cima. Al pasarla, trabajar más se vuelve contraproducente: la productividad ya no sube, sino que cae en picada. Cualquiera que se haya quedado en la oficina hasta altas horas de la noche lo entiende. Y si lo ha hecho varios días seguidos, seguro habrá sentido el vacío del desplome de la montaña rusa.
¿Por qué es insostenible dar la milla extra? Porque ser buen vecino lleva a extender y profundizar la caída. La competencia entre diversas responsabilidades y demandas dentro y fuera del rol laboral ejercen una doble presión sobre los recursos limitados de los trabajadores (Deery S., Rayton B., Walsh J., & Kinnie N, 2017). Al tomar más y más tiempo y energía personal, los roles se desbalancean y se les imprime una carga emocional destructiva. El proceso puede durar meses o años, pero culmina en un terreno común: el agotamiento total.
No se trata de nunca ponerse la camiseta por el equipo, sino de hacerlo con estrategia. La milla extra debe ser una táctica transitoria para alcanzar momentum en ventanas de oportunidad, para llegar a la cima de la productividad cuando así lo amerite pero recordando desacelerar en el momento exacto, antes de la caída en picada. Esa estrategia asegura restauración y evita un desplome total en el largo plazo:
Hay momentos para darlo todo, pero de seguro no son todos. Asumir todos los entrenamientos como si se trataran de la competencia final tiene riesgos. Más que empleados que se pongan la camiseta, se requiere de personas comprometidas con su propia vida: de nada sirve un deportista que se auto descalifica. Si bien dar la milla extra suena a buena frase motivacional, es inconveniente cuando no es una, ni dos, ni tres millas, sino cuatro, cinco, veinte… una maratón a la que se le suman constantemente nuevas etapas. Esa es la paradoja: la constante milla extra no motiva, sabotea. Tener la camiseta puesta no debe ni puede ser el día a día de ningún trabajo. A quienes esperan lo contrario les queda —tarde o temprano— ver a sus empleados desplomarse. Cuando esto ocurra, ¿se lanzarán por ellos a la piscina?
*Estefanía Jaramillo Duarte es profesional en gobierno y relaciones internacionales de la Universidad Externado de Colombia. Es colaboradora de CUMBRE y se desempeña en el sector público internacional.
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Más que empleados que se pongan la camiseta, se requiere de personas comprometidas con su propia vida: de nada sirve un deportista que se auto descalifica.
Miguel Silva y la conquista del querer ser
PERSONAJES
Miguel Silva y la conquista del querer ser
En medio del camino de su vida, Miguel Silva mucho había arriesgado y mucho había vivido, pero se sentía insatisfecho: la conquista del querer ser, habría de descubrir, nunca acaba.
Por Andrés Acevedo Niño*


«Y cuando a uno le da miedo dar saltos al vacío», dice Silva, el poeta, «las alas se le van acortando, se le van volviendo más chiquitas, y uno se vuelve un pájaro que ya no sabe volar».
En medio del tumultuoso comienzo de la década de los 90, un funcionario de los más altos estamentos del gobierno colombiano publicó, un viernes cualquiera, un libro de poemas. A la presentación en la Luis Ángel Arango no asistió más que un puñado de amigos y familiares. Por esos días, pocos se atrevían a salir de su casa. Ante la probabilidad de que una bomba lo cogiera a uno fuera de la casa —el peor escenario posible—, las calles de Bogotá permanecían vacías. La guerra del Cartel de Medellín contra el Estado colombiano estaba en todo su furor y, en medio del horror, el funcionario publicaba sus poemas.
Los pocos que tomaron asiento en el teatro de la Biblioteca para la acogedora presentación —una suerte de útero artificial que los protegía de la barbarie de las calles— pudieron ver los ojos cansados del funcionario. Para Miguel Silva, secretario privado de la presidencia, los últimos meses habían sido difíciles. La guerra contra los carteles de la droga, la apertura económica, la crisis energética que tenía al país sometido a un estricto régimen de racionamientos de energía. Eran demasiados los temas y cada uno demasiado complejo. Nunca había trabajado tan duro bajo tanta presión. Acababa de cumplir treinta años pero su semblante de esos días revelaba la fatiga de un viejo. Y aun así, en su hora más fatigosa, Miguel Silva había sacado de su alma un libro de poemas.
Literato extraviado
Cuando rebobina el casete de su vida y repasa los días fatídicos en los que escogió carrera, a Miguel Silva le es difícil explicar por qué se decidió por derecho y no por su gran pasión, la literatura. Tal vez lo convenció el aura de seriedad que rodea al estudio de las leyes, una carrera que, sin duda, su madre aprobaría. Aunque también pudo haber sido disuadido de estudiar literatura por el riesgo de que se concretara la promesa premonitoria que suele venir asociada a ella —la promesa que todo adulto con el que se cruzaba le repetía—: de la literatura no se puede vivir. Cualquiera haya sido el caso, lo cierto es que, en segundo semestre de la universidad, Miguel Silva era un estudiante de derecho que, no obstante, dedicaba más horas a aquello hacia lo que gravitaba con mayor naturalidad: la lectura de los clásicos.
La apatía de Silva por el derecho no era inusual. Condición conocida de estudiantes del derecho, Silva era uno de los tantos que prefería las novelas a las leyes y que pasaba sus días universitarios no en preparación del siguiente examen, sino en conversaciones alrededor de la pregunta que desde siempre ha rondado la cabeza de los universitarios: ¿cómo hacemos algo de dinero? Su grupo de amigos lo conformaban los que no tenían dinero para gastos no esenciales. Y, como descubrieron pronto Silva y compañía, en la experiencia universitaria no hay nada más esencial que tener dinero para lo no esencial. De ahí pues que la conversación más reiterada fuera la de las ideas de negocio.
De las sesiones de ideación no surgió mucho. En este caso, como en tantos otros, la epifanía se resistió a los esfuerzos y llegó en cambio cuando menos se la esperaba. Le ocurrió a Rafael Molano, uno de los del grupo, cuando caminaba contemplativo por la calle 82 y se topó con la ventana de una casa vieja que exhibía el letrero «se arrienda». Algo sobre esa casa lo sedujo. Ahí, pensó, se podría montar algo: una pizzería, un bar, daba igual. Molano siguió el impulso y, aunque no tenía dinero ni idea de qué hacer con la casa, tocó la puerta. Molano compensó la falta de preparación con improvisación y se sirvió de su superávit de carisma para lograr que la dueña de la casa lo invitara a pasar. A la salida, Molano era el inquilino de una casa cuyo destino aún no conocía.
Cassís, pita y vino
No fue imaginación lo que llevó al grupo de estudiantes de derecho a montar un bar en esa casa de la que ahora eran inquilinos. Fue más bien el resultado natural de los pocos recursos que tenían a su disposición. Hicieron inventario de lo que tenían a la mano y —grata sorpresa— aquello les alcanzaba para montar un bar: «Las mesas las hicimos con una madera de guayacán que estaba tirada en el jardín de mi casa» dice Silva. «La nevera la puso otro socio»,. Cassís, pita y vino, el bar que Miguel Silva y unos amigos montaron en la casa de la calle 82, fue un bar hecho con las uñas.
El mobiliario reciclado no espantó a los clientes. Al contrario: le dio un aura vintage. La modesta operación, compuesta por un total de tres socios-empleados —el uno atendía en la barra, el otro manejaba la caja, mientras que Silva mesereaba—, tampoco fue problema: no había mejor época para trasnochar que la universitaria en la que la energía abundaba y las ocho horas de descanso parecían ser nada más que un innecesario lujo metabólico.
La idea, en principio absurda, de montar un bar había funcionado. Y lo peor de todo: decidieron replicarla. ¡En un punto tenían no uno sino tres bares! Lo que había empezado como una solución temporal a un flujo de caja inexistente se había convertido en una posibilidad real de un futuro financiero. «Podíamos vivir con lo que daba el bar», dice Silva, «pero eso no era serio». O al menos no era serio ante los ojos de su madre, banquera, que era una mujer «adorable pero severa» (sus palabras, no las mías) y que, al ver a su hijo abogado extraviado en la industria del entretenimiento nocturno, quiso ofrecerle una línea de vida.
Le consiguió una entrevista con el dueño de una empresa de carbón. Allá se presentó Silva y allá el señor Blanco le ofreció un puesto en el que le pagarían 350.000 pesos, «un mundo de plata en esa época», recuerda Silva. La oferta era tentadora, pero Silva no tenía cabeza para considerarla seriamente. Y es que la noche anterior había tenido una conversación que tenía cooptada su alma.
«Oiga, estoy trabajando en un periódico», le había dicho Eduardo Arias, que era baterista de una banda que tocaba en el bar y que sabía que a Silva le gustaba escribir. «Uy, yo quiero un trabajo así», le había contestado intuitivamente Silva.
Mientras contemplaba la opción de irse a las minas de carbón, Arias lo llamó. Le había conseguido una entrevista con el Editor General de ese periódico incipiente, que se llamaba ‘La prensa’.
La diferencia de salarios entre la mina y la imprenta era escandalosa. En La prensa le ofrecían casi un sexto de lo que le pagarían si vendía su alma al carbón. El dilema parecía resolverse a fuerza de una aritmética aplanadora. «Pero yo decidí irme para La prensa por 60.000 pesos». Fue la primera decisión irracional de Miguel Silva. Fue la primera vez que le hizo caso a lo que su alma le decía a gritos.
«Algo adentro de mí me dijo con mucha fuerza “no se vaya por ahí, por ahí se le va a morir el espíritu”». Su decisión no era la razonable, pero sí la que tenía sentido para él. «Cuando uno hace la doble columna, la de pros y contras», dice Silva, «uno no le da peso a lo que tiene significado para uno».
Sobre la balanza se ponen las características de uno y otro trabajo, el tiempo que toma ir a esta o aquella otra oficina, las posibles ganancias reputacionales de convertirse en un ejecutivo o de formarse como periodista. Pero la pregunta de qué tiene sentido para uno, de si aquel trabajo da vida a las fibras más elementales de su ser, esa pregunta casi nunca se suma a la balanza. O, si se suma, se le da la misma importancia que a cualquiera de los otros elementos. Como si la reputación y la ubicación geográfica fueran igual de importantes que el espíritu humano.
«Uno trata de volverlo todo peras», dice Silva. «Y no todo son peras. A uno le gustan las manzanas, no le gustan las peras ¿por qué va a poner las peras sobre las manzanas?», De irse a la mina de carbón, Silva sabía que se alejaría —tal vez irremediablemente— de su interés por la literatura. En La prensa, así ganara mucho menos dinero, iba a poder escribir. Y, al mantenerse cerca de las letras, podría sostener el fuego de la literatura. En la doble columna de pros y contras la ganadora, de lejos, era la mina. Pero faltaba agregarle una cosa, dice Silva: «una que hace que el Excel se vuelva vivo. Orgánico. La pregunta de “¿qué tiene sentido para mí?”»
Esa, aunque era la primera decisión en una carrera profesional larga, probaría ser definitiva. Y es que, al rechazar la mina, Silva no se dejó tentar por la falsa promesa de las carreras profesionales. La de dedicar los primeros años, los más ‘productivos’, a hacer dinero para, una vez está asegurado el futuro, consagrarse finalmente a aquello que lo mueve de verdad. Miguel Silva supo ver en la atractiva promesa el engaño fundamental: que lo que se guarda en el baúl de los sueños no aguarda pacientemente: se pudre.
Azarosamente político
Miguel Silva entró al periódico La prensa como editor cultural, pero no alcanzó a estrenar el cargo. En un simulacro previo al lanzamiento oficial, el editor político, Eduardo Arias —el mismo que le ayudo a conseguir el trabajo a Silva—, escribió un artículo en el que se burlaba del expresidente Julio Cesar Turbay. Al director del periódico le bastó con leer el título, «El regreso del gran corbatín», para entender que Arias como editor político le iba a traer muchos dolores de cabeza. Su reacción fue despiadadamente pragmática: «Arias: pásese para cultura y Silva se pasa para política».
El cambio tomó a Silva por sorpresa pero no del todo fuera de lugar. A la política, que le interesaba desde siempre, la seguía de cerca. Aquello parecía ser una decisión menor. Una a la que además se podía adaptar fácilmente. El pequeño ajuste del organigrama no suponía mayor trauma ni para Arias ni para Silva. Solo en retrospectiva iba a poder entenderse las enormes implicaciones del cambio de roles. Solo en retrospectiva iba a ser evidente que la decisión, en apariencia trivial, contenida en el largo de una estrecha frase corta, iba a cambiar de forma definitiva el rumbo de la vida de Miguel Silva.
Siguiendo la orden del director, Silva se sumergió en la política nacional. Era el año 1988 y el momento político era convulsionado pues empezaba, en medio del auge de la violencia del narcotráfico, la campaña electoral por la presidencia. La situación era dramática. La pregunta había dejado de ser cuál candidato ganaría las elecciones para ser reemplazada por cuál candidato sobreviviría a ellas. La contienda apenas empezaba y ahí estaba Silva, el casi minero ahora periodista, para analizarla de cerca.
Agudo en sus análisis, preciso en sus palabras y claro en sus ideas, Silva no solo brilló en su labor de periodista, sino que dejó una impresión memorable en la escena política. Y aunque a muchos impresionó, fue solo uno el que supo oler en aquel amable reportero el instinto político y, por lo tanto, el potencial. Se trataba de Cesar Gaviria, que en ese momento era jefe de debate de Luis Carlos Galán, el candidato que más probabilidades tenía para hacerse con la presidencia. Solo un par de veces conversaron Gaviria y Silva, pero eso le bastó al primero para hacer la anotación mental: «Miguel Silva, de La prensa: tiene potencial».
Luego, el giro del destino. Sucedió la noche del 18 de agosto de 1989. Sicarios del Cartel de Medellín asesinaron, en pleno evento de campaña, al candidato presidencial Luis Carlos Galán. Con ello, la zozobra nacional. Con ello también, Cesar Gaviria, jefe de debate, se convertía en un empleado inocuo, su labor se esfumaba, y, aunque no lo sabía aún, el futuro le guardaba una gran responsabilidad.
No pasó mucho tiempo antes de decidirse el futuro de Cesar Gaviria pues en el funeral de su jefe asesinado, Juan Manuel Galán, hijo del candidato, le pidió a Gaviria, en un discurso memorable, que asumiera la candidatura de su padre. La campaña la había empezado Galán y la concluiría Gaviria. Su nuevo rol, ya no como jugador tras bambalinas sino como protagonista, le exigía, por primera vez en su carrera, ser deliberado con su imagen pública. Necesitaba un asesor.
No es que Miguel Silva fuera la primera opción de Cesar Gaviria. La verdad es que tanto su plan A como su plan B rechazaron la oferta. Silva, opción por descarte pero opción en todo caso, aceptó; aquello de las campañas presidenciales se le antojaban, al joven periodista, como lo más parecido a una aventura. Y sí que lo fue.
Cuando al director de campaña le dijeron que para manejar las comunicaciones habían contratado —mejor dicho: habían tenido que contratar— a un estudiante de derecho que había sido dueño de tres bares pensó que lo estaban tomando del pelo. Pero la incredulidad del director pronto se calmó con el buen trabajo de Silva. Efectivamente, allí estaba el instinto político, allí la intuición de qué decir y qué no decir, allí la visión clara —casi clarividente— del momento político. Todo ello hacía que la transición de Silva entre espectador y jugador de campaña sucediera con una gentileza sorprendente. Silva, por su parte, sentía las ráfagas de adrenalina subirle a la cabeza. El trabajo era emocionante pues el desafío intelectual era enorme, pero la adrenalina que corría por las venas de Silva tenía que ver más con el hecho de que, con aquel trabajo, había puesto su vida en peligro de muerte.
«Teníamos que compartir los chalecos antibalas porque no alcanzaban», recuerda Silva de aquella campaña fatídica. El saldo final de la contienda electoral del 90 sería el de cuatro candidatos asesinados. Cuatro. Y la escasez de chalecos antibalas era apenas una de las preocupaciones. Cada desplazamiento entre un sitio y otro —y la política electoral es en gran parte eso— suponía un riesgo. Por ejemplo, antes de atravesar un puente —en Colombia, país de ríos y quebradas— la policía debía primero asegurarse de que no hubiera explosivos plantados. Y si por tierra desplazarse era inconveniente, por aire era riesgoso.
El 27 de noviembre de 1989, Pablo Escobar explotó un avión de Avianca en pleno vuelo, matando a 110 personas. Silva andaba de luna de miel ese fin de semana pero su equipo se salvó por una casualidad: como les habían cancelado los eventos de la mañana en Cali habían cambiado de vuelo. Era claro que no había frontera ética que el capo del narcotráfico no estaba dispuesto a atravesar con tal de asesinar Cesar Gaviria. La trama de esta novela inverosímil, cargada de adrenalina, se desenvolvía con un ritmo frenético, y Miguel Silva, asesor de comunicaciones, vivía aquella experiencia como un bautizo de fuego.
Un alma en peligro de muerte
La campaña culminó con éxito y Cesar Gaviria se convirtió en el treintaiseisavo presidente de Colombia. Antes de cumplir los treinta años, Miguel Silva, casi minero, brevemente periodista, pasó a formar parte de un gobierno.
En un ambiente de trabajo tan exigente, en medio del afán de una agenda imposible de cumplir, con la presión de operar bajo el escrutinio riguroso del público, parecía que a Miguel Silva, servidor público, le había llegado la hora de dejar atrás su interés —¡una distracción!, dirían muchos— por la literatura.
Pero Silva tenía otra idea en mente. Mantenía la certeza de que conservar la llama de la literatura era vital. Publicó entonces —¡estando en el gobierno!— un libro de poemas. Lo hizo, más que para los lectores, para sí mismo. «Para mí era importante recordarme quien soy», dice Silva. «Lanzar una especie de bengala para recordarme: ojo, que yo no soy solo esto». Lo hizo en el momento más inconveniente. En plena tormenta —apagón de energía, fuga de Pablo Escobar, bombas y asesinatos por doquier—, en la hora más oscura, Miguel Silva lanzó su bengala para sí mismo. Apropiadamente la tituló «La oscuridad no viene desarmada». El momento conveniente, lo sabe Silva, no existe.
Y si publicar el poemario fue el acto inusual para mantener viva el alma, renunciar a la OEA fue el acto difícil. Era el año 1995 y Miguel Silva había llegado a la Organización de Estados Americanos para trabajar como jefe de gabinete de Cesar Gaviria, que acababa de ser designado como Secretario General. En Washington, Silva lo tenía todo: un cargo pomposo —Chief of Staff del Secretario General—, la mejor oficina —cuya ventana daba a la Casa Blanca—, un salario robusto, una casa recién comprada y un chofer para transportar, en cómoda camioneta, a la familia que junto a su esposa empezaba a construir. Nunca había sido tan infeliz.
«Era un trabajo increíblemente aburrido», dice Silva. «El jefe del gabinete lo que tiene que hacer es oírles las preocupaciones a los embajadores, que casi siempre tienen que ver con la condenada burocracia de la OEA. Una cosa aburridísima».
Un psicólogo diría que el proceso que vivió por esos días Miguel Silva fue uno de disonancia cognitiva. Ya el subconsciente le enviaba señales de que esa vida, que un espectador bien haría en envidiar, no casaba con su mundo interior. Silva, que no es psicólogo, le atribuye el llamado no a su subconsciente sino a su alma, «que sabe hablar a gritos».
Si Silva respondía al llamado entonces tendría que aventurarse en territorio desconocido. Cosa emocionante para un joven en sus veintes, pero aterradora para un burócrata de la OEA entrado en sus treintas. De saltar al vacío, con hipotecas y colegios de niños a cargo, Silva estaría escribiendo el ejemplo arquetípico del salto al vacío. A diferencia del joven ligero que planea con los vientos, Silva tenía suficiente bagaje como para que la caída fuera rápida y severa. Pero para Miguel Silva, hombre en busca de sentido, la idea de permanecer en tierra, cómodo en la oficina pomposa, distraído por el brillo de la jaula de oro, era más inconcebible que la idea de arriesgarlo todo.
«Si me hubiera quedado ahí, mi alma se habría muerto», dice Silva, hombre de saltos al vacío. Nuevamente, a la hora de decidir, había dado prioridad a la sabiduría del instinto. Nuevamente había reconocido la trampa que esconden los sofisticados análisis de costo beneficio. De haberse quedado en la OEA, Silva se habría «quedado por las malas razones: por la plata y por el miedo a dar saltos al vacío». «Y cuando a uno le da miedo dar saltos al vacío», dice Silva, el poeta, «las alas se le van acortando, se le van volviendo más chiquitas, y uno se vuelve un pájaro que ya no sabe volar».
La renuncia a la OEA, para sus amigos, era prueba de su locura. Para él, un acto de fe. Y para el universo, que veía en Silva a un hombre en busca de mejores jardines para plantar su espíritu, la manera de responder era obvia: una red atrapó al arriesgado burócrata en medio de la caída. Justicia divina.
Unos estadounidenses que había conocido lo invitaron a unirse a su firma de consultoría. Las angustias económicas se aplacaron y Silva pronto descubrió que su aptitud para el oficio de consultor era tal que su arribo ahí parecía deberse no al coraje de su decisión sino a la maquinación oculta del destino. Para hacer consultoría de comunicaciones y manejo de crisis, contaba con una experiencia única. Nadie más —y esta es de las pocas exageraciones que no pecan de falsedad— puede jactarse de haberle hecho frente a la crisis de comunicaciones que desató la fuga de Pablo Escobar. Y no era solo la ventaja de una experiencia enriquecida. Al ahora consultor lo sostenía también el aprendizaje de una metodología fuerte, cortesía de los asesores norteamericanos. Y, claro, también estaba su arma secreta: la perspectiva amplia de quien ha enriquecido la mirada a punta de una curiosidad voraz.
Miguel Silva, lector
«Uno debe interesarse por lo que más pueda porque es que el mundo es una maravilla», dice Silva. Sus intereses son tantos que listarlos acá se me antoja un ejercicio dispendioso. Recientemente, por ejemplo, se ha interesado por el pan y el proceso de hornearlo —la clave, explica Silva, está en la paciencia—. Antes de eso se había volcado al velerismo, en el que aprendió a desplegar las velas y a observar el color del viento. Su apetito por el mundo, sin embargo, no se traduce en la ansiedad del que todo lo quiere devorar. Silva no tiene la expectativa de ser el mejor en todo. Él es el primero en reconocer que no es el navegante estelar ni el panadero insigne. No se trata de eso. Se trata de ampliar la paleta interna de colores para percibir, en el mundo multicolor, la mayor cantidad de tonalidades posibles.
Nunca ha dejado de leer. Ni siquiera trabajando en el gobierno, en el que las jornadas eran extensas y la fatiga mental mucha. Siempre ha tenido sus libros a la mano. Y lo digo como metáfora —Silva siempre supo que no podría haber retomado la literatura de haberla abandonado— pero también en sentido literal: ha mudado sus libros de Bogotá a Washington y de Washington a Bogotá. «Son los libros más estúpidamente viajados del mundo», dice Silva. Una estupidez que ha sido, en todo caso, absolutamente necesaria.
Lector de novelas y de historia, Silva ha conocido tanto sobre el mundo como sobre las personas. La literatura, dice, «da una riqueza conceptual impresionante, porque en la literatura uno encuentra muchos casos en los que hay una bifurcación de caminos, en que la decisión no es entre lo malo y lo bueno sino entre lo malo y lo peor, en la que los dilemas son de la vida real y no de la vida ideal». Y aunque ha perseguido su afición por la lectura en virtud de sí misma, esta ha terminado por servirle en su oficio. La estrategia en la consultoría no es precisamente literatura, admite Silva, «pero maestro: no se imagina lo que ayuda haber leído para ser un buen estratega».
Sus clientes, ha entendido, no lo contratan para decidir entre dos opciones. Su oficio, lo sabe, no consiste en dibujar columnas de pros y contras. Las más de las veces el verdadero valor de Silva está en hacer mejores preguntas, en replantear el tablero de juego. «Uno tiene que enriquecer las preguntas para tener mejores respuestas», dice Silva. Una idea que nos resulta contraintuitiva pues hemos sido entrenados para plantear preguntas dicotómicas. «”Hago esto o hago aquello”, si hago esto no puedo hacer aquello». Eso, dice Silva, es una gran mentira. Un falso dilema que esconde las posibilidades. «Es como la pregunta de “¿dónde vivo?”. Esa es una pregunta muy limitante porque si es esto o aquello entonces uno tiene que cerrar la casa y rehacer la vida en otro lado. Si uno hace, en cambio, una pregunta más bonita “en qué lugares quiero vivir”, se abren las posibilidades».
Para soportar la complejidad del mundo, los seres humanos lo dividimos en blanco y negro. Una dualidad que nos sirve para avanzar pero que pagamos a un alto precio: nos encerramos, nos limitamos, escogemos certezas a costa de ver mejores rutas. A Silva, que ha tenido una vida ajetreada pero también una vida en calma, que ha sentido una enorme presión por su trabajo pero también los aires de libertad que lo han llevado a marcharse, sin planear, al Camino de Santiago, que mucho ha trasnochado y sacrificado pero que también ha tenido tiempo para leer En busca del tiempo perdido, la noción de la vida en blanco y negro le parece absurda. En una vida, ha constatado Miguel Silva, cabe todo. Pero que en una vida quepa todo no es una invitación al descuido. Hay rutas que pueden probar más que desvíos ser verdaderos extravíos. Por eso la insistencia de Silva en oír el alma. «Y el alma sabe hablar, lo que pasa es que uno tiene oído de artillero».
Miguel Silva ha hecho lo posible por seguir el derrotero del sentido. Ese que es particular a cada ser y que harto cuesta—pues suele coincidir con el camino difícil— no traicionar. Y por más decisiones corajudas, por más esfuerzos de mantener la esencia, por más logros profesionales y más alegrías personales, la búsqueda del sentido no cesa.
La prueba, claro, también la trae Miguel Silva que, a los cuarenta y cinco años, en medio del camino de la vida, se sentía inquieto. «Tengo libertad pero me siento como insatisfecho», le confesó a una amiga, que le recomendó visitar a un tipo, según ella, muy sabio. A Silva aquello le sonó demasiado exótico para su gusto, pero, como al que no sabe qué lo aqueja cualquier médico le sirve, terminó consultando con el curandero. El sabio no dudó en diagnosticarlo: «Me dijo que lo que me pasaba es que por ahí hasta los cuarenta años uno camina por la flecha del deber ser». Esa flecha del deber ser, le explicó el sabio, es fácil de construir porque es hecha en conjunto por los papás, los profesores, y uno mismo con sus miedos y ambiciones. «Es una mezcla. Y por eso es tan potente», dice Silva. «Pero el deber ser se acaba y uno llega a la punta de la flecha y ya le dio satisfacción al ego, a la mamá, al profesor. Y ahora está la flecha del querer ser, y esa flecha tiene un problema y es que se construye en inmensa soledad. Se necesita una gran honestidad intelectual de uno con uno mismo».
El reto de construir la flecha del querer ser no es trivial. Hay mucho deber ser que se camufla de querer ser. Por eso la necesidad de la honestidad para esta labor tan esencial. Silva cree que la construcción del querer ser debería hacerse lo más pronto posible. «Yo creo que la mejor fórmula es cuando uno acorta la flecha del deber ser y acelera la del querer ser o cuando la del deber ser se parece tanto al querer ser que casi no es deber», dice Silva.
La explicación del sabio lo sosegó. Aunque le dio la impresión de que ya en algún lado lo había leído. Luego, Miguel Silva, lector, se acordó que había leído algo similar en un libro de Joseph Campbell. Por supuesto.
Campbell cuenta la historia que describe Nietzche en su Zarathustra que dice que el hombre al nacer es como un camello acostado. Ese camello acostado se levanta y asume cargas y es como el joven que empieza a asumir responsabilidades. Y ese camello que asumió cargas se convierte en un león. Un potente león, que ya es el adulto que no solo tiene cargas sino capacidad de combate y de defenderse y de conquistar territorio. Pero en realidad ese león solo tiene una tarea, que es matar a un dragón, que en cada una de las escamas tiene escritas dos palabras, “thou shalt”, tú deberás. Es matar el deber ser.
«Es fascinante», dice Silva y le brillan los ojos. A Miguel Silva, hoy de 60 años, lo sigue asombrando el mundo y la literatura. Por el momento lo asombra esa historia que leyó en algún libro de Joseph Campbell y que, cuando la recuerda, esto lo sospecho yo, estará pensando en su decisión de estudiar derecho, en bares universitarios, en su madre, severa pero adorable, en los veleros y el pan, y por supuesto, en los libros más estúpidamente viajados de la historia.
*Andrés Acevedo Niño es cofundador de 13%, el principal podcast en español sobre trabajo. Ha sido reconocido por Revista Gerente como uno de los cien líderes de la sociedad.
Únete a nuestro boletín para recibir nuestro libro digital “Sobre todo, intentar algo”: Franklin D. Roosevelt y la reivindicación del optimismo.


«Y cuando a uno le da miedo dar saltos al vacío», dice Silva, el poeta, «las alas se le van acortando, se le van volviendo más chiquitas, y uno se vuelve un pájaro que ya no sabe volar».
¿Cómo fracasar mejor?
EQUILIBRIO
¿Cómo fracasar mejor?
El costo de ocultar los errores debajo de la alfombra es alto para organizaciones. ¿Cómo sacarlos a la luz y aprovecharlos?
Por Estefanía Jaramillo Duarte*


Más que prevenir errores, las organizaciones necesitan líderes que estén dispuestos a resolverlos. En el éxito no hay nada que gestionar: es en las dificultades donde se pone a prueba el liderazgo.
En 1995, J.K. Rowling era la persona más fracasada que ella misma conocía. Basta con preguntarle por su pasado para concluir que todos sus planes salieron al revés. Su madre acababa de morir de esclerosis múltiple; tuvo una separación tormentosa; mantuvo a su hija recién nacida con subsidios del estado y no tenía ni un peso para sobrevivir. Sumergida en una fuerte depresión, batalló para dedicarse a lo único que la aliviaba: escribir. Su vieja máquina portátil y la cafetería The Elephant House fueron el lienzo y taller de arte en el que surgió su primer manuscrito. Al terminarlo, doce editoriales se negaron a publicarlo. Fue solo hasta tocar la puerta número trece que publicaron su manuscrito y Rowling se convirtió en la creadora de la serie de fantasía más vendida de la historia: el mundo de Harry Potter.
En sus entrevistas es común escucharla decir que vivir sin fracasar es imposible. Y tiene razón. Su historia demuestra que cualquier proceso de descubrimiento tiene incorporado una alta dosis de desaciertos. También revela otro hecho contraintuitivo: que errar es el resultado natural de estirarse más allá de las capacidades presentes. Mientras el éxito refuerza conocimientos instalados, los errores llevan a considerar nuevos mundos posibles. Son una herramienta para que información valiosa —aunque incómoda— salga a la luz.
Incómoda es la palabra clave acá. Los errores incomodan, apenan, sonrojan. Nos dan vergüenza porque creemos que hablan de nosotros y de nuestras capacidades. Los personalizamos al punto que el primer instinto al cometerlos es ocultarlos. Esto no es casualidad. En una investigación Eskreis-Winkler y Fishbach pidieron a un grupo de profesores pensar en un momento de éxito y otro de fracaso, para luego compartir la historia que consideraban más útil para los demás. El 70% escogió compartir su acierto aún cuando de haber compartido un error habrían ayudado a otros a evitar errores comunes (BBC, 2020).
En las organizaciones, el estigma del fracaso conduce a una trampa peligrosa: justificar y ocultar errores en vez de actuar para resolverlos. Si se retira la carga emocional del caso, es posible ver que los desaciertos son herramientas informativas e invitaciones a la acción. Esta transición permite que, cuando algo sale mal, la pregunta clave sea «¿qué pasó?», en lugar de «¿quién lo hizo?». Para evitar caer en el laberinto de las culpas hace falta establecer tres pilares: superar la cultura basada en el rendimiento, crear seguridad psicológica e implementar sistemas de gestión de fallas. Esta es la base de un paradigma que reconoce que los fracasos son inevitables y que constituyen las llaves que desbloquean la acción.
Las dificultades de una cultura basada en el rendimiento tienen que ver con la paradoja del éxito. Las firmas consideradas exitosas operan en una inercia engañosa: han desarrollado rutinas que disminuyen errores y que llevan a la ilusión de que todo anda bien. Como la información incómoda es invisible, es difícil percatarse de pequeñas grietas que pueden afectar el éxito sostenible de la organización. Ocultar desaciertos no solo impide aprender de ellos y capitalizarlos, sino que los hace más propensos a convertirse en bolas de nieve peligrosas. Es solo cuando algo sale mal que las organizaciones se detienen a examinar sus prácticas. De ahí que el enfoque en los resultados propio de las culturas del rendimiento aunque parezca bueno en el corto plazo, es un obstáculo para el aprendizaje de largo plazo (Grant, 2021).
Para evitar el círculo vicioso, debe ser posible nombrar lo incómodo. Poner manos a la obra pasa por reconocer y expresar que algo no anda bien. Aquí es donde la seguridad psicológica juega un rol crucial. La confianza y el apoyo permite aprender de los errores y pensarlos, como lo establecen Keith & Frese, de manera meta cognitiva: planeando, monitoreando y evaluando acciones (Van Dyck, Cathy, et al., 2005). De acuerdo con Adam Grant la seguridad psicológica consiste en promover un clima de respeto, confianza y apertura, en el cual las personas pueden expresar preocupaciones y sugerencias sin miedo a represalias (Grant, 2021). Este es el fundamento de una cultura de aprendizaje.
Cuando la cultura del aprendizaje reemplaza a la del rendimiento, se crea el flujo de información necesario para actuar ante los errores (Van Dyck, Cathy, et al., 2005). Las malas noticias se conocen de manera temprana, dando un tiempo de ventaja crucial para aprender sobre la marcha y evitar crisis mayores (HBR, 2017). La perspectiva fue aplicada por Bill Gates, que volvió costumbre las reuniones de análisis de problemas en Microsoft y no tuvo reparos en afirmar que su trabajo más importante como CEO es el de escuchar malas noticias para resolverlas.
Celebrar el fracaso es una de las formas en las que se puede superar su estigma. Michael Todasco, ex director de innovación de PayPal, creó un modelo a pequeña escala de su campus con fracasos de innovación: una especie de maqueta que representa físicamente los desaciertos. Esto le permite recordar a su personal que si algo no funcionó en el pasado, no significa que no lo hará en el presente o futuro (Forbes, 2021). Por su parte DuPont implementó rituales institucionales para ayudar a sus equipos a celebrar el fracaso. El ‘’Día de los proyectos muertos’’ es un evento en el que se narran las historias de los fracasos más brillantes del último año. Ben & Jerry’s —la compañía de helados— habilitó un espacio físico y virtual llamado ‘’el cementerio de los sabores muertos’’, en el que residen las combinaciones de sabores que no suscitaron interés suficiente para hacer parte de la vitrina (Forbes, 2021).
Una vez existe una cultura en la que se comunican los errores, se abre la puerta para resolverlos. Pero para que los errores sirvan a la organización, es necesario adelantar una gestión del fracaso, que consiste en establecer sistemas para procesar la información útil a propósito de desaciertos y establecer respuestas ágiles. Un estudio ilustró sus ventajas. Al analizar a 65 empresas se mostró que la gestión del fracaso se relaciona positivamente con el cumplimiento de objetivos y el buen desempeño financiero. En otro estudio realizado por Van Dyck, Cathy, et al., se determinó que las compañías pueden aumentar su retorno sobre activos del rango de 7.7% a 10% al de 9.9% a 12.2% cuando mejoran su cultura de gestión de errores. En otras palabras, una compañía que genera, por ejemplo, un millón de dólares en retornos sobre activos puede incrementar sus ganancias en doscientos mil dólares (Van Dyck, Cathy, et al., 2005). Por eso, el enfoque de gestión sistemática de errores genera rendimientos costo efectivos y no es casualidad que las organizaciones más exitosas sean aquellas en las que más se autoreportan errores (Grant, 2021).
Superar el estigma al fracaso no significa subestimar sus efectos o acolitar errores sistemáticos. Tampoco es caer en la idea de que es algo deseable en sí mismo, como una especie de camino obligado al éxito. Por el contrario, es una invitación a analizar y actuar. Algunos serán el resultado de actuar con intencionalidad y otros de la simple apatía o descuido. Los primeros son los que tienen información valiosa, así no siempre se transformen en aciertos. La tarea de la buena gestión es evaluar su naturaleza. Determinar cuándo es preciso apretar y cuándo reevaluar. Otras veces —¿por qué no?— será preciso desistir. En la buena gestión está la posibilidad de hacer que los intentos fallidos sirvan de algo. Así sea para concluir que una idea debe ser sepultada.
Más que prevenir errores, las organizaciones necesitan líderes que estén dispuestos a resolverlos. En el éxito no hay nada que gestionar: es en las dificultades donde se pone a prueba el liderazgo. En un contexto en el que el fracaso es indisoluble de la innovación, ser líder no se trata de mostrar rendimientos impecables o gestiones ‘’excelentes’’, sino de accionar problemas a tiempo. Esa es la piedra filosofal de la gestión. En ese sentido, para que la excelencia sea un valor organizacional, debería verse como una apuesta por fracasar pronto y fracasar bien. Como decía Thomas Edison, fallar es un arte porque cometer errores es estar un paso más cerca del éxito (HBR, 2002) ¿Qué hacer entonces con los desaciertos? Verlos por lo que son: esa voz incómoda pero elocuente que muestra puntos de mejora de los cuales nadie se atreve a hablar. Escuchémoslos.
*Estefanía Jaramillo Duarte es profesional en gobierno y relaciones internacionales de la Universidad Externado de Colombia. Es colaboradora de CUMBRE y se desempeña en el sector público internacional.
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Más que prevenir errores, las organizaciones necesitan líderes que estén dispuestos a resolverlos. En el éxito no hay nada que gestionar: es en las dificultades donde se pone a prueba el liderazgo.
Cómo hacer 'billions': de Soros a Heidegger
IDEAS
Cómo hacer 'billions': de Soros a Heidegger
Ni experimentos de neurociencia ni empatía de Design Thinking. Para ganar en el mercado hay que entender profundamente el mundo y sus posibilidades, esto es, hay que ir de Soros a Heidegger.
Por Simón Villegas Restrepo*


Gracias al arte, la literatura o la antropología (la verdadera), podemos volver a situar a las personas en sus mundos, y entonces advertir qué ideas presuponen, qué valores tienen, qué hábitos los llevan a ser de una u otra manera, en qué estados de ánimo se mantienen, entre otros aspectos.
Ideas billonarias
El 16 de septiembre de 1992, George Soros pasó a la historia como «el hombre que quebró el Banco de Inglaterra». Acababa de ganar mil millones de dólares (o un billion, como dicen hoy). También leo que fueron 650 millones. La cifra no importa. Pertenece a lo inimaginable, incluso a lo difícil de escribir, que por eso junté un número en dígitos con un número en letras. Del otro lado del Atlántico, los ingleses habían perdido alrededor de 3400 millones y su moneda se había devaluado enormemente.
Muy pocos ganaron ese día, pero ninguno ganó tanto como Soros, que había shorteado la libra esterlina.
En ese momento, el fantasma del comunismo recorría a Europa, ya no como el espectro del futuro que habían anunciado Marx y Engels, sino como el fantasma del padre muerto de Hamlet (que también le fascinó tanto a Marx). La Unión Soviética había caído y Alemania se había reunificado, lo que había traído una gran presión inflacionaria que había llevado al banco central alemán a subir las tasas de interés. Las consecuencias eran graves para países en recesión y con tasas de interés bajas, como Italia y el Reino Unido, que debían evitar que su moneda perdiera valor para poder mantenerla en el Sistema Monetario Europeo. El Reino Unido intentó que Alemania bajara sus tasas de interés, pero fueron infructuosas las negociaciones entre Helmut Schlesinger, que dirigía el Bundesbank, y Norman Lamont, el ministro de finanzas de Reino Unido (o Chancellor of the Exchequer). Ambos se reunieron el 15 de septiembre de 1992.
Entre eso y otros factores macroeconómicos que no vienen al caso, el 16 de septiembre fue el miércoles negro: los ingleses se hicieron pobres y Soros se hizo rico.
Como todas las historias de los inversionistas exitosos, tipo Warren Buffett o incluso el fascinante y hollywoodesco Jordan Belfort, esta historia da la imagen de un ingenio que no pocos quisiéramos imitar. Tiene aura de profeta místico, científico iluminado o artista genial. No importa, por ello mismo, si me equivoqué en uno u otro detalle. Asumamos que es ficticia. Al encontrarnos con esta historia querríamos la manera de pensar de un Soros o un Buffett más incluso que sus miles de millones de dólares, pues estos solo han venido consecuencia de una modélica agudeza intelectual.
¿Por qué Soros logró darse cuenta de que debía apostar contra la libra esterlina con tanta seguridad? ¿Hacía mejor que nadie los cálculos, las proyecciones y las demás cosas que hacen los financieros? ¿Sabía más matemáticas? ¿Había comprado el futuro?
Esta historia no es de mi cosecha, sino que la conocí en Sensemaking, libro de mi admirado Christian Madsbjerg, filósofo danés y consultor global. Allí, Madsbjerg ofrece una manera de entender el pensamiento de Soros en 1992. Cita a Robert Johnson, que acompañó a Soros a tomar la decisión de hacer semejante apuesta. En la oficina de Soros no solo había los necesarios datos de los movimientos financieros, sino que, en palabras de Johnson, «los datos eran de experiencias, artículos de periódico, historias de cómo estaban reaccionando las personas, conversaciones. Datos narrativos». Como dice Madsbjerg, Soros reconocía «los eventos de quiebre en la política eran con frecuencia un resultado de malentendidos aparentemente triviales (luchas por marcar territorio, indignación y egos heridos que hervían justo bajo la superficie más racional de la política monetaria y los acuerdos)». Y Soros lo sabía porque tiene un bagaje en humanidades que incluye haber sido alumno de Karl Popper, sin duda uno de los filósofos más renombrados del siglo XX.
Con Popper, Soros había aprendido la «falsabilidad» de toda teoría, esto es, el que todo el conocimiento inductivo que generalizamos está siempre en riesgo de ser refutado por cualquier hecho. Esto exige probar siempre la teoría en todo tipo de experiencias, no solo en las «controladas» del laboratorio, lo cual, traducido a los asuntos humanos, significa ponerla en contexto, por fuera del mero cálculo racional, y atender a cualquier hecho por irrelevante que parezca. Así las cosas, Soros tenía en cuenta la historia de Alemania, el temor a la inflación, el sentimiento generalizado de la población, las consecuencias y significados políticos, entre otros factores «narrativos» que le permitían estar seguro de su apuesta sin tener solo datos cuantitativos a la mano.
Soros observaba el comportamiento humano más que el comportamiento de la moneda. O más bien, veía a este último como una expresión del primero. Por eso sabía lo que harían Schlesinger y Lamot. Lo demás eran cálculos.
La posible genialidad de Soros estribaba en que interpretó bien el «mundo». Es lo que ha hecho toda su carrera de inversionista, como salta a la vista cuando se leen sus ideas: más que las finanzas, le interesa el modo en el que existimos en el mundo, la debilidad de las teorías y el desequilibrio de los modelos que nos representamos como estáticos y exacto. Esta obviedad es, en cualquier caso, el «secreto» de cualquiera que acierta en su actuar.
Ni algoritmos ni empatía
Esta historia no es importante en sí misma. Es solo un ejemplo más de lo que Madsbjerg defiende a lo largo del libro: el sensemaking, el ‘método’ con el que él y su consultora ReD Associates han asesorado a grandes compañías como Samsung, Ford o Facebook. ReD Associates es la consultora de estrategia que Madsbjerg cofundó. Usa las perspectivas de las humanidades para innovar y reformular la comprensión en la que viven las empresas. El sensemaking consiste en encontrar el sentido de la situaciones en las que está inmerso el ser humano: es una lectura contextual y sintética de los modos recíprocos de actuar y pensar.
Digamos que queremos entender cómo juegan los niños, por qué y para qué, cuáles son los sentidos involucrados en esos momentos de juego. Pensemos que vamos a hacerlo por distintos propósitos diferentes de la mera curiosidad. Queremos venderles, desarrollar un producto nuevo, diseñar una política pública, una estrategia pedagógica.
En general, encontraríamos dos formas de hacer esto.
Algunos harían experimentos controlados por psicólogos y neurólogos en los que, al ver a los niños jugar, observarían los valores que adquieran unas variables previamente definidas, desde el tiempo que pasan jugando, la cantidad de juguetes que usan, de compañeros que involucran, entre otras posibles. No faltarían, claro, los que conecten cablecitos a los cerebros de los niños para saber qué zonas se activan. Por supuesto, agregarían los últimos papers de estudios sobre los niños, las tendencias de juego, la compra de estos u otros juguetes a nivel global y todo lo que haya disponible que sea científicamente certero. Usarían inteligencia artificial (o “AI”, como le dirían).
Llamemos a esta la visión científico-calculante.
Otros se irían por una alternativa más «empática», como dicen hoy. Digamos que sea un experto en design thinking. Haría entonces un focus group con niños y padres en los que quizás realice «entrevistas etnográficas», que suelen consistir en usar el camino directo de preguntarle al otro (como el niño) qué piensa o qué quiere. Lo registrarían con colores en grandes pliegos. También es posible estos design thinkers prescindan de hablar con niños y hagan sesiones para «sacar el niño interior», con post-its, puffs y juegos de mesa.
Llamemos a este el enfoque «empático».
Pero hay una tercera aproximación: alguien se va a jugar con los niños. No les pregunta nada, no les conecta aparatos, no lleva variables previamente definidas. Procede sin hipótesis, tan solo quizás con corazonadas. Espera. Se involucra con el juego tal como se plantee en su espontaneidad. Escucha más de lo que habla. Anota en silencio y en una libreta, no en post-its. Se empapa de la realidad del niño.
Este alguien es quizás Madsbjerg o alguno de los consultores de ReD Associates. De esa manera reformularon hace varios años la estrategia corporativa y competitiva de LEGO, al ayudarlos a interpretar mejor la existencia de los niños y, por tanto, a cambiar su manera de hacerse presente en ella mediante una renovada propuesta de valor. La aproximación de Madsbjerg y ReD no solo descartó las ideas que venían de los «científicos» y los «empáticos», en especial de los primeros, representados por los economistas, sino que resultó indiscutiblemente ganadora: LEGO creció como nunca antes en su historia y, frente a la «tendencia» de las consolas de videojuegos, mantuvo su posición como fabricante de juguetes «análogos». Fue también una aproximación billionaria.
Ni la aproximación «científica» ni la «empática» podían capturar lo que sí el sensemaking. Aunque parezcan oponerse, ambas tienen un mismo origen intelectual que Madsbjerg identifica bien en Sensemaking: el cartesianismo moderno.
Cada forma de pensar puede derivarse de las dos partes del dualismo cartesiano: la una del cuerpo, la otra de la mente.
Cartesianismo o ciencia de la tortura
Para aquellos que no recuerden el colegio, Descartes fue el filósofo famoso por el «Pienso, luego existo», que debe leerse como: «Pienso, por lo tanto existo o soy». Para Descartes, el yo que piensa es el fundamento de nuestro conocimiento y relación con el mundo. Todo lo que conocemos es dudoso: lo que percibimos por los sentidos, lo que nos han enseñado nuestros padres, las matemáticas y la geometría, la teología y la religión. Sin embargo, durante la vida, dice Descartes, asumimos una cantidad de ideas que creemos verdaderas, pero sobre las que tendríamos más de una razón para pensar que son falsas. Todo cuanto vemos podría ser un sueño. Todos nuestros pensamientos podrían ser el engaño de un genio maligno. Nada nos garantiza que conozcamos certeramente la realidad. De ahí que debamos dudar de todo cuanto decimos conocer para alcanzar al menos un conocimiento del que no podamos dudar. Y este es, para Descartes, el del yo: cuando digo «dudo», no puedo dudar de que estoy dudando. Aunque todo a mi alrededor sea un engaño, aunque mi cuerpo no exista y en verdad sea una mente que lo imagina, aunque una mente malvada me haga errar cada vez que sumos 2 + 2 y creo que el resultado es 4, no puedo dudar de que, mientras pongo en duda en mis ideas, yo existo dudando, yo soy aquel que duda. Y como la del yo es la primera certeza, todo el resto del conocimiento se construye sobre él.
Para Descartes, el conocimiento del mundo viene después del conocimiento del yo. El pensamiento, la mente, es lo más cercano y familiar, más incluso que las cosas que nos rodean, como serían el computador o el celular que tengo al lado mientras escribo. Todo lo que no soy yo, inclusive mi cuerpo, es exterior a mí y es sustancia extensa. En Descartes, el mundo es una cosa (res) que es distinta del yo y que tiene cualidades extensas, que son mensurables o que pueden ser medidas, que son representables en un plano cartesiano —justamente llamado así en su nombre—. El mundo puede ser calculado y anticipado con un criterio matemático de exactitud, igual a como hacen con los niños los de la llamada visión científica o los fanáticos de la «ciencia de datos». E igual, claro, a como hacen los financieros con los mercados, que los consideran una sustancia extensa que se domina con geometría o física, con el cálculo de una trayectoria (poco importa si hablamos de una bala o una moneda).
En este mismo paradigma está lo que Madsbjerg llama el “Silicon-Valley state of mind”, tan obsesionado con el big data y la anticipación algorítmica, que no es más que el cálculo anticipador que siempre ha pretendido la ciencia moderna. Los vallesiliconianos viven bajo una máxima: «los números hablan por sí mismos». Como dice Madsbjerg: «El big data quiere eliminar el sesgo humano de la ecuación, para lo que adopta el pensamiento deductivo y descarta la indagación inductiva. Con suficientes datos, los números hablan por ellos mismos y no se necesita la teoría». Y en las palabras de Peter Norvig, director de investigación de Google, también citado por Madsbjerg:
«Este es un mundo donde las grandes cantidades de datos y las matemáticas aplicadas remplazan cualquier otro instrumento que sea traído a consideración nuestra. Fuera toda teoría del comportamiento humano, de la lingüística a la sociología. Olvidemos la taxonomía, la ontología y la psicología. ¿Quién sabe por qué las personas hacen lo que hacen? El punto es que lo hacen, y lo podemos rastrear y medir con una exactitud sin precedentes. Con suficientes datos, los números hablan por ellos mismos».
El paradigma de los datos no es, pues, nuevo. Tiene un origen moderno y cartesiano. En últimas busca conocer el mundo bajo la cualidad que le atribuyen Descartes y los filósofos modernos y mecanicistas: la extensión, la posibilidad de ser medido y calculado, con la obtención de los datos suficientes para describir todas sus características. Muchas veces lo hacen con algo que ni Descartes hizo: eliminar la subjetividad, el yo. Y entonces vienen la confianza en la economía, la neurociencia o la psicología conductiva, que niega la interioridad y observa solo el comportamiento «exterior».
Contra este paradigma, hay quienes han querido defender la experiencia propia de la mente, de la cosa pensante, es decir, de la cosa que, como dice Descartes, imagina, afirma, niega, quiere, rechaza. Los empáticos y los design thinkers entran aquí. También muchos «creativos» que hacen “brainstorming” para llegar a nuevas ideas. Entran incluso los diseñadores de Google o Facebook, muchos de UX y UI que quieren, como recuerda Madsbjerg, «experiencia sin fricciones», que no es otra que la de una mente que sigue su camino libre sin encontrarse la resistencia del mundo.
Estos «empáticos» suelen cambiar los datos por los post-its y los planos cartesianos por los tableros de Miro. Muchas veces desprecian la ciencia con enorme mediocridad intelectual. Y entonces se obsesionan con el «usuario», que es siempre la representación de un yo aislado que no es más que esa cosa pensante. Para conocerlo usan «la empatía», como dije. Es la forma de convertir la propia mente en un espejo de la mente del otro: empatizar es ajustar dos mentes o, como se dice tontamente, ponerse en los zapatos del otro, lo cual siempre significa que yo me imagino como el otro, con lo que suelo negar su realidad incompatible e imposible de ajustar a la mía, mi diferencia absoluta con él. Como dice Madsbjerg del design thinking, sin conocer al otro «se lo imaginan», y reducen todo a una conversación empática, encerrada en la mente que «diseña».
Los «empáticos» usan distintos métodos para conocer a sus «usuarios». Basta observar muchos estudios de diseño del estilo de IDEO. Por ejemplo, «testean» productos en pruebas aisladas, en las que llevan a alguien a un sitio especial y le piden que interactúe, sin ningún contexto ni necesidad, a que interactúe con un app o un producto. Este aislamiento es el mismo del yo de Descartes, aunque no lo sepan. O hacen algo que llaman «entrevistas etnográficas» que consisten, tristemente para la tradición antropológica, en usar el camino directo, obvio y equivocado de preguntarle al otro qué piensa o qué quiere en un focus group.
En este sentido, la empatía se parece más a una ciencia de la tortura que descubre cómo aislar a los individuos, apresar su cuerpo y hacerlo revelar en un interrogatorio lo que tiene en su mente.
El presupuesto implícito en estos procedimientos es que las personas son conscientes de lo que quieren y lo que piensan, y entonces pueden declararlo si se les pregunta. Es el mismo de Descartes: la mente puede tener ante sí misma todas sus creencias, y por tanto dudar de ellas. Puede que no sea cierto lo que alguien diga, pero sin duda es lo de ese alguien, es decir, está remitido a un yo que piensa. Para usar las palabras de Madsbjerg, los empáticos tienen «la habilidad de sentarse, como Descartes, y “pensar en” la vida como vista a través de una ventana». Y privilegian, claro está, lo que la persona piensa o dice.
Frente a los científicos y los empáticos, Madsbjerg propone el sensemaking: ni es un cálculo analítico de un mundo exterior que puede ser calculado en su totalidad, ni es una aproximación empática que reduce las personas a la mera mente, e incluso que reduce sus mentes a la mente del que las investiga.
¡A las cosas mismas!
¿Qué es, entonces, el sensemaking? Es una forma de interpretar los mundos en los que desenvolvemos nuestra vida. Es jugar con los niños para rehacer la estrategia de LEGO. Es atender a la historia de Alemania, los sentimientos involucrados y los conflictos personales entre Lamont y Schlesinger para apostar contra la libra esterlina. No es «empatía» con «usuarios», pues lo que importa no es el individuo, sino su mundo y las relaciones implicadas entre las personas y las cosas.
La clave del sensemaking está en el concepto de «mundo». Con ReD, Madsbjerg es un gran intérprete de mundos. Intepretarlos y leerlos consiste en hacer explícito lo que siempre permanece implícito en las distintas situaciones de la vida. Hacer sensemaking se trata de «extraer el sentido», es decir, la forma de comprensión que está entreverada en nuestros actos y modos de pensar, que no es ni mensurable ni explícita para la conciencia.
Hay muchas maneras de hacerlo, pero en esencia una sola: observar. Sin embargo, no podemos observar sin más si primero no combatimos no pocos presupuestos cartesianos en los que vivimos, que llevamos en los ojos. Se exige, si se quiere, imitar a Descartes en el procedimiento de la duda, pero para llegar a un resultado diferente: dudar de la modernidad recibida, con el ánimo encontrar un nuevo fundamento de las ideas que tenemos, que no sería el yo, sino, quizás, el mundo. Y entonces tal vez lo que hay detrás de los éxitos millonarios de Soros o LEGO.
Ahora bien, todo empieza por saber bien qué significa «mundo» para Madsbjerg. Formado en filosofía, Madsbjerg sigue a la escuela de la fenomenología. Sensemaking es una manera más «práctica» de decir fenomenología. Esta surgió a inicios del siglo pasado en Alemania, en medio de una crisis que atravesaba todos los campos: la física (la relatividad y los campos de Maxwell ponían en duda la física newtoniana), las matemáticas (se discutían sus fundamentos entre logicistas, intuicionistas y formalistas), la religión (Nietzsche había declarado la muerte de Dios) o el arte (las vanguardias cuestionaban la representación clásica). Y a ello se sumaban los conflictos políticos que preparaban la Primera Guerra Mundial.
Fundada por el filósofo, lógico y matemático Edmund Husserl, la fenomenología quiso reemprender la búsqueda cartesiana de un fundamento seguro, pero lo hizo con un lema: ¡a las cosas mismas! Pero ¿qué son las cosas mismas? ¿Qué es una ciencia de los fenómenos? Es aquella que atiende a lo que aparece y al modo de su aparecer. No es una ciencia de los objetos ni de los pensamientos, sino de las experiencias vividas. Husserl se convirtió en un gran observador de nuestros modos de pensar y comportarnos respecto de todo. Por ejemplo, del tiempo. ¿Qué experiencia del tiempo tenemos? ¿Cómo pasa en nosotros? ¿Cómo lo sentimos? O con la ciencia: ¿qué tipo de experiencia exige la ciencia? ¿Cómo nos disponemos para conocer? O la lógica y el lenguaje: ¿cómo se produce y expresa el sentido? ¿Cómo relacionamos las palabras con las cosas? De este modo, Husserl hizo de la fenomenología un modo de observar de forma minuciosa cada experiencia y extraer cómo los seres humanos le damos sentido: de hacerle sensemaking.
Sin embargo, Husserl mantuvo mucho tiempo una herencia cartesiana: separar la conciencia del mundo. Husserl se preguntaba cómo vivíamos las cosas y esa vivencia ocurría en una conciencia que observaba, razonaba, creaba o deseaba. A esa conciencia se le presentaba un mundo, una totalidad exterior con la que se relacionaba, pero bien podía, igual que Descartes, dudar de él y ponerlo entre paréntesis para preguntarse no por la verdad del mundo, sino por la verdad de la experiencia que la conciencia tenía del mundo.
Y esa es de todas formas una lección sin igual de la fenomenología: las cosas no son las cosas, sino que son nuestra experiencia de ellas.
Fue Martin Heidegger, el discípulo estrella de Husserl, el que cambió la aproximación elemental. Famoso por haber pertenecido al partido nazi y haber publicado el libro filosófico más importante del siglo XX, Ser y tiempo, Heidegger continuó la fenomenología. Pero, en lugar de separar la conciencia del mundo, propuso entender al ser humano como ya siempre existiendo en el mundo, inseparable de él, inmerso, sumergido y absorto en él. Para Heidegger, lo que estructura nuestro ser es que somos seres en el mundo. El modo de ser del ser humano es lo que él llamó ser-en-el-mundo.
Para Heidegger, el mundo consiste en una totalidad significativa en la que estamos todo el tiempo. No es el espacio ni el planeta Tierra ni la sustancia extensa. El mundo no está fuera de nosotros, sino que estamos en él. A la vez, nunca somos un yo aislado, sino que estamos siempre por fuera de nosotros mismos. La paradoja es inevitable, y tal vez confusa: como dice Heidegger, el hombre es el ser que está afuera estando adentro. Pero veamos con atención qué es estar o ser en el mundo.
El mundo es, por ejemplo, el mundo circundante del carpintero. En ese mundo hay un espacio: el taller. Y el taller no es solo un conjunto de cosas, sino que las unas remiten a las otras. El martillo está sobre la mesa de trabajo, allí donde el carpintero suele tomarlo y soltarlo, tan acostumbrado a que esté ahí que solo llegaría a pensar en el martillo si un día no lo encuentra al estirar el brazo. A su vez, el martillo remite al clavo, y el carpintero sabe que hay por ahí una caja con otros clavos que debe buscar cada vez que fabrica una mesa. Cada cosa tiene una utilidad respecto de la otra, y entre todas son útiles para el carpintero, que hace su trabajo porque otros necesitan sus mesas, sus camas y sus casas.
Así no use todo cuanto hay en el taller, cada cosa es más que un objeto que puede ser medido: es una posibilidad para él. En su dureza, el roble no solo tiene madera y una materia vegetal, sino que laten las horas que el carpintero tendría que dedicar a tratarlo, el modo específico de cortarlo y trabajarlo que lo distingue del cedro, la superioridad sobre otras maderas que sus compradores apreciarán, el comedor en el que podrá convertirse, entre otras posibilidades para su existencia. Al comportarse respecto de ellas, el carpintero las comprende, pero no tiene que hacer una ciencia de la madera o capturar datos: callado, sin decir nada durante su ocupación cotidiana, al carpintero solo le basta martillar y serruchar para estar comprendiendo.
Y no solo se trata de la utilidad recíproca de las cosas en medio de la cual el carpintero lleva su existencia. En el taller hay también una disposición afectiva, un modo de estar sintiéndolo. A veces está inmerso en el aburrimiento cotidiano, en la monotonía del movimiento siempre igual del martillar, lo que, de todas formas, le da un aspecto tranquilo al taller. Pero cuando algo se desacomoda o debe hacer algo riesgoso, el taller se puede hacer temible para el carpintero, quien entonces, para no herirse o sufrir un accidente, organiza bien sus implementos de trabajo, presta más atención a cada movimiento, se pone guantes y casco. O si entra lleno de furia por alguna situación, bien puede el carpintero, cual adolescente, golpear las cosas, tumbarlas y convertirlas ya no en útiles para hacer mesas, sino en medios de desfogarse.
Entendemos entonces qué es la totalidad significativa que Heidegger llama mundo: es el conjunto de remisiones entre las cosas que, a su vez, se remiten a nuestros actos y propósitos cotidianos. Para estar en el mundo, debemos ocuparnos en las cosas, tratar con ellas, o ser solicitados, llamados por los demás. Cosas y personas son siempre posibilidades de nuestra existencia que comprendemos al actuar, y que se nos abren según el ánimo en el que estemos. No podemos desligarnos de esa comprensión: no podemos salirnos de nuestro estar en el mundo, sino que, siempre que estemos en cualquier lugar, pensamiento o ánimo, estaremos en el mundo.
Esta comprensión es un entramado de asunciones implícitas sobre lo que somos. Es el sentido que le damos a que seamos y a lo que las cosas son. Y esto precede al conocimiento científico, pero también a la interioridad subjetiva. La ciencia es solo un modo de estar en el mundo y comprender sus posibilidades. A veces lo olvidamos y ocurre lo que dijera Husserl: que meras ciencias de hechos dan meros hombres de hechos. La ciencia implica un tipo particular de disposición de la existencia. Los objetos del laboratorio son algo para el científico formado y otra cosa para el niño que entra y las explora con curiosidad, a quien incluso hay que prevenirlo de que toque elementos peligrosos. Ocurre también con la subjetividad: para sabernos un yo, debemos asumir una reflexividad en la existencia que no es la que tenemos, por ejemplo, cuando caminamos distraídos, y tan solo disfrutamos del azul y el cielo.
El mundo y nuestra comprensión de él no pueden ser vistos mediante los datos, los algoritmos o «la empatía». Como son implícitos, solo se pueden hacer explícitos mediante una interpretación que articule las asunciones implícitas que forman la comprensión. No puede ser una interpretación fragmentada, analítica, sino que debe ser total, sintética. Y no puede centrarse en un individuo aislado y sin contexto.
Para interpretar el mundo y la comprensión en la que vivimos, es necesario un ejercicio de sensemaking. Y este es el gran valor de lo que propone Madsbjerg, inspirado por Heidegger: usar las humanidades para llevar a cabo la interpretación de esa comprensión implícita en la que vivimos. Gracias al arte, la literatura o la antropología (la verdadera), podemos volver a situar a las personas en sus mundos, y entonces advertir qué ideas presuponen, qué valores tienen, qué hábitos los llevan a ser de una u otra manera, en qué estados de ánimo se mantienen, entre otros aspectos.
Para el sensemaking, es necesario estudiar la cultura, acompañar a las personas en sus situaciones de todos los días, saber la historia de sus sociedades o estar en su mismo estado de ánimo, no solo tener «empatía». La literatura es una gran maestra. ¿Quiénes, si no son los novelistas, hacen mejor sensemaking de los mundos de sus personajes e historias? ¿No son un Balzac o un Proust los mejores intérpretes de la comprensión en la que están los franceses? Son ellos los que dan los «datos narrativos» que usó Soros para su apuesta ganadora. De ahí la importancia de conocer la historia de Alemania, el miedo de los alemanes a la inflación (que era su disposición afectiva), la vulnerabilidad del ministro británico, o lo que implicaban las luchas de egos.
No es posible hacer sensemaking si no abrazamos con tranquilidad otras formas de pensar los problemas que debemos resolver, si no confiamos en las interpretaciones más que en los datos o en los mundos más que en las declaraciones explícitas de los individuos. Los negocios siguen, mal que bien, presos de los paradigmas modernos cartesianos que han cuestionado escuelas como la fenomenología (pero también muchas otras, como el posestructuralismo francés). Y como siempre, es la filosofía la que, igual que hiciera Descartes con la ciencia aristotélica, puede poner en duda esos paradigmas y mostrar nuevos caminos.
El libro de Madsbjerg es maravilloso porque es un ejercicio sin igual de comprometer a todo tipo de personas con esas dudas. Para mí que soy filósofo y hago una carrera corporativa, que además soy —igual que Madsbjerg— un devoto de Heidegger, esta obra tiene el valor de reivindicar y acercar a otros lo que tenemos cerca pero nos queda lejos: la necesidad de hacernos la pregunta por el ser, es decir, de indagar cómo y por qué somos lo que somos. No hay otra pregunta más importante que la de qué significa ser, la del sentido que le damos a la existencia a cada momento. Como lo enseña Madsbjerg con su vida y este libro, solo volviendo una y otra vez a esa pregunta podemos descubrir el valor, ya no solo el que puede tener un producto o un servicio, sino el de todo lo que podamos hacer para cambiar el modo en el que vivimos.
*Simón Villegas Restrepo es filósofo y estratega de negocios. Actualmente hace parte del equipo de Xperience Design.
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Gracias al arte, la literatura o la antropología (la verdadera), podemos volver a situar a las personas en sus mundos, y entonces advertir qué ideas presuponen, qué valores tienen, qué hábitos los llevan a ser de una u otra manera, en qué estados de ánimo se mantienen, entre otros aspectos.
Siestas poderosas: del surrealismo a la realidad
EQUILIBRIO
Siestas poderosas: del surrealismo a la realidad
¿Qué hay detrás de la tendencia a mezclar dormir con trabajar? Aquí, una explicación.
Por Estefanía Jaramillo Duarte*


¿Por qué una compañía invertiría dinero en el sueño de sus empleados? La respuesta es simple: las siestas cortas son un poderoso energizante.
Como era costumbre ya, en una tarde cualquiera, Salvador Dalí se dispuso a aplicar su método paranoico-crítico. Recostado, sujetó una llave entre las manos, cerró los ojos y sin hesitación se dejó sumergir en el sueño. Al cabo de unos minutos, su racionalismo cedió paso a las imágenes del subconsciente. Cuando sus músculos estaban relajados y su mente oscilaba con fluidez entre la somnolencia y la vigilia, la travesía llegó a su fin. El golpe de la llave contra el piso lo despertó: estaba listo para retomar su trabajo artístico.
Curiosamente, lo que pretendía con este método no era dormir, sino distanciarse de su racionalidad para alcanzar la libertad creativa. Su cita con el subconsciente era la más importante del día porque como él mismo afirmaba ‘’los sueños son la materia de la que está hecho el surrealismo’’ (BBC, 2021). Su método fue tan efectivo que un año después de aplicarlo, dio a luz a su obra más representativa: La persistencia de la memoria. La pintura, icónica por sus relojes derretidos, fue resultado de un acto simple pero necesario en el día a día: la siesta poderosa.
¿Cómo funciona la ciencia de la siesta poderosa? Empecemos por una aclaración: no cualquier siesta es poderosa. Para atribuirle ese apellido, hay que asegurar que sea corta y liviana. Esto se debe a que el método sólo puede aplicarse en las fases iniciales del sueño (N-1 y N-2), que son un «cóctel ideal para la creatividad». Se estima que duran 5% del tiempo de pernoctación y acaban cuando el sueño entra en la fase tres, o fase de sueño profundo, de la que es más difícil despertarse. El valor del sueño liviano consiste en que es un híbrido semilúcido que facilita la interacción entre partes del cerebro de pensamiento espontáneo y otras de control cognitivo (Science Advances, 2021). En esa interacción reside el verdadero poder del sueño liviano: mantenernos como equilibristas en medio de la conciencia y la inconciencia. Esta es la esencia de una siesta poderosa.
Si dormir y trabajar son actividades ajenas, parecería extraño juntarlas en un mismo espacio. «Al trabajo no se va a dormir, sino a dar su cien por ciento» dirían los empleadores. Sin embargo, este imaginario está siendo debatido. En Estados Unidos, cerca del 34% de las compañías ofrecen a sus empleados habitaciones de siestas (National Sleep Foundation, 2008), y en Canadá, la tendencia ha sido más pronunciada: algunas han invertido hasta 40.000 dólares para instalarlas. Bob Vaez, CEO de EventMobi, se describe a sí mismo como el CEO que «promueve dormir en el trabajo» y no es la única oveja negra: Google Canada, Accenture, Randstad Canada, Uber, Zappos y Ben & Jerry’s, por citar algunos ejemplos, también lo hacen.
¿Por qué una compañía invertiría dinero en el sueño de sus empleados? La respuesta es simple: las siestas cortas son un poderoso energizante. Pero no cualquiera. Uno de carácter profundo, a diferencia de los del supermercado. De acuerdo con Sara C. Mednick, autora de Toma una siesta! Cambia tu vida, las siestas nos reinician y optimizan funciones cerebrales (Soong, 2011). Tres beneficios sobresalen: el fortalecimiento de la memoria, de la capacidad de aprendizaje, y de la habilidad para resolver problemas.
Para entender las ventajas de las siestas conviene compararlas con un homólogo energizante: el café. Si ya hay cápsulas de café en la oficina, ¿para qué incorporar las de sueño? La razón es que el café sólo nos mantiene despiertos, mientras que las siestas potencian funciones cerebrales. Esto se confirmó en una investigación académica que demostró que, en comparación con el café, las siestas aumentan la retención en siete horas y veinte minutos. La cafeína tiene poco que aportar a la memoria y sólo mejora el desempeño en tareas que no recaen sobre información compleja (Mednick S. C., Cai D. J., Kanady J. & Drummond S. P., 2008). Como en contextos laborales las soluciones rara vez están servidas en bandeja de plata, es evidente que el café no basta.
En segundo lugar, estudios realizados por Axel Mecklinger PhD. y Matthew Walker PhD. demuestran que las siestas mejoran el aprendizaje. Descubrieron, por ejemplo, que las ondas de frecuencia lenta del sueño ligero fortalecen el hipocampo y sus memorias asociadas (Studte S., Bridger E. & Mecklinger A., 2015), en particular la memoria asociativa. En ese sentido, el sueño ligero permite relacionar nuevos elementos e interiorizar la información, actividad esencial para la consolidación de aprendizajes.
Por último, el sueño corto ayuda a resolver problemas. Así lo determinó el Instituto del Cerebro de París, que demostró que la etapa de sueño ligero lleva a ponderar diferentes caminos para realizar tareas y escoger el más efectivo. Se trata, en realidad, de la creatividad a la hora de encontrar soluciones. Según Delphine Oudiette, una de las autoras del experimento, se comprobó «que hay un momento fugaz y propicio para pensamientos perspicaces dentro del período de inicio del sueño». Además, que «la actividad cerebral común a la zona de penumbra entre el sueño y la vigilia enciende chispas creativas» (BBC, 2021). Esas chispas son fundamentales para exclamar «¡Eureka!» más seguido.
Dados sus beneficios intrínsecos, no es de extrañar que las siestas tengan resultados extraordinarios: mejoran en un 54% la atención y en un 34% la productividad. Esto debería persuadir a que más empleadores complementen las cápsulas de café con las de sueño. El costo, por supuesto, no es cero. Y no necesariamente por la inversión económica, sino por el otro reto que se interpone en el camino: el de apoyar aquello que es mal visto.
Aplicar la ciencia de la verdadera productividad requiere repensar los modos de trabajo y tomar decisiones contraintuitivas y arriesgadas. En lo que a bienestar y productividad se refiere, aferrarse a lo aceptado es desastroso. Ser pionero, una apuesta obligatoria. Una convicción poco común puede aclarar el panorama: lo que nos hace humanos, nos potencia. Bajo esa filosofía el cambio parece posible. Finalmente, en eso consisten las grandes apuestas por el desarrollo de capacidades: en actuar al mejor estilo del artista soñador.
*Estefanía Jaramillo Duarte es profesional en gobierno y relaciones internacionales de la Universidad Externado de Colombia. Es colaboradora de CUMBRE y se desempeña en el sector público internacional.
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¿Por qué una compañía invertiría dinero en el sueño de sus empleados? La respuesta es simple: las siestas cortas son un poderoso energizante.