IDEAS
Cómo hacer 'billions': de Soros a Heidegger
Ni experimentos de neurociencia ni empatía de Design Thinking. Para ganar en el mercado hay que entender profundamente el mundo y sus posibilidades, esto es, hay que ir de Soros a Heidegger.
Por Simón Villegas Restrepo*
Gracias al arte, la literatura o la antropología (la verdadera), podemos volver a situar a las personas en sus mundos, y entonces advertir qué ideas presuponen, qué valores tienen, qué hábitos los llevan a ser de una u otra manera, en qué estados de ánimo se mantienen, entre otros aspectos.
Ideas billonarias
El 16 de septiembre de 1992, George Soros pasó a la historia como «el hombre que quebró el Banco de Inglaterra». Acababa de ganar mil millones de dólares (o un billion, como dicen hoy). También leo que fueron 650 millones. La cifra no importa. Pertenece a lo inimaginable, incluso a lo difícil de escribir, que por eso junté un número en dígitos con un número en letras. Del otro lado del Atlántico, los ingleses habían perdido alrededor de 3400 millones y su moneda se había devaluado enormemente.
Muy pocos ganaron ese día, pero ninguno ganó tanto como Soros, que había shorteado la libra esterlina.
En ese momento, el fantasma del comunismo recorría a Europa, ya no como el espectro del futuro que habían anunciado Marx y Engels, sino como el fantasma del padre muerto de Hamlet (que también le fascinó tanto a Marx). La Unión Soviética había caído y Alemania se había reunificado, lo que había traído una gran presión inflacionaria que había llevado al banco central alemán a subir las tasas de interés. Las consecuencias eran graves para países en recesión y con tasas de interés bajas, como Italia y el Reino Unido, que debían evitar que su moneda perdiera valor para poder mantenerla en el Sistema Monetario Europeo. El Reino Unido intentó que Alemania bajara sus tasas de interés, pero fueron infructuosas las negociaciones entre Helmut Schlesinger, que dirigía el Bundesbank, y Norman Lamont, el ministro de finanzas de Reino Unido (o Chancellor of the Exchequer). Ambos se reunieron el 15 de septiembre de 1992.
Entre eso y otros factores macroeconómicos que no vienen al caso, el 16 de septiembre fue el miércoles negro: los ingleses se hicieron pobres y Soros se hizo rico.
Como todas las historias de los inversionistas exitosos, tipo Warren Buffett o incluso el fascinante y hollywoodesco Jordan Belfort, esta historia da la imagen de un ingenio que no pocos quisiéramos imitar. Tiene aura de profeta místico, científico iluminado o artista genial. No importa, por ello mismo, si me equivoqué en uno u otro detalle. Asumamos que es ficticia. Al encontrarnos con esta historia querríamos la manera de pensar de un Soros o un Buffett más incluso que sus miles de millones de dólares, pues estos solo han venido consecuencia de una modélica agudeza intelectual.
¿Por qué Soros logró darse cuenta de que debía apostar contra la libra esterlina con tanta seguridad? ¿Hacía mejor que nadie los cálculos, las proyecciones y las demás cosas que hacen los financieros? ¿Sabía más matemáticas? ¿Había comprado el futuro?
Esta historia no es de mi cosecha, sino que la conocí en Sensemaking, libro de mi admirado Christian Madsbjerg, filósofo danés y consultor global. Allí, Madsbjerg ofrece una manera de entender el pensamiento de Soros en 1992. Cita a Robert Johnson, que acompañó a Soros a tomar la decisión de hacer semejante apuesta. En la oficina de Soros no solo había los necesarios datos de los movimientos financieros, sino que, en palabras de Johnson, «los datos eran de experiencias, artículos de periódico, historias de cómo estaban reaccionando las personas, conversaciones. Datos narrativos». Como dice Madsbjerg, Soros reconocía «los eventos de quiebre en la política eran con frecuencia un resultado de malentendidos aparentemente triviales (luchas por marcar territorio, indignación y egos heridos que hervían justo bajo la superficie más racional de la política monetaria y los acuerdos)». Y Soros lo sabía porque tiene un bagaje en humanidades que incluye haber sido alumno de Karl Popper, sin duda uno de los filósofos más renombrados del siglo XX.
Con Popper, Soros había aprendido la «falsabilidad» de toda teoría, esto es, el que todo el conocimiento inductivo que generalizamos está siempre en riesgo de ser refutado por cualquier hecho. Esto exige probar siempre la teoría en todo tipo de experiencias, no solo en las «controladas» del laboratorio, lo cual, traducido a los asuntos humanos, significa ponerla en contexto, por fuera del mero cálculo racional, y atender a cualquier hecho por irrelevante que parezca. Así las cosas, Soros tenía en cuenta la historia de Alemania, el temor a la inflación, el sentimiento generalizado de la población, las consecuencias y significados políticos, entre otros factores «narrativos» que le permitían estar seguro de su apuesta sin tener solo datos cuantitativos a la mano.
Soros observaba el comportamiento humano más que el comportamiento de la moneda. O más bien, veía a este último como una expresión del primero. Por eso sabía lo que harían Schlesinger y Lamot. Lo demás eran cálculos.
La posible genialidad de Soros estribaba en que interpretó bien el «mundo». Es lo que ha hecho toda su carrera de inversionista, como salta a la vista cuando se leen sus ideas: más que las finanzas, le interesa el modo en el que existimos en el mundo, la debilidad de las teorías y el desequilibrio de los modelos que nos representamos como estáticos y exacto. Esta obviedad es, en cualquier caso, el «secreto» de cualquiera que acierta en su actuar.
Ni algoritmos ni empatía
Esta historia no es importante en sí misma. Es solo un ejemplo más de lo que Madsbjerg defiende a lo largo del libro: el sensemaking, el ‘método’ con el que él y su consultora ReD Associates han asesorado a grandes compañías como Samsung, Ford o Facebook. ReD Associates es la consultora de estrategia que Madsbjerg cofundó. Usa las perspectivas de las humanidades para innovar y reformular la comprensión en la que viven las empresas. El sensemaking consiste en encontrar el sentido de la situaciones en las que está inmerso el ser humano: es una lectura contextual y sintética de los modos recíprocos de actuar y pensar.
Digamos que queremos entender cómo juegan los niños, por qué y para qué, cuáles son los sentidos involucrados en esos momentos de juego. Pensemos que vamos a hacerlo por distintos propósitos diferentes de la mera curiosidad. Queremos venderles, desarrollar un producto nuevo, diseñar una política pública, una estrategia pedagógica.
En general, encontraríamos dos formas de hacer esto.
Algunos harían experimentos controlados por psicólogos y neurólogos en los que, al ver a los niños jugar, observarían los valores que adquieran unas variables previamente definidas, desde el tiempo que pasan jugando, la cantidad de juguetes que usan, de compañeros que involucran, entre otras posibles. No faltarían, claro, los que conecten cablecitos a los cerebros de los niños para saber qué zonas se activan. Por supuesto, agregarían los últimos papers de estudios sobre los niños, las tendencias de juego, la compra de estos u otros juguetes a nivel global y todo lo que haya disponible que sea científicamente certero. Usarían inteligencia artificial (o “AI”, como le dirían).
Llamemos a esta la visión científico-calculante.
Otros se irían por una alternativa más «empática», como dicen hoy. Digamos que sea un experto en design thinking. Haría entonces un focus group con niños y padres en los que quizás realice «entrevistas etnográficas», que suelen consistir en usar el camino directo de preguntarle al otro (como el niño) qué piensa o qué quiere. Lo registrarían con colores en grandes pliegos. También es posible estos design thinkers prescindan de hablar con niños y hagan sesiones para «sacar el niño interior», con post-its, puffs y juegos de mesa.
Llamemos a este el enfoque «empático».
Pero hay una tercera aproximación: alguien se va a jugar con los niños. No les pregunta nada, no les conecta aparatos, no lleva variables previamente definidas. Procede sin hipótesis, tan solo quizás con corazonadas. Espera. Se involucra con el juego tal como se plantee en su espontaneidad. Escucha más de lo que habla. Anota en silencio y en una libreta, no en post-its. Se empapa de la realidad del niño.
Este alguien es quizás Madsbjerg o alguno de los consultores de ReD Associates. De esa manera reformularon hace varios años la estrategia corporativa y competitiva de LEGO, al ayudarlos a interpretar mejor la existencia de los niños y, por tanto, a cambiar su manera de hacerse presente en ella mediante una renovada propuesta de valor. La aproximación de Madsbjerg y ReD no solo descartó las ideas que venían de los «científicos» y los «empáticos», en especial de los primeros, representados por los economistas, sino que resultó indiscutiblemente ganadora: LEGO creció como nunca antes en su historia y, frente a la «tendencia» de las consolas de videojuegos, mantuvo su posición como fabricante de juguetes «análogos». Fue también una aproximación billionaria.
Ni la aproximación «científica» ni la «empática» podían capturar lo que sí el sensemaking. Aunque parezcan oponerse, ambas tienen un mismo origen intelectual que Madsbjerg identifica bien en Sensemaking: el cartesianismo moderno.
Cada forma de pensar puede derivarse de las dos partes del dualismo cartesiano: la una del cuerpo, la otra de la mente.
Cartesianismo o ciencia de la tortura
Para aquellos que no recuerden el colegio, Descartes fue el filósofo famoso por el «Pienso, luego existo», que debe leerse como: «Pienso, por lo tanto existo o soy». Para Descartes, el yo que piensa es el fundamento de nuestro conocimiento y relación con el mundo. Todo lo que conocemos es dudoso: lo que percibimos por los sentidos, lo que nos han enseñado nuestros padres, las matemáticas y la geometría, la teología y la religión. Sin embargo, durante la vida, dice Descartes, asumimos una cantidad de ideas que creemos verdaderas, pero sobre las que tendríamos más de una razón para pensar que son falsas. Todo cuanto vemos podría ser un sueño. Todos nuestros pensamientos podrían ser el engaño de un genio maligno. Nada nos garantiza que conozcamos certeramente la realidad. De ahí que debamos dudar de todo cuanto decimos conocer para alcanzar al menos un conocimiento del que no podamos dudar. Y este es, para Descartes, el del yo: cuando digo «dudo», no puedo dudar de que estoy dudando. Aunque todo a mi alrededor sea un engaño, aunque mi cuerpo no exista y en verdad sea una mente que lo imagina, aunque una mente malvada me haga errar cada vez que sumos 2 + 2 y creo que el resultado es 4, no puedo dudar de que, mientras pongo en duda en mis ideas, yo existo dudando, yo soy aquel que duda. Y como la del yo es la primera certeza, todo el resto del conocimiento se construye sobre él.
Para Descartes, el conocimiento del mundo viene después del conocimiento del yo. El pensamiento, la mente, es lo más cercano y familiar, más incluso que las cosas que nos rodean, como serían el computador o el celular que tengo al lado mientras escribo. Todo lo que no soy yo, inclusive mi cuerpo, es exterior a mí y es sustancia extensa. En Descartes, el mundo es una cosa (res) que es distinta del yo y que tiene cualidades extensas, que son mensurables o que pueden ser medidas, que son representables en un plano cartesiano —justamente llamado así en su nombre—. El mundo puede ser calculado y anticipado con un criterio matemático de exactitud, igual a como hacen con los niños los de la llamada visión científica o los fanáticos de la «ciencia de datos». E igual, claro, a como hacen los financieros con los mercados, que los consideran una sustancia extensa que se domina con geometría o física, con el cálculo de una trayectoria (poco importa si hablamos de una bala o una moneda).
En este mismo paradigma está lo que Madsbjerg llama el “Silicon-Valley state of mind”, tan obsesionado con el big data y la anticipación algorítmica, que no es más que el cálculo anticipador que siempre ha pretendido la ciencia moderna. Los vallesiliconianos viven bajo una máxima: «los números hablan por sí mismos». Como dice Madsbjerg: «El big data quiere eliminar el sesgo humano de la ecuación, para lo que adopta el pensamiento deductivo y descarta la indagación inductiva. Con suficientes datos, los números hablan por ellos mismos y no se necesita la teoría». Y en las palabras de Peter Norvig, director de investigación de Google, también citado por Madsbjerg:
«Este es un mundo donde las grandes cantidades de datos y las matemáticas aplicadas remplazan cualquier otro instrumento que sea traído a consideración nuestra. Fuera toda teoría del comportamiento humano, de la lingüística a la sociología. Olvidemos la taxonomía, la ontología y la psicología. ¿Quién sabe por qué las personas hacen lo que hacen? El punto es que lo hacen, y lo podemos rastrear y medir con una exactitud sin precedentes. Con suficientes datos, los números hablan por ellos mismos».
El paradigma de los datos no es, pues, nuevo. Tiene un origen moderno y cartesiano. En últimas busca conocer el mundo bajo la cualidad que le atribuyen Descartes y los filósofos modernos y mecanicistas: la extensión, la posibilidad de ser medido y calculado, con la obtención de los datos suficientes para describir todas sus características. Muchas veces lo hacen con algo que ni Descartes hizo: eliminar la subjetividad, el yo. Y entonces vienen la confianza en la economía, la neurociencia o la psicología conductiva, que niega la interioridad y observa solo el comportamiento «exterior».
Contra este paradigma, hay quienes han querido defender la experiencia propia de la mente, de la cosa pensante, es decir, de la cosa que, como dice Descartes, imagina, afirma, niega, quiere, rechaza. Los empáticos y los design thinkers entran aquí. También muchos «creativos» que hacen “brainstorming” para llegar a nuevas ideas. Entran incluso los diseñadores de Google o Facebook, muchos de UX y UI que quieren, como recuerda Madsbjerg, «experiencia sin fricciones», que no es otra que la de una mente que sigue su camino libre sin encontrarse la resistencia del mundo.
Estos «empáticos» suelen cambiar los datos por los post-its y los planos cartesianos por los tableros de Miro. Muchas veces desprecian la ciencia con enorme mediocridad intelectual. Y entonces se obsesionan con el «usuario», que es siempre la representación de un yo aislado que no es más que esa cosa pensante. Para conocerlo usan «la empatía», como dije. Es la forma de convertir la propia mente en un espejo de la mente del otro: empatizar es ajustar dos mentes o, como se dice tontamente, ponerse en los zapatos del otro, lo cual siempre significa que yo me imagino como el otro, con lo que suelo negar su realidad incompatible e imposible de ajustar a la mía, mi diferencia absoluta con él. Como dice Madsbjerg del design thinking, sin conocer al otro «se lo imaginan», y reducen todo a una conversación empática, encerrada en la mente que «diseña».
Los «empáticos» usan distintos métodos para conocer a sus «usuarios». Basta observar muchos estudios de diseño del estilo de IDEO. Por ejemplo, «testean» productos en pruebas aisladas, en las que llevan a alguien a un sitio especial y le piden que interactúe, sin ningún contexto ni necesidad, a que interactúe con un app o un producto. Este aislamiento es el mismo del yo de Descartes, aunque no lo sepan. O hacen algo que llaman «entrevistas etnográficas» que consisten, tristemente para la tradición antropológica, en usar el camino directo, obvio y equivocado de preguntarle al otro qué piensa o qué quiere en un focus group.
En este sentido, la empatía se parece más a una ciencia de la tortura que descubre cómo aislar a los individuos, apresar su cuerpo y hacerlo revelar en un interrogatorio lo que tiene en su mente.
El presupuesto implícito en estos procedimientos es que las personas son conscientes de lo que quieren y lo que piensan, y entonces pueden declararlo si se les pregunta. Es el mismo de Descartes: la mente puede tener ante sí misma todas sus creencias, y por tanto dudar de ellas. Puede que no sea cierto lo que alguien diga, pero sin duda es lo de ese alguien, es decir, está remitido a un yo que piensa. Para usar las palabras de Madsbjerg, los empáticos tienen «la habilidad de sentarse, como Descartes, y “pensar en” la vida como vista a través de una ventana». Y privilegian, claro está, lo que la persona piensa o dice.
Frente a los científicos y los empáticos, Madsbjerg propone el sensemaking: ni es un cálculo analítico de un mundo exterior que puede ser calculado en su totalidad, ni es una aproximación empática que reduce las personas a la mera mente, e incluso que reduce sus mentes a la mente del que las investiga.
¡A las cosas mismas!
¿Qué es, entonces, el sensemaking? Es una forma de interpretar los mundos en los que desenvolvemos nuestra vida. Es jugar con los niños para rehacer la estrategia de LEGO. Es atender a la historia de Alemania, los sentimientos involucrados y los conflictos personales entre Lamont y Schlesinger para apostar contra la libra esterlina. No es «empatía» con «usuarios», pues lo que importa no es el individuo, sino su mundo y las relaciones implicadas entre las personas y las cosas.
La clave del sensemaking está en el concepto de «mundo». Con ReD, Madsbjerg es un gran intérprete de mundos. Intepretarlos y leerlos consiste en hacer explícito lo que siempre permanece implícito en las distintas situaciones de la vida. Hacer sensemaking se trata de «extraer el sentido», es decir, la forma de comprensión que está entreverada en nuestros actos y modos de pensar, que no es ni mensurable ni explícita para la conciencia.
Hay muchas maneras de hacerlo, pero en esencia una sola: observar. Sin embargo, no podemos observar sin más si primero no combatimos no pocos presupuestos cartesianos en los que vivimos, que llevamos en los ojos. Se exige, si se quiere, imitar a Descartes en el procedimiento de la duda, pero para llegar a un resultado diferente: dudar de la modernidad recibida, con el ánimo encontrar un nuevo fundamento de las ideas que tenemos, que no sería el yo, sino, quizás, el mundo. Y entonces tal vez lo que hay detrás de los éxitos millonarios de Soros o LEGO.
Ahora bien, todo empieza por saber bien qué significa «mundo» para Madsbjerg. Formado en filosofía, Madsbjerg sigue a la escuela de la fenomenología. Sensemaking es una manera más «práctica» de decir fenomenología. Esta surgió a inicios del siglo pasado en Alemania, en medio de una crisis que atravesaba todos los campos: la física (la relatividad y los campos de Maxwell ponían en duda la física newtoniana), las matemáticas (se discutían sus fundamentos entre logicistas, intuicionistas y formalistas), la religión (Nietzsche había declarado la muerte de Dios) o el arte (las vanguardias cuestionaban la representación clásica). Y a ello se sumaban los conflictos políticos que preparaban la Primera Guerra Mundial.
Fundada por el filósofo, lógico y matemático Edmund Husserl, la fenomenología quiso reemprender la búsqueda cartesiana de un fundamento seguro, pero lo hizo con un lema: ¡a las cosas mismas! Pero ¿qué son las cosas mismas? ¿Qué es una ciencia de los fenómenos? Es aquella que atiende a lo que aparece y al modo de su aparecer. No es una ciencia de los objetos ni de los pensamientos, sino de las experiencias vividas. Husserl se convirtió en un gran observador de nuestros modos de pensar y comportarnos respecto de todo. Por ejemplo, del tiempo. ¿Qué experiencia del tiempo tenemos? ¿Cómo pasa en nosotros? ¿Cómo lo sentimos? O con la ciencia: ¿qué tipo de experiencia exige la ciencia? ¿Cómo nos disponemos para conocer? O la lógica y el lenguaje: ¿cómo se produce y expresa el sentido? ¿Cómo relacionamos las palabras con las cosas? De este modo, Husserl hizo de la fenomenología un modo de observar de forma minuciosa cada experiencia y extraer cómo los seres humanos le damos sentido: de hacerle sensemaking.
Sin embargo, Husserl mantuvo mucho tiempo una herencia cartesiana: separar la conciencia del mundo. Husserl se preguntaba cómo vivíamos las cosas y esa vivencia ocurría en una conciencia que observaba, razonaba, creaba o deseaba. A esa conciencia se le presentaba un mundo, una totalidad exterior con la que se relacionaba, pero bien podía, igual que Descartes, dudar de él y ponerlo entre paréntesis para preguntarse no por la verdad del mundo, sino por la verdad de la experiencia que la conciencia tenía del mundo.
Y esa es de todas formas una lección sin igual de la fenomenología: las cosas no son las cosas, sino que son nuestra experiencia de ellas.
Fue Martin Heidegger, el discípulo estrella de Husserl, el que cambió la aproximación elemental. Famoso por haber pertenecido al partido nazi y haber publicado el libro filosófico más importante del siglo XX, Ser y tiempo, Heidegger continuó la fenomenología. Pero, en lugar de separar la conciencia del mundo, propuso entender al ser humano como ya siempre existiendo en el mundo, inseparable de él, inmerso, sumergido y absorto en él. Para Heidegger, lo que estructura nuestro ser es que somos seres en el mundo. El modo de ser del ser humano es lo que él llamó ser-en-el-mundo.
Para Heidegger, el mundo consiste en una totalidad significativa en la que estamos todo el tiempo. No es el espacio ni el planeta Tierra ni la sustancia extensa. El mundo no está fuera de nosotros, sino que estamos en él. A la vez, nunca somos un yo aislado, sino que estamos siempre por fuera de nosotros mismos. La paradoja es inevitable, y tal vez confusa: como dice Heidegger, el hombre es el ser que está afuera estando adentro. Pero veamos con atención qué es estar o ser en el mundo.
El mundo es, por ejemplo, el mundo circundante del carpintero. En ese mundo hay un espacio: el taller. Y el taller no es solo un conjunto de cosas, sino que las unas remiten a las otras. El martillo está sobre la mesa de trabajo, allí donde el carpintero suele tomarlo y soltarlo, tan acostumbrado a que esté ahí que solo llegaría a pensar en el martillo si un día no lo encuentra al estirar el brazo. A su vez, el martillo remite al clavo, y el carpintero sabe que hay por ahí una caja con otros clavos que debe buscar cada vez que fabrica una mesa. Cada cosa tiene una utilidad respecto de la otra, y entre todas son útiles para el carpintero, que hace su trabajo porque otros necesitan sus mesas, sus camas y sus casas.
Así no use todo cuanto hay en el taller, cada cosa es más que un objeto que puede ser medido: es una posibilidad para él. En su dureza, el roble no solo tiene madera y una materia vegetal, sino que laten las horas que el carpintero tendría que dedicar a tratarlo, el modo específico de cortarlo y trabajarlo que lo distingue del cedro, la superioridad sobre otras maderas que sus compradores apreciarán, el comedor en el que podrá convertirse, entre otras posibilidades para su existencia. Al comportarse respecto de ellas, el carpintero las comprende, pero no tiene que hacer una ciencia de la madera o capturar datos: callado, sin decir nada durante su ocupación cotidiana, al carpintero solo le basta martillar y serruchar para estar comprendiendo.
Y no solo se trata de la utilidad recíproca de las cosas en medio de la cual el carpintero lleva su existencia. En el taller hay también una disposición afectiva, un modo de estar sintiéndolo. A veces está inmerso en el aburrimiento cotidiano, en la monotonía del movimiento siempre igual del martillar, lo que, de todas formas, le da un aspecto tranquilo al taller. Pero cuando algo se desacomoda o debe hacer algo riesgoso, el taller se puede hacer temible para el carpintero, quien entonces, para no herirse o sufrir un accidente, organiza bien sus implementos de trabajo, presta más atención a cada movimiento, se pone guantes y casco. O si entra lleno de furia por alguna situación, bien puede el carpintero, cual adolescente, golpear las cosas, tumbarlas y convertirlas ya no en útiles para hacer mesas, sino en medios de desfogarse.
Entendemos entonces qué es la totalidad significativa que Heidegger llama mundo: es el conjunto de remisiones entre las cosas que, a su vez, se remiten a nuestros actos y propósitos cotidianos. Para estar en el mundo, debemos ocuparnos en las cosas, tratar con ellas, o ser solicitados, llamados por los demás. Cosas y personas son siempre posibilidades de nuestra existencia que comprendemos al actuar, y que se nos abren según el ánimo en el que estemos. No podemos desligarnos de esa comprensión: no podemos salirnos de nuestro estar en el mundo, sino que, siempre que estemos en cualquier lugar, pensamiento o ánimo, estaremos en el mundo.
Esta comprensión es un entramado de asunciones implícitas sobre lo que somos. Es el sentido que le damos a que seamos y a lo que las cosas son. Y esto precede al conocimiento científico, pero también a la interioridad subjetiva. La ciencia es solo un modo de estar en el mundo y comprender sus posibilidades. A veces lo olvidamos y ocurre lo que dijera Husserl: que meras ciencias de hechos dan meros hombres de hechos. La ciencia implica un tipo particular de disposición de la existencia. Los objetos del laboratorio son algo para el científico formado y otra cosa para el niño que entra y las explora con curiosidad, a quien incluso hay que prevenirlo de que toque elementos peligrosos. Ocurre también con la subjetividad: para sabernos un yo, debemos asumir una reflexividad en la existencia que no es la que tenemos, por ejemplo, cuando caminamos distraídos, y tan solo disfrutamos del azul y el cielo.
El mundo y nuestra comprensión de él no pueden ser vistos mediante los datos, los algoritmos o «la empatía». Como son implícitos, solo se pueden hacer explícitos mediante una interpretación que articule las asunciones implícitas que forman la comprensión. No puede ser una interpretación fragmentada, analítica, sino que debe ser total, sintética. Y no puede centrarse en un individuo aislado y sin contexto.
Para interpretar el mundo y la comprensión en la que vivimos, es necesario un ejercicio de sensemaking. Y este es el gran valor de lo que propone Madsbjerg, inspirado por Heidegger: usar las humanidades para llevar a cabo la interpretación de esa comprensión implícita en la que vivimos. Gracias al arte, la literatura o la antropología (la verdadera), podemos volver a situar a las personas en sus mundos, y entonces advertir qué ideas presuponen, qué valores tienen, qué hábitos los llevan a ser de una u otra manera, en qué estados de ánimo se mantienen, entre otros aspectos.
Para el sensemaking, es necesario estudiar la cultura, acompañar a las personas en sus situaciones de todos los días, saber la historia de sus sociedades o estar en su mismo estado de ánimo, no solo tener «empatía». La literatura es una gran maestra. ¿Quiénes, si no son los novelistas, hacen mejor sensemaking de los mundos de sus personajes e historias? ¿No son un Balzac o un Proust los mejores intérpretes de la comprensión en la que están los franceses? Son ellos los que dan los «datos narrativos» que usó Soros para su apuesta ganadora. De ahí la importancia de conocer la historia de Alemania, el miedo de los alemanes a la inflación (que era su disposición afectiva), la vulnerabilidad del ministro británico, o lo que implicaban las luchas de egos.
No es posible hacer sensemaking si no abrazamos con tranquilidad otras formas de pensar los problemas que debemos resolver, si no confiamos en las interpretaciones más que en los datos o en los mundos más que en las declaraciones explícitas de los individuos. Los negocios siguen, mal que bien, presos de los paradigmas modernos cartesianos que han cuestionado escuelas como la fenomenología (pero también muchas otras, como el posestructuralismo francés). Y como siempre, es la filosofía la que, igual que hiciera Descartes con la ciencia aristotélica, puede poner en duda esos paradigmas y mostrar nuevos caminos.
El libro de Madsbjerg es maravilloso porque es un ejercicio sin igual de comprometer a todo tipo de personas con esas dudas. Para mí que soy filósofo y hago una carrera corporativa, que además soy —igual que Madsbjerg— un devoto de Heidegger, esta obra tiene el valor de reivindicar y acercar a otros lo que tenemos cerca pero nos queda lejos: la necesidad de hacernos la pregunta por el ser, es decir, de indagar cómo y por qué somos lo que somos. No hay otra pregunta más importante que la de qué significa ser, la del sentido que le damos a la existencia a cada momento. Como lo enseña Madsbjerg con su vida y este libro, solo volviendo una y otra vez a esa pregunta podemos descubrir el valor, ya no solo el que puede tener un producto o un servicio, sino el de todo lo que podamos hacer para cambiar el modo en el que vivimos.
*Simón Villegas Restrepo es filósofo y estratega de negocios. Actualmente hace parte del equipo de Xperience Design.
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