HISTORIAS

El eterno retorno del líder autoritario

De Perón a Chávez, el caudillismo es una constante en Latinoamérica.

Por Liliana Castaño Gómez*


Ilustración: Los Naked

En las profundidades de nuestra cultura política el discurso democrático no ha anclado, no ha echado raíces y, en consecuencia, luce para el hombre común como una retórica de elites políticas o intelectuales que no le ofrece nada al pueblo.

A finales del siglo XIX, el filósofo alemán Federico Nietzsche enunciaba uno de sus postulados más controvertidos: “el eterno retorno”. Esencialmente, se trata de una concepción cíclica de la historia que se identifica con la supresión entre pasado y futuro, ya que lo pasado es sencillamente lo futuro y lo futuro ya ha sucedido en el pasado. Esto es así porque en el universo de Nietzsche la eternidad se percibe como “una repetición infinita del contenido del tiempo” De lo que se infiere que las sociedades están condenadas a repetir de forma infinita sus miserias, tensiones y contradicciones, así como sus momentos gloriosos, si es que los tienen.

Sin ánimos de adentrarnos a las aguas profundas del debate filosófico, queda claro que esta perspectiva de la historia, por muy excéntrica que parezca, funciona muy bien para comprender y explicar la recursividad de ciertos fenómenos políticos en la realidad histórica latinoamericana. Una realidad de la que Colombia forma parte fundamental. Y es que, en los más de dos siglos de historia republicana el hombre fuerte, el caudillo, el líder carismático y hasta mesiánico, surge una y otra vez en caras, momentos y personas diferentes con el mismo resultado concreto: ofrecerle respuestas contundentes a los sentidos reclamos de una sociedad que no encuentra ningún tipo de solución en los actores políticos tradicionales.

Muy rápidamente el líder carismático logra conectarse con la sociedad y, principalmente, con los sectores y estratos más vulnerables, marginados y relegados por un sistema político y económico que, con su iniquidad y falta de oportunidades tangibles, los condena de antemano a una vida de pobreza y calamidad. Una situación que a las clases medias y los sectores acomodados les gusta ignorar y desconocer. Por lo demás, su capacidad de “exegeta” del sentir colectivo lleva a menudo al hombre fuerte, sin importar su signo ideológico, a gozar de altos niveles de popularidad, basados en el vínculo afectivo, más que racional, que tejen con sus seguidores y afectos.

Cuando llega al poder, el hombre fuerte tiende a personalizar los procesos políticos y a debilitar el sistema de partidos. Incluso, a desestabilizar el andamiaje jurídico institucional que existe con el fin de servir  de muro de contención entre el poder arbitrario y el ciudadano común, que el caso del caudillo, se perfila ahora, al menos en teoría, como el soberano y causa primaria del Estado de derecho.

La historia de América Latina sirve de evidencia concreta. Perón, Trujillo, Chávez, Juan Vicente Gómez, Jorge Eliécer Gaitán significan, nos guste o no, procesos de personalización radical de la política en los que el líder dota de expresión y contenido concreto los resentimientos, insatisfacciones y descontentos de una sociedad. Esto, con las particularidades y matices de cada caso, no termina de caber entre las dinámicas que le permiten a una sociedad contar con unos niveles mínimos de bienestar y calidad de vida, tal como sería en una democracia de verdad.

Las razones del autoritarismo recurrente son muy complejas y variadas, pero en líneas generales todo indica que tiene que ver con el hecho de que en las profundidades de nuestra cultura política el discurso democrático no ha anclado, no ha echado raíces y, en consecuencia, luce para el hombre común como una retórica de elites políticas o intelectuales que no le ofrece nada al pueblo. De hecho, la mayoría de nuestros hogares están construidos sobre el patriarcado o el matriarcado; en ambos casos estas figuras de autoridad familiar se ejerce despóticamente y no forman a los niños en los valores y principios democráticos, tan necesarios como: la posibilidad de cuestionar la autoridad cuando se equivoca, la construcción sistemática de consensos en torno a las decisiones que afectan a todos y  la resolución pacífica de conflictos sin llegar a la violencia del más fuerte como criterio de imposición y de negación del otro.

En el desarrollo de las campañas presidenciales colombianas, los personajes más representativos de la izquierda y de la derecha siguen actuando en los mínimos parámetros neo-populistas o populistas radicales de siempre. La respuesta ante la pregunta legítima de si el populismo en sus variadas expresiones y modalidades es bueno o no, excede los propósitos de esta reflexión. Sin embargo, nuestra opción es apostar por la edificación del liderazgo supremo de una cultura política democrática, en la cual, ya no haya lugar para el caudillo de turno. En donde sea el ciudadano consciente, liberado de prejuicios sociales y dispuesto a participar en la gestión de la cosa pública (república), quien se vuelva artífice y protagonista en la construcción de su realidad, quien la dote de más y mejores espacios para la convivencia, y prescinda, incluso, si es necesario, de las desgastadas estructuras políticas y burocráticas que al parecer ya no representan a nadie. De no ser así, viviremos inmersos hasta tiempos inconmensurables en el eterno retorno del que tan enfáticamente habló Nietzsche en su momento.     

 

*Liliana Castaño es psicóloga clínica y docente e investigadora de la Universidad Simón Bolívar en Barranquilla, Colombia.

 

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