IDEAS

El líder incoherente

Somos contradictorios por naturaleza, pero lo que más pedimos de nuestros líderes es coherencia. ¿Hay conciliación posible entre estas dos fuerzas?

Por Andrés Mejía Vergnaud*


Nuestro universo interno no es perfectamente esférico y cerrado: es móvil, dinámico, cambiante, y conflictivo. Dentro de nosotros no somos uno solo: como dice el verso de Walt Whitman, dentro de cada uno de nosotros “habitan multitudes”.

Llevo ya algunos años empeñado en una especie de campaña contra la coherencia. O más bien, contra el valor que en nuestra sociedad se da a la coherencia.

Explico. Me ha sorprendido siempre la manera tan elevada como se valora la coherencia en nuestra sociedad. El solo hecho de ser coherente parecería, a veces, ser más importante que el contenido y el valor de las cosas que se dicen o se hacen. Así, por ejemplo, quienes durante años mantienen unos mismos puntos de vista suelen enorgullecerse públicamente de ello, y ganan admiración social. Igual sucede con quienes presumen de actuar siempre en consecuencia con lo que creen.

En ambos casos, mi sorpresa viene de este hecho: más que el valor o la veracidad o la fuerza persuasiva de las ideas de esa persona, lo primero que nos detenemos a admirar es que ella ha sido coherente en mantenerlas. Más que el valor de los preceptos o principios morales que la persona dice enarbolar, lo primero que nos detenemos a admirar es el hecho de que sus acciones sean (aparentemente) fieles a esos principios. Así, creo, nos extraviamos: nuestra atención debería estar puesta en el contenido, en las tesis, en el valor y en la veracidad de las ideas que se defiende o se proponen, no en la coherencia interna, temporal o práctica de las mismas.

Creo, además, que esa suerte de obsesión con la coherencia es contraria a un elemento fundamental de la naturaleza humana, y es el hecho de que todos somos internamente incoherentes. ¿En qué sentido? En que dentro de nosotros mismos las ideas están en permanente contradicción, al igual que los juicios morales. Nuestro universo interno no es perfectamente esférico y cerrado: es móvil, dinámico, cambiante, y conflictivo. Dentro de nosotros no somos uno solo: como dice el verso de Walt Whitman, dentro de cada uno de nosotros “habitan multitudes”.

Pero les mentiría, y sería además infiel a mi premisa, si les digo que esta teoría es armónica y perfecta. Mi posición sobre la coherencia tiene numerosas limitaciones y problemas. Una de esas limitaciones, creo, tiene que ver con la cuestión del liderazgo. ¿Por qué? Porque aun cuando todo lo que he dicho sobre coherencia y naturaleza humana sea cierto, es también cierto que nuestro concepto de liderazgo presume al menos un mayor grado de claridad y persistencia en las posiciones y las acciones. Ese universo interno que describí difícilmente podría ser la imagen de quien ejerce una función de liderazgo: del líder esperamos guía, y ello implica alguna clase de claridad y de rumbo.

No ignoro ese problema. ¿Cómo entonces reconciliar ambas cosas, si hemos dicho que ambas son verdaderas?, ¿Cómo conciliar que los humanos somos por naturaleza incoherentes, pero que, de una persona que lidera, esperamos ciertos atributos asociados con la coherencia, como la claridad sobre el rumbo?

En principio, mi propuesta es que ambas cosas se concilien en el nivel pragmático, en la práctica. Así, podemos vivir tranquilos con el hecho de que ambas son verdaderas y se contradicen en el nivel de la teoría.

¿Cómo funciona esa solución en el nivel pragmático? Funciona en tres momentos. En el primero, reconocemos nuestras incoherencias internas y nos hacemos conscientes de ellas; y además nos hacemos conscientes de que no hay nada malo con ello. En el segundo momento, damos un primer paso hacia la dimensión práctica, y reconocemos que la función de liderazgo implica, en la práctica, una cierta claridad sobre el rumbo; claridad que, en principio, parece incompatible con el caos interno que es natural sentir. Y en el tercer y último momento, hacemos un ejercicio deliberado de elegir un rumbo y comprometernos con él. No negamos ni negaremos que dentro de nosotros hay un conflicto interno, y que por ejemplo al tomar una decisión siempre vamos a sentir dentro de nosotros el llamado de las múltiples alternativas. Esa realidad interna no la vamos a suprimir. Lo que haremos, al nivel de la práctica, es un ejercicio pragmático de elegir un rumbo definido, y comprometernos con él.

Lo anterior, por supuesto, implica una evaluación juiciosa de las alternativas. Una evaluación que, a mi juicio, es parecida a la de un apostador, solo que la de un apostador responsable y al menos parcialmente informado. Y es que dado que todas las decisiones se toman dentro de un marco de mayor o menor incertidumbre, cada acto de decidir implica una apuesta sobre un futuro que no conocemos. Usamos sin embargo la información que tenemos para valorar, no cuál va a ser el futuro (cosa imposible de saber), sino cuál va a ser nuestra capacidad de manejar cada uno de los posibles desarrollos de este.

Así, en ese nivel puramente práctico, elegimos un rumbo, nos comprometemos con él, movilizamos los recursos necesarios para transitarlo, comunicarlo y aprovecharlo. De esa manera podemos proyectar seguridad y confianza sin tratar inútilmente de suprimir nuestra incoherencia natural. Debemos, claro, estar siempre listos para revisar nuestra decisión y corregirla, pero la realidad es que en el nivel práctico se necesita un mínimo de persistencia con el rumbo (y es una persistencia que paga).

 

Nota lógica adicional: Un comentario adicional para quienes gustan de la lógica. En los sistemas de lógica clásica como el que guía nuestro razonar cotidiano, las contradicciones están totalmente proscritas y la coherencia es un mandato imperativo. Yo no puedo al mismo tiempo afirmar que estoy en Barcelona y que estoy en Choachí. O lo uno lo otro. Pero resulta que, cuando se exploran los límites y las profundidades de los sistemas lógicos, se encuentra que inevitablemente aparecen contradicciones. Esto se vio sobre todo en el desarrollo de la teoría de conjuntos a finales del siglo XIX. Pero se conocía desde que los griegos analizaron la frase “Todos los cretenses son mentirosos” dicha por un cretense (si es verdadera, es falsa, y si es falsa es verdadera). Se han puesto grandes esfuerzos en elaborar sistemas lógicos que resuelvan esas contradicciones. Pero me pregunto (y en esto sigo un poco al matemático Graham Priest), ¿por qué resolverlas?, ¿qué necesidad hay de solucionarlas? Como puede verse en la modesta contribución que esta nota contiene, pueden hallarse maneras de vivir con las contradicciones sin que ellas sean una molestia. Me pregunto: si en las profundidades de los sistemas matemáticos hay contradicciones, pero en la superficie dichos sistemas funcionan para lo que los necesitamos, ¿cuál es la necesidad de resolver esas contradicciones?

 

*Andrés Mejía Vergnaud es consultor, autor del blog Descartes en Bata, panelista de Blu Radio. Profesor invitado de los programas ejecutivos y abiertos, Universidad de los Andes (Facultad de Administración).

 

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