PERSONAJES

Lina Mejía: de bajo perfil y alto impacto

Lina Mejía lidera una editorial que ha llevado más de siete millones de libros a algunos de los lugares más recónditos de Colombia y que, en el proceso, ha conjurado un espécimen escaso entre los campesinos: el lector. Esta es su historia y, por lo tanto, la del mayor secreto editorial del país.

Por Andrés Acevedo Niño*


lina mejia correa

Lina Mejía es sensata, piensa uno, pues dice que cumplirán «en la medida de lo posible». Pero luego uno recuerda que la medida de lo posible de Lina Mejía no es como la del promedio: con la suya ha repartido más de siete millones y medio de libros en Antioquia.

 

Quien despega del aeropuerto de Medellín puede advertir, si se asoma por la ventanilla del avión, el hermetismo topográfico de Antioquia. Las montañas, vistas desde arriba, parecen insondables. Una tras otra se encadenan como si trataran de resguardar, en el verde espeso, una joya preciosa o un secreto terrible. Al verlas, uno no puede evitar pensar en los arrieros de antaño, que cuando por fin terminaban de abrir el camino, cuando conquistaban a fuerza de sudor y machete la cima de la montaña, no eran recibidos por un glorioso baño de sol, sino por una revelación abrumadora: su trabajo no había concluido. En frente estaba la siguiente montaña, igual de encadenada, verde y virgen. Un panorama que le recordaba al arriero que el oficio que había elegido era, por su naturaleza, interminable.

En mi sueño despierto de avión, pienso en la topografía accidentada de Antioquia, que ha hecho que sus municipios periféricos estén alejados de los centros urbanos, no tanto por kilómetros de distancia, sino por una maraña de ríos y montañas que dificultan el acceso a ellos. Recuerdo una vez que me aventuré a uno de esos municipios lejanos. San Carlos, Antioquia, queda tan lejos que uno no dice que fue «a» San Carlos, sino «hasta» San Carlos. En la imagen del recuerdo, veo la sucesión de municipios que me separaban de mi destino: Marinilla-El Peñol-Guatapé-San Rafael-San Carlos. Los veo impresos en los letreros de los buses con los que me cruzaba en la vía, y que anunciaban todas esas paradas, salvo la última, pues San Carlos queda tan lejos que ni el bus se atreve a ir hasta allá. Pero hay otra imagen que se me presenta más nítida: la de las lianas que atravesaban la carretera vacía entre San Rafael y San Carlos y que parecían tejer un techo verde por encima de la blancura de mi carro.

A pesar de tratarse de un municipio alejado, la carretera estaba en buen estado, lo que supuse se debía al escaso tránsito de vehículos desde y hacia San Carlos. Se encontraba uno, eso sí, con el cráter ocasional. Esta, a diferencia de otras carreteras, no había sido perforada por el tráfico pesado que gradualmente desgasta el asfalto, sino por el olvido que se había comido baches enteros de pavimento y ofrecía al viajero huecos sin fin, testigos permanentes del mantenimiento inexistente de una carretera olvidada. Allá iba yo, bajo las lianas, esquivando los cráteres, y cruzando puentes sobre los manglares —que no sabía que existían— en la periferia rural de Antioquia.

De repente: una Y en la carretera. Mi camino se bifurca. Tanto la derecha como la izquierda se me antojan igual de prometedoras y la ruta que el mapa de mi celular me ha trazado no se da por enterada de la división que veo en frente. Estoy solo en medio del paraje y la decisión es toda mía. No hay nadie a quien pedir indicaciones ni tampoco opción de ver qué dirección toman los otros carros, pues no hay ‘otros carros’. Mi intuición me dice que siempre debo ir por la derecha así que decido girar a la derecha. Nada me confirma que haya escogido bien pues no hay señalización y el mapa del celular no se ha actualizado. Me convenzo de que la carretera que veo en la pantalla del celular es producto de la imaginación y no de una fotografía satelital.

Han pasado varios minutos desde mi decisión existencial, y he llegado a una carretera sin pavimentar. Me topo con una volqueta que marca el fin del camino. Veo los trabajadores de la construcción, abriendo carretera allí donde no la hay. Son la avanzada de la civilización: están garantizando que en el futuro quien tome la decisión incorrecta en la Y —como yo— pueda llegar a algún lado a pesar del error. Me les acerco con la tímida admiración de quien nunca ha ensanchado las fronteras de la humanidad y me miran con la curiosidad de quienes no están acostumbrados a ver personas sin uniforme. Me dicen que me equivoqué, que tendría que haber girado a la izquierda. Les agradezco la confirmación de lo obvio y doy media vuelta.

Llego, finalmente, a San Carlos. Veo más soldados que policías. Es una imagen extraña para el citadino, pero frecuente para el campesino colombiano. Doy una vuelta a la plaza principal, todavía en el carro, y parqueo, a decir verdad, en un lugar en el que no debería hacerlo. Es altamente improbable, razono en medio de mi cansancio, que en este pueblo haya un agente de tránsito y, menos aún, que, de haberlo, tenga motivaciones para castigar mi infracción. Escruto el panorama en busca de la panadería más grande y me dirijo a ella. Pido buñuelo y avena, pues supongo que es una recompensa apropiada para quien se ha aventurado más allá de los pueblos cercanos y ha alcanzado un territorio olvidado.

Mi aventura a San Carlos es lo primero que me viene a la mente cuando me entero que en Antioquia existe una fundación que lleva libros a las veredas rurales más lejanas del departamento. Me dicen que se llama Secretos Para Contar y que debería intentar entrevistar a alguien que trabaje ahí. Me recomiendan, eso sí, que no vaya a contarles sobre mi travesía hasta San Carlos, pues si yo he llegado hasta el campo antioqueño, los de Secretos llegan «al campo del campo». Me explican que, comparado con lo de ellos, lo mío no es un gran logro. Noto que la advertencia procede de buenas intenciones así que me comprometo a no mencionar a San Carlos, ni a decir palabra de los cráteres y de las lianas que vi aquel día.

Cinco minutos antes de mi entrevista con Juan Luis Vega, que trabaja para la fundación Secretos Para Contar, hago una pausa para recordarme mi promesa: «ni una palabra sobre San Carlos», me susurro. Empieza la entrevista y me olvido hasta de mi nombre. No hay posibilidad de que recuerde mi promesa, mucho menos de que me mantenga fiel a ella. «El otro día fui a San Carlos…», me escuchó a mí mismo expulsar las palabras vedadas y sé que no hay manera de atajarlas.

Le cuento a Juan Luis que me tomó cuatro horas llegar hasta San Carlos y que estaba orgulloso de mi travesía. Se ríe. «Yo a veces me demoro cuatro días para llegar a una vereda», me dice. Juego, entonces, mi otra carta: le digo que esquivé cráteres en una carretera tan abandonada que ha sido consumida por las lianas. No lo noto impresionado, pero no lo culpo: para quien está acostumbrado a empujar carros en el fango de las veredas más recónditas de Antioquia, para quien ha cargado cajas de libros por cuestas pedregosas y para quien ha seguido adelante a pesar de ser advertido sobre los peligros que le esperan, mi relato ha de parecerle poco más que una simpática anécdota de turista.

Qué clase de trabajador, me pregunto, se compromete con lo que en el papel suena tan bien —llevar libros a las familias campesinas más olvidadas— pero que en la realidad resulta tan dispendioso. Ahora que conozco a Juan Luis advierto algo que ha debido parecerme obvio: este no es un trabajo para quien apenas aspira al dinero. Este es un trabajo, claro, para aventureros.

Juan Luis, que estudió biología, es un amante de los ríos. Cuando le pregunto por el lugar más memorable al que ha ido a entregar libros responde, no sorprendentemente, con un municipio de ríos: Vigía del Fuerte. Es la primera vez que escucho ese nombre. Vigía del Fuerte es especial para Juan Luis no solo por sus ríos cristalinos, sino porque su conexión con la zona es, ante todo, nostálgica: «Cuando yo era niño», me cuenta, «mi papá estaba haciendo el año rural de medicina en Vigía». Curiosa coincidencia pues abro el mapa para buscar a Vigía del Fuerte y apenas si puedo encontrarlo, a cuestas del río Atrato, en la frontera con el departamento del Chocó. No es precisamente un destino popular ese que ha visto cruzarse, de manera improbable, los caminos del padre y del hijo.

Como no es destino frecuente de nadie, el vuelo que tomó Juan Luis en el aeropuerto Olaya Herrera de Medellín para llegar a Vigía del Fuerte fue un charter privado. Juan Luis iba sentado en el puesto del copiloto, mirando a través de la ventanilla y maravillándose con el paisaje. «Veía un río que serpenteaba por el valle hasta encontrarse con el Atrato». En pocas horas él mismo estaría remontando, a bordo de una lancha, esas mismas curvas zigzagueantes de la culebra de oro y bronce que divisaba desde el aire.

Durante el descenso final, a Juan Luis le llegan recuerdos vagos de su infancia fugaz en Vigía del Fuerte. Con claridad recuerda que la pista antes «quedaba en pleno pueblo, al lado del hospital». Ahora hay una nueva pista, en plena selva. Aterrizan y lo primero que hacen es descargar las cajas con libros y subirlas a la lancha que los llevará hasta el pueblo. Allá se reúnen con los maestros de las escuelas cercanas, a quienes les presentan la nueva colección de Secretos Para Contar; les entregan las guías pedagógicas, y les piden ayuda para terminar de ajustar la ruta milimétrica que han trazado para poder llegar hasta la última vereda de Vigía y llevar, a cada casa campesina, los libros prometidos.

Armada la ruta, lo que sigue es encontrarse con el lanchero que han contratado previamente (en Secretos, la improvisación se reserva únicamente para cuando es estrictamente necesaria, cosa que sucede a menudo). No tengo que preguntarle por el nombre del lanchero porque es de esos nombres que en sí mismos son una anécdota. «José La Verdad», dice. Luego precisa: «Don José La Verdad». Es la primera vez que oigo un nombre así. Nombres como ese, pienso con ínfulas de poeta, solo pueden brotar como la flor escasa: allá donde no alcanza a llegar la mano arrasadora del hombre.

Con la ayuda de Don José La Verdad cargaron las cajas en la lancha y se embarcaron hacia el Atrato. «Apenas arrancamos», cuenta Juan Luis, «se nos inundó la lancha». Don José, acostumbrado a cargar su lancha con pescado, no tuvo en cuenta lo pesado que pueden resultar cientos de libros. Por la hendidura que solía alzarse sobre el nivel del río se empezó a filtrar agua.

—Ahí si me asuste —recuerda Juan Luis, que se ríe mientras recrea la anécdota.

—¿Y no pensaron en botar las cajas para salvarse? —le pregunto.

—No, cómo se te ocurre —dice—. Eso sería lo último.

Tuvieron que devolverse al puerto, buscar una nueva lancha y empezar de nuevo.

Cargados los libros en la segunda lancha y comandados por Don José La Verdad, navegante eterno de esas aguas, «los de los libros» —como ya los conocen en todas partes de Antioquia— se enrutaron de nuevo a cumplir con su promesa. Remontando el Atrato, se enteraron de cosas que solo podrían conocer por boca de alguien que se llame Don José La Verdad. Les habló —como si en vez de un lanchero de un pequeño pueblo colombiano fuera un navegante portugués del siglo XV— de los misterios de esas aguas y de los monstruos marítimos que habitan en las profundidades. Les contó sobre el «mero gigante, que se traga los barcos» (nótese que habla de barcos, no de lanchas), y les pidió que guardaran silencio para no alertar al monstruo del Atrato sobre su humilde presencia.

El Atrato, me explica el biólogo, es café pues las arenas de la montaña se desprenden y se sumergen en el río. La lancha de Don José se retira de las aguas cafés del Atrato y se adentra en otro río. Este es cristalino, como los que tanto le gustan a Juan Luis. Además, es bajito, «entonces toca bajarse a empujar la lancha contra la corriente». Cuando alcanzan la profundidad suficiente vuelven a abordar y, como si le hubieran puesto play a la grabadora, continúa el recorrido guiado de Don José. Les señala árboles y pájaros; les enseña sus nombres y sus particularidades; les cuenta anécdotas y solo interrumpe su relato cuando una patrulla del ejército les ordena orillarse.

«Por allá no pueden ir», les dice el líder de la patrulla cuando Juan Luis le muestra el mapa con la ruta de Secretos Para Contar. «Es peligroso», explica el soldado, y luego suelta una frase premonitoria: «si siguen adelante, no nos hacemos responsables de su seguridad».

Incierto de si continuar el viaje o regresar, Juan Luis se voltea para consultar con Don José La Verdad, que desestima la advertencia y le dice: «Por allá hay pura familia. Pura familia». ¿Cómo habría peligro donde hay pura familia? Juan Luis decide confiar en Don José, que, después de todo, hasta en el apellido carga con la verdad.

La decisión de seguir adelante produjo un hecho inédito en las veredas más recónditas de Vigía del Fuerte. Por primera vez en esos parajes se vio descender de una lancha, ya no hombres en camuflaje ya no pescadores, sino hombres y mujeres vistiendo pantalón largo, botas pantaneras, y una camiseta azul brillante con un logo naranjado. «Los de los libros» acababan de conquistar un nuevo territorio en el mapa de Antioquia.

El gran logro de Secretos Para Contar no es tan solo llevar libros hasta los sectores más apartados de la ruralidad antioqueña. Es, en realidad, contagiar a miles de campesinos con la afición por la lectura. Por eso, en Secretos Para Contar importan las formas: cómo se llevan esos libros. «No es entregar y desentenderse», dice Juan Luis. Llegar es apenas la mitad del trabajo. Luego hace falta cautivar a las familias, introducirlas al universo del libro, y garantizar que el destino de esos libros no sea el de acumular polvo en un rincón olvidado de la casa. Para eso hace falta entusiasmar a los que reciben los libros. Y el entusiasmo, se sabe, solo se puede transmitir si el que lo entrega está, a su vez, entusiasmado. Este trabajo, concluyo, no es solo para aventureros: también es para gente alegre.

El relato de Juan Luis me hace plantearme la pregunta que está implícita en el éxito de Secretos: ¿Cómo contagiar a no lectores de la pasión por los libros? No hace falta que se lo pregunte a Juan Luis pues con el final de su narración resuelve por vía indirecta mi inquietud.

«La última escuela en Vigía era muy pequeña y no había dónde colgar las hamacas para dormir», me cuenta. «Como ya se estaba haciendo tarde», dice y baja la voz, «nos llevaron a una casa toda misteriosa». Ahora su tono de voz no es el de quien contesta una entrevista sino el de quien cautiva a una audiencia. Su cadencia produce misterio y me adentra en la selva y en aquella noche que Juan Luis pasó en una casa misteriosa en Vigía del Fuerte.

«Ya estaba medio oscuro», sigue con su relato, «y como en la casa no había dónde colgar la hamaca, con la ropa hicimos una estructura y ahí nos acostamos. Pero casi no dormimos porque los ruidos de la selva venían de todas partes y no podíamos reconocerlos». En mi mente se reproducen esos mismos sonidos, como si hubiera sido yo, y no él, el desvelado. «Estábamos en un lugar que no conocíamos y no sabíamos qué tipo de bichos había en esa selva. No dormimos en toda la noche, escuchando los sonidos que nos tenían atrapados y que solo nos soltaron cuando aclaró y empezó a salir el sol». Termina su relato y hay un silencio. El silencio se prolonga y me acuerdo de que lo estoy entrevistando y de que debo hacerle la siguiente pregunta. Apenas me estoy reponiendo de mi lapsus mental cuando entiendo ya la magia de Secretos: he sido capturado por el arte milenario del cuentero.

Durante diecinueve años, Secretos Para Contar ha normalizado lo excepcional. Durante diecinueve años, un grupo de jóvenes aventureros, entusiastas de los libros, cuenteros y animadores como Juan Luis Vega, han escalado montañas, atravesado ríos, y se han internado en la impenetrable manigua antioqueña para conjurar entre los campesinos un espécimen raro: el lector.

En la cabeza de la operación está Lina Mejía, una mujer sobre la que sabemos poco. Es una mujer reservada que ha heredado de su padre el bajo perfil. Buscarla en Google es un ejercicio infructuoso: ninguna entrevista, una escasa foto. Hace unos años, me confiesa, no habría dado esta entrevista. Yo le contesto que es importante que se conozcan historias como la suya. «Puede ser», me responde todavía escéptica. Pero su reticencia no reduce mi convicción. Es tal el desafío que Lina Mejía ha planteado a una topografía indomable y tan grande el impacto que con ello ha causado que estoy convencido que Secretos Para Contar debe dejar de ser un secreto.

Lo que más deslumbra a quien conoce por primera vez a Secretos Para Contar es su logística. Hay que verlos llegar a una vereda: ya en una procesión de mulas que descienden en zigzag por un camino empinado; ya en un jeep que se desliza por el fango; ya en una marcha por un camino de piedras, pues hay veredas de Antioquia cuyas trochas no son aptas ni siquiera para las motos. A veces en las procesiones de Secretos no hay jeeps, otras veces no hay ni siquiera mulas, pero siempre hay personajes con camisetas azul brillante con un logo naranjado y con cajas de libros entre manos.

No hay un punto de la geografía antioqueña al que no haya llegado Secretos. «A muchas de estas veredas», me explica Lina, «no iba nadie. Ni siquiera las autoridades». Hace diecinueve años, cuando Secretos empezó a distribuir sus libros, nadie se atrevía a entrar a muchos de esos lugares pues estaban plagados de minas quiebrapatas. Y cuando no eran las creaciones perversas del hombre, era la naturaleza caprichosa la que dificultaba el trabajo de Secretos. Como en el caso del municipio de Peque, que, incrustado entre las montañas (sus habitantes dicen que esa —y no Medellín— es la verdadera capital de la montaña), da la impresión de ser, como Machu Pichu, inalcanzable para conquistadores.

Busco a Peque en Google y no puedo creerlo. Me sorprende la osadía de sus primeros pobladores al asentarse allí, en medio de la montaña. Luego me acuerdo de que hasta allá llega Secretos. «No solamente hasta allá», me dice Lina, «hasta las veredas de Peque, que están mucho más adentradas en las montañas». Es inaudito: Secretos Para Contar llega a lugares que incluso los mismos habitantes de Peque dirían que están «ya muy lejos».

Al decidir llegar a todas las familias de Antioquia que tuvieran al menos un hijo en la escuela pública, Secretos Para Contar desafió una de las reglas más básicas de las iniciativas sociales. La regla que dice que todo proyecto vive en el espacio que existe entre el ideal y la realidad. Ante las limitaciones de la realidad siempre hay que negociar y, por lo general, es uno el que termina cediendo. Lo normal era que el plan original de Secretos se fuera ajustando a medida que chocaba con la naturaleza espesa, irregular y accidentada de Antioquia. Podrían, seguramente, llegar a la mayoría de los municipios, pero ¿a todas las veredas? Imposible. Aun así, en la mesa de negociación entre Secretos y la naturaleza, ninguno quiso ceder. Ni la naturaleza, que permaneció infranqueable, ni Secretos, que se comprometió a llegar y no piensa —ni cuando se inunda la lancha, ni cuando el ejército los advierte— incumplir su promesa. Todo proyecto se hace un lugar entre el ideal y la realidad. Excepto Secretos Para Contar.

Yo también, confieso, hago parte de los deslumbrados por la logística de Secretos. Veo los videos de las procesiones de mulas con cajas de libros al lomo y vuelvo a pensar en mi viaje por carretera a San Carlos. Si el mío fue un trayecto largo, los de Secretos, además de largos, son difíciles. Si ya me vanaglorio de mi ida a San Carlos, ¿cómo sería si fuera yo el que llegara en mula hasta Peque? No pararía de hablar de mi aventura o, como probablemente la llamaría, mi gesta. Por eso me sorprende que Lina Mejía no quiera hablar tanto de la llegada. Es cierto que llegamos a muchos puntos de Antioquia, me dice, pero no se trata solo de llegar. También importa cómo se llega y con qué se llega.

Lina Mejía hace más énfasis en los libros, en sus contenidos y su edición, y en la ceremonia en la que se entregan. Secretos Para Contar tiene una manera específica de actuar, una energía especial, una manera de desarrollar el proyecto que los hace únicos. En la concepción de esa ética fue importante Luz Mercedes Maya, más conocida como ‘Tita Maya’, que además de ser música, trajo al proyecto una vasta experiencia en pedagogía. La mezcla del amor por los libros de Lina Mejía con la pedagogía artística de Tita Maya es lo que explica que, aunque a los habitantes de Vigía del Fuerte les haya llamado la atención que extraños con camisetas azules desembarcaran en sus veredas, lo que realmente los haya deslumbrado fuera la puesta en escena que sucedió a continuación. Secretos es posible gracias a su logística, pero es su ética y su estética lo que la hace entrañable y duradera.

Secretos Para Contar es acerca de llegar, de cómo llegar, y de con qué llegar. En ese último punto, como en los anteriores, nada se dejó al azar. Desde el comienzo fueron deliberados: establecieron que uno de los principios de Secretos era que los libros serían de la mejor calidad posible, libros tan buenos «que causaran envidia en la ciudad». A veces, a Lina Mejía se la ve en ferias de diseño: está buscando ilustradores para los libros de Secretos. «Los mejores ilustradores», diría ella, que insiste en que una de las cosas que más disfruta hacer en Secretos es editar los libros. Secretos Para Contar se mueve en lo macro, cuando despliegan el mapa de Antioquia y trazan las rutas, pero también se mueve en los detalles: en esta coma que no va aquí, en el Pantone de la portada que es este verde y no aquel otro, en la calidad del hilo con el que cosen, con dedicación, cada uno de los millones de libros.

Lo normal para una exitosa empresaria sería que dedicara un par de horas libres a esta fundación. Pero para Lina Mejía Secretos no es un pasatiempo filantrópico. Ella se toma Secretos con la misma seriedad con la que asume su trabajo en las empresas familiares, si no es que con más. La razón, sospecho, es que este proyecto vive cerca de su corazón. Y no solo porque ahí se cruzan dos de sus grandes intereses, la cultura y la educación, sino porque el origen del proyecto está íntimamente ligado a su padre.

Santiago Mejía, el padre de Lina Mejía, había ido a visitar a unos amigos campesinos en una vereda cercana a su finca y, como acostumbraba a hacer, les llevó regalos. Esa vez, sin embargo, no llevó electrodomésticos ni ollas para la cocina: llevó libros. Y se sorprendió, me cuenta Lina, al «percibir que ningún otro regalo —posiblemente mejores regalos, como equipos de sonido— había generado tanto agradecimiento como esos libros».

Los campesinos habían incluso puesto en práctica lo que aprendieron en los libros. Uno le contó a Santiago que había construido una huerta siguiendo las instrucciones que traía el libro, mientras que otro había empezado a nombrar —por primera vez— animales que llevaba viendo toda la vida, pero que, hasta la llegada del libro, no eran el toche y el armadillo, sino tan solo sus anónimos vecinos.

Al compartir su experiencia con varios amigos y con su familia, coincidieron en que allí podría haber un hallazgo. Y es que hasta ese momento se tenía la idea de que el campesino no leía por falta de interés. No se había contemplado la posibilidad de que no leyeran, en realidad, por la simple falta de libros. «¿Qué hacemos al respecto?», se preguntaron, y ahí se plantó la semilla de Secretos para Contar.

Que Lina Mejía hiciera parte de la conversación en la que su padre contó su experiencia con los libros no era extraño. De hecho, toda su vida llevaba siendo parte de ese tipo de conversaciones. Cuando se terminaba de cenar en casa de los Mejía, nadie se iba a ver televisión ni se encerraba en su cuarto. Se quedaban sentados en la mesa del comedor, conversando. «Era una tertulia sin fin», dice Lina. «En ese entonces todos íbamos a la tertulia vestidos, muy bien puestos. No como hoy que la gente llega a la casa, deja todo tirado, y se pone una sudadera». Las tertulias sucedían en la mesa del comedor o alrededor de la biblioteca, «que era un punto clave de la casa». Se conversaba de todo: desde lo más trivial, como el último acontecimiento deportivo, hasta lo más importante, como la necesidad de construir un segundo piso para el aeropuerto de Medellín.

Sus padres querían saberlo todo y contarlo todo. Cosa extrañísima en una sociedad en la que los señores eran serios y mantenían a sus esposas —ni que decir a sus hijos— al margen de los negocios. En casa de los Mejía, en cambio, «mi papá, que era un hombre muy inquieto y que le gustaba estar en todo y aportar en lo que pudiera, nos involucraba a todos por igual». Les preguntaba, por ejemplo, qué opinaban sobre una propiedad que estaba considerando comprar. «Por supuesto que antes nos había contado muy bien cómo era esa propiedad, qué características tenía, por qué a él le parecía buena, mala, cara o barata». De todos se esperaba participación. No importaba que el hermano menor tuviera tan solo cinco años, él también se iba formando una idea del estado de la propiedad raíz en Medellín.

En esas conversaciones Lina Mejía descubrió que la buena vida era la vida amplia. En la que caben negocios familiares y también iniciativas sociales. Cuando su padre cumplió treinta, fundo, con unos amigos, la fundación Fraternidad, que aún existe y que continúa aportando a diferentes causas sociales en Medellín. En la tertulia doméstica, Santiago Mejía relataba sus jornadas de trabajo, y un observador despistado se llevaría la impresión de que tenía múltiples trabajos. Hablaba de negocios privados, pero de repente saltaba a su visita al hospital que apoyaba la Fundación y luego explicaba cuánto costaba darles educación a niñas huérfanas. En realidad Mejía tenía un solo trabajo: para él, como para varios empresarios antioqueños del siglo XX, las esferas públicas y privadas no estaban separadas, sino que eran una sola. En las conversaciones familiares, Lina Mejía se permeó de una sensibilidad social especial y se convenció de que era posible transformar las realidades de la ciudad y, por qué no, del departamento. «Mi padre contaba tan vívidamente sus ocurrencias en los negocios y en la Fundación que uno veía que las cosas sí podían pasar, que las transformaciones eran posibles», dice Lina.

Para que una idea germine debe caer sobre terreno fértil, sobre un cerebro dispuesto a fecundarla con su energía vital. El descubrimiento de Santiago Mejía sobre el impacto de los libros en los campesinos podría haberse esfumado como les sucede a tantas inquietudes sociales o ideas de negocio a las que el mero paso del tiempo disuelve. La intriga del padre podría haberse quedado en una obsesión pasajera, de esas que, intensas en su momento, a duras penas se recuerdan pasado un tiempo. Pero esa vivencia cayó en el terreno más fértil que podría haber deseado. La idea se sembró en Lina Mejía, que agarró el hallazgo del padre y le imprimió un ímpetu irresistible.

«Lo primero que hicimos», cuenta Lina, «fue adelantar dos exploraciones». Primero se preguntaron si en las casas campesinas había libros, y la respuesta fue un contundente «no». A decir verdad, en los seiscientos hogares que analizaron, sí aparecía un libro frecuente: la Biblia. «Pero muchas veces», explica Lina, «lo tenían abierto en un salmo de protección». Aparte de eso, nada. La conclusión parecía obvia: el campesino siente indiferencia por el libro.

Y la conclusión se habría mantenido de no haber sido por la segunda exploración: ¿usted quisiera recibir libros? Ahí la aparente indiferencia se derrumbó y los ojos de los campesinos se iluminaron para revelar la verdad: «Para la gente del campo», dice Lina, «el libro todavía tiene mucho valor». Para ellos, los últimos cincuenta años de progreso tecnológico, que han permitido a casi cualquiera publicar un libro, no han transcurrido. El libro aún guarda el misticismo que tenía hace cincuenta años para la gente de la ciudad, cuando se podía tener la certeza de que «un libro editado, por lo general, era un libro muy bueno». En el campo, la escasez del libro había preservado el brillo de un objeto que, en realidad, nunca ha perdido su valor.

«Yo guardo estas estampitas religiosas», les contó una campesina, «no para rezar, sino porque, a menos que lea esto, se me olvida leer». Otro les explicó que compraba la panela, que venía envuelta en papel periódico, «en parte para tener algo que leer». La gente quería leer y no tenía libros a la mano.

—¿Por qué decidieron publicar sus propios libros? ¿Por qué no simplemente compraron libros para llevar al campo? —le pregunto a Lina.

—Porque nada estaba escrito para gente del campo, ni les era pertinente, pues no había sido pensado para ellos —me contesta—. La idea era llegar con un libro que pueda interesar a toda la familia. Algo del estilo de los magazines de Selecciones o El tesoro de la juventud en los que podías pasar de la historia de Napoleón, contada en cuatro páginas, a una poesía de Lorca y de ahí a una receta de empanadas.

Muy pronto, en Secretos Para Contar llegaron a una conclusión que marcaría el rumbo del proyecto: «Vamos a tener que producir nosotros mismos los libros».

La historia de Secretos Para Contar es una de elecciones difíciles que se amontonan sobre otras elecciones difíciles. Entre el camino conveniente y el camino difícil, siempre han optado por el difícil. Y no porque en Secretos tengan vocación de mártires: han escogido el camino difícil porque han sabido reconocer que solo recorriéndolo podrán causar el impacto que pretenden. La idea de llevar bibliotecas al hogar —a diferencia, por ejemplo, de crear una gran biblioteca comunitaria— tiene una lógica particular de transformación: «Las casas en las que hay bibliotecas», dice Lina —y no puedo evitar pensar que se trata de una afirmación, en parte, autobiográfica—, «se prestan para incitar la conversación y para criar lectores».

El potencial de transformar una realidad es una cosa frágil. Suele diluirse en medio de la conformidad y de la conveniencia. Las fundaciones atienden a comunidades tan desfavorecidas que parece ser suficiente mérito —«mucha gracia», dirían en Antioquia— el solo hecho de llegar hasta ellas. «Pasa muchas veces en este mundo filantrópico que uno se entusiasma con el proyecto, lleva los libros una vez y se da por satisfecho», dice Lina. «Ya los llevamos y ya estuvo bien. Entonces se cierra el proyecto o de pronto se lleva a la ciudad porque ahí hay más donantes. O sucede también que un posible donante te dice: yo no le doy recursos para eso, pero sí para que me hagan un libro sobre mi tema. Y ahí están los recursos, la pregunta es si te vas a dejar distraer».

«Distraer» es un verbo que no cabe en el vocabulario de Lina Mejía. Solo con enfoque se le puede hacer frente a un compromiso grande que implica sortear los obstáculos de una naturaleza hostil y avanzar a pesar de una situación de seguridad pública inestable. Lina Mejía es sensata, piensa uno, pues dice que cumplirán «en la medida de lo posible». Pero luego uno recuerda que la medida de lo posible de Lina Mejía no es como la del promedio: con la suya ha repartido más de siete millones y medio de libros en Antioquia.

No es fácil hacer lo que hace Secretos Para Contar. Pero es en esa dificultad, asumida voluntariamente, en donde encuentra su valor. En hacer lo que nadie más quiere hacer, y hacerlo, además, de una manera especial, con libros que muchas veces están construidos a partir de conocimientos del campo y que se entregan en medio de una ceremonia que entusiasma a leer. Y es que si la llegada hasta las veredas recónditas fascina por su dificultad, lo que más debería asombrar es lo que sucede luego con los libros. Como en la mayoría de las escuelas rurales hay pocos libros de texto, y los estudiantes no pueden llevárselos a la casa, los libros de Secretos se han convertido en material educativo indispensable. Miles de profesores rurales de Antioquia dictan sus clases apoyándose en los libros de Secretos, que ahora incluyen guías pedagógicas. También hay que ver su impacto en la cultura: «Se produce un efecto muy bonito», dice Lina. «Uno ve que las mamás de esas veredas están cocinando las recetas del libro. Y los niños están cantando la misma canción que descubrieron en el libro. Y los jóvenes están hablando de un fenómeno astronómico con sus amigos y están sentados en las bancas de pino que construyó un papá siguiendo las instrucciones que venían en la última colección de Secretos».

Hoy en las casas de las familias rurales de Antioquia hay dos tipos de libros: la Biblia, que siempre ha estado, y los libros de Secretos Para Contar. El sueño de llevar bibliotecas a los hogares se ha cumplido, pero más importante es que con ello se han formado miles de lectores en la ruralidad. Y no es una conclusión intuitiva. Es uno de los hallazgos de la más reciente medición de impacto del proyecto: antes de que se entregaran los libros, a la pregunta «¿cada cuánto leen en su casa?» el 73% de los encuestados contestaba «casi nunca». Hoy solo 7% de los encuestados contesta «casi nunca». «En Antioquia», dice Lina, «de los primeros 25 libros que se le vienen a la gente a la mente, 20 son de la colección de Secretos Para Contar». Ahora que tienen acceso a libros pertinentes, al menos una persona en el 30% de los hogares se ha motivado a alfabetizarse. A muchas personas del campo, me explica Lina, se les había olvidado a leer y hoy han retomado la lectura. «De pronto, incluso, es el hijo que ya está leyendo más fluidamente el que reentrena al papá en la lectura».

Desde que la idea germinó en su cabeza, hace ya diecinueve años, Lina Mejía, con Secretos Para Contar, ha llegado hasta la casa de más familias campesinas de Antioquia que cualquier otra persona o autoridad. De las 210.000 familias, muchas tienen la colección entera de 28 tomos, y, en promedio, en cada una de esas casas hay 18 libros de los 7.600.000 que en total ha entregado Secretos para Contar.

Las cifras son contundentes en el papel, pero su verdadero valor solo puede captarse en el sonido de los cascos de las mulas sobre los caminos de piedra, en la imagen de la lancha comandada por Don José La Verdad que persigue el atardecer, en el esfuerzo de unos entusiastas vestidos de azul brillante que empujan un jeep lleno de libros que está atascado en el fango espeso de la naturaleza indiferente.

Hay iniciativas que causan impacto y luego hay otras que, además de causar impacto, generan cariño. Secretos es una de ellas. Tan es así que entre los que hoy visten las camisetas azul brillante, quince se criaron con los libros de Secretos. Crecieron viendo ese desfile de «los de los libros» que no por reiterativo deja de ser excepcional.

De Lina Mejía sabemos poco, pero podemos aprender una cosa: que no hace falta, aunque nuestra época parezca sugerir lo contrario, llenarse de galardones y medallas para lograr grandes transformaciones. Que el bajo perfil puede convivir con, y hasta facilitar, el alto impacto.

 

*Andrés Acevedo Niño es cofundador de 13%, el principal podcast en español sobre trabajo y carreras profesionales. También es anfitrión de Atemporal, podcast en el que conversa con líderes empresariales y políticos.