IDEAS

Las semillas de la Serendipia: la innovación no es cuestión de suerte

Un ensayo sobre los elementos de la innovación que van más allá de la casualidad.

Por Estefanía Jaramillo*


El azar por sí solo es estéril. Para que dé frutos, requiere de un fertilizador: la perseverancia.

Más de una vez, la casualidad ha encendido la chispa de la imaginación. Tras una caminata con su perro, el ingeniero suizo George De Mestral volvió a casa como quien se ha enredado con la naturaleza: con la ropa cubierta de semillas. Al sacudirse, se percató de que algunas no se desprendían. Su textura espinosa y sus puntas en forma de bastón se aferraban como un adhesivo a la lana y pelaje. Esa potente fijación de las semillas desató en De Mestral un torbellino de curiosidad: durante diez años estudió las semillas en su laboratorio, hasta que en 1955 germinó una innovación industrial. La geometría de la semilla del cardo alpino se transformó en el Velcro, nombre derivado de las palabras francesas ‘velour´(terciopelo) y ‘crochet’ (gancho), un invento que permeó desde la industria de la moda a la aeroespacial. A punta de serendipia, De Mestral acababa de crear una exitosa compañía.

Serendipia, si. La palabra suena a cliché, pero es fundamental en la innovación. La palabra fue acuñada por Horace Walpole en una carta de 1754, en la que consignó el antiguo relato de tres princesas en Serendip (hoy en día Sri Lanka) que viajaban por el mundo haciendo descubrimientos por accidente (Mendonça S., Cunha M. & Clegg S. R., 2008). El fenómeno fue descrito como una especie de suerte con la se descubre algo de valor. «Especie», léase bien, porque parece azar pero no lo es.

Aunque la casualidad es el detonante de la serendipia, su pilar es un delicado equilibrio entre espontaneidad y preparación. El azar por sí solo es estéril. Para que dé frutos, requiere de un fertilizador: la perseverancia. Esta lleva a empaparse de una idea para reconocer la oportunidad y materializarla. Por eso, como en el antiguo relato, tres ingredientes son fundamentales para innovar a través de la serendipia: la sorpresa, la agencia y el valor (Busch, 2022).

Piense en la sorpresa. Suele interpretarse como cualquier suceso inesperado, pero la realidad es que en el día a día no todo lo que es imprevisto amerita atención. Lo que sorprende en realidad es lo que llama la atención, la chispa que enciende el bombillo de una idea. A esto se le llama efecto Eureka, término acuñado por el químico alemán August Kekulé (1829-1896), que descubrió la estructura molecular del benceno (que tiene forma de anillo) luego de soñar con una serpiente mordiéndose la cola (El país, 2021).

Suena fácil, pero no cualquiera habría llegado a dicha asociación. Él sí porque había cultivado su ingenio a tal punto que fue capaz de conectar las ideas inconexas. Por eso, si bien el momento eureka se activa por una casualidad, su materia gris es producto de la decantación de una lucidez persistente, que al enfrentarse con la suerte, devela una idea de valor. A esto Steven Johnson lo denomina una «lenta premonición». Se le presenta, como a Kekulé, como una imagen vaga de una serpiente: un bosquejo escueto de lo que podría llegar a ser.

El borrador por si sólo no sirve de nada. Necesita de agencia humana, es decir, de esa obstinación que abre el camino para que la maqueta exista y que resulta en intentos, fallos y aprendizajes. El proceso del Velcro lo ilustra: diez años de ajustes, borradores y experimentos en los cuales no hubo garantía de éxito. Solo una determinación irreversible le permitió a De Mestral sacar adelante su innovación. Tuvo problemas encontrando un material que le permitiera hacer un cierre reutilizable. El tejido del enganche fue un reto aún mayor. Se inspiró en las rasuradoras de la época para crear un dispositivo para cortar bucles en forma de gancho, emulando las semillas que inicialmente lo inspiraron. Esto demuestra que la buena fortuna por más generosa que sea, no da frutos por si sola, sino que requiere de acción para traducirse en una verdadera oportunidad.

La travesía no termina. Antes de llegar a la meta, viene una prueba más decisiva que la del esfuerzo: la del valor. Es lo que determina que los inventos sean más que juguetes sofisticados. Por eso la genialidad sólo despega cuando tiene potencial de transformar el entorno con su valía. El arranque del Velcro fue potente: a poco más de una década de su invención se aplicó en numerosas industrias y jugó un papel clave en la misión a la luna, el 20 de julio de 1969. La NASA usó el velcro para asegurar a los primeros humanos que pisaron la luna y el sistema de gancho y bucle diseñado por De Mestral cubrió dos metros cuadrados del Apolo 11. Su valor, que sigue vigente hoy, quedó más que demostrado. Es ahí, cuando una solución es capaz de revolucionar su entorno, que concluye la serendipia.

Una caminata por la naturaleza deja una importante lección: las semillas de los grandes descubrimientos están flotando constantemente alrededor de nosotros, pero sólo toman raíces en las mentes preparadas para recibirlas (Colman, 2016). Innovar requiere mucho más que suerte. Puede sentarse debajo de un árbol, tomar una ducha o salir a una caminata esperando encontrarse con una buena idea. Pero sin esfuerzo y maestría, todas las oportunidades serán escurridizas, pues para trascender necesitan de intérpretes excepcionales. Esa gente que con curiosidad y determinación hace que la imaginación logre lo improbable: imponerse de manera rotunda ante los caprichos del azar. Eso es la serendipia, el triunfo de la perseverancia en la odisea de la innovación.

 

*Estefanía Jaramillo Duarte es profesional en gobierno y relaciones internacionales de la Universidad Externado de Colombia. Es colaboradora de CUMBRE y se desempeña en el sector público internacional.