EQUILIBRIO
Más cafés, menos arrogancia
¿Cómo dialogar cuando nadie se quiere escuchar?
Pareciera que, aunque como sociedad logramos derrocar las monarquías y el totalitarismo, aún tenemos una gran lucha que dar, tal vez una de las más importantes de la modernidad, la lucha contra la monarquía de nuestros pensamientos y nuestras almas, nuestras lealtades, egos y paradigmas de éxito del pasado.
Decidí estudiar economía con la convicción de poder aportar a los grandes problemas sociales. Su definición inspiraba a un joven idealista, romántico y soñador. La idea de garantizar una correcta distribución de los recursos escasos de una sociedad para el beneficio colectivo me emocionaba. Durante la carrera entendí que gran parte de las soluciones de los problemas mundiales ya están inventadas, pero que su implementación se dificulta por una incapacidad de dialogar y llegar a acuerdos sociales donde primen los intereses colectivos por encima de los individuales.
Hoy gran parte de los desafíos mundiales en términos de sostenibilidad, justicia y equidad (Objetivos de Desarrollo Sostenible) requieren un trabajo conjunto de todos los gobiernos, empresarios y ciudadanos para su superación, así que, si realmente queremos cambiar la realidad, lo primero que debemos hacer es empezar a hablar diferente acerca de ella. Hoy el gran reto que tenemos como sociedad es la necesidad de dialogar de forma generativa, de tal manera que las diferencias sean un activo que permitan construir acuerdos sociales mucho más representativos e incluyentes, y se materialicen en la construcción de un mejor mundo para todos.
La construcción de acuerdos colectivos no siempre ha sido la prioridad de la humanidad. No hace muchos años el espacio para los acuerdos era prácticamente nulo. Durante años la humanidad fue gobernada por monarquías que, en el uso de sus facultades divinas y heredadas a perpetuidad, definían el destino de los territorios y de la humanidad. El conocimiento era un privilegio de reyes y del clero, que sabían que el dogma religioso era una poderosa herramienta de control social. Pensar, discrepar y construir era un privilegio de una elite que entendía que el conocimiento era poder, así que cualquier alternación al concepto tradicional del ‘bien’ y de la ‘verdad’ era castigada con la muerte.
La humanidad poco a poco fue entendiendo la necesidad de universalizar el conocimiento, de premiar el método y evidencia científica por encima de la voluntad de los reyes, y de reorganizar la concentración del poder. Los primeros trazos de democracia y el Estado como concepto se empezaron a tejer, el mundo fue testigo de una de las más importantes luchas históricas que hemos ganado: La Revolución Francesa.
Ese momento histórico se gestó alrededor de tres valores fundamentales: Libertad, Fraternidad e Igualdad. Estas premisas fueron revolucionarias en su momento. La igualdad ante la ley. Fraternidad para construir colectivamente alrededor de ideales y propósitos, y la libertad que se resume en la famosa frase de Voltaire: “Estoy en desacuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”.
Los paradigmas de la revolución, muy útiles en su momento y aún cimientos de nuestras democracias y Estados modernos, se han venido tergiversando en el tiempo y se han convertido en los ‘caballitos de batalla’ de muchas de las tesis populistas del siglo XXI.
Hagamos un pequeño análisis al paradigma de la igualdad: Bajo el paradigma de igualdad, totalmente contrario a la diversidad, seguimos como sociedad peleando por encontrar igualdad en pensamientos, palabras y acciones, pero la realidad es que será imposible evolucionar sistémicamente hasta que no aprendamos, como sociedad, a utilizar la diferencia y la diversidad como ejes centrales de la transformación.
En nombre de la igualdad y la libertad hemos estado inmersos en una guerra sin tregua entre oriente y occidente, en la que cada una de las partes considera que su forma de ver el mundo es la ‘correcta’. Mientras ‘oriente’ ha sido tradicionalmente fiel a la filosofía del islam, en ‘occidente’ los valores que han guiado la construcción social han sido la libertad y la igualdad ante la ley, cimientos fundamentales de nuestras democracias modernas, conceptos que se iniciaron en Grecia y continuadas por Roma y la Cristiandad.
La tensión entre dos formas diferentes de ver y entender el mundo se ha ido ampliando a lo largo de la historia, a tal punto que hoy pareciera imposible encontrar puntos de convergencia para construir soluciones pacíficas. Las guerras y soluciones, de hecho, han demostrado su incapacidad de resolver los conflictos, y las metodologías tradicionales de diálogo parecieran no ser una solución óptima para un conflicto que día a día cobra más víctimas inocentes, que mueren abrazando las banderas de sus ideales.
¿Quién tiene la razón?, ¿por qué una forma de ver el mundo debería ser más valida que la otra?, ¿con qué criterio zanjamos estos dilemas morales? Pareciera que, aunque como sociedad logramos derrocar las monarquías y el totalitarismo, aún tenemos una gran lucha que dar, tal vez una de las más importantes de la modernidad, la lucha contra la monarquía de nuestros pensamientos y nuestras almas, nuestras lealtades, egos y paradigmas de éxito del pasado, que no nos dejan avanzar ni evolucionar a la velocidad a la que el mundo de hoy se transforma.
Las fórmulas de éxito del pasado no serán las mismas que nos llevarán al éxito en el futuro. Aprender a dialogar entendiendo la posición contraria como válida, para construir nuevas realidades mucho más equitativas y representativas, es algo que hoy no tenemos muy claro cómo abordar. Como lo plantea Adam Kahane en su más reciente libro, Colaborando con el Enemigo, “Para toda buena idea, la idea completamente contraria es igual de válida”.
Hemos confundido la igualdad y la libertad con ausencia de responsabilidad y arrogancia, creyendo que nuestras ideas son más valiosas que las de la contra parte, y no damos el espacio para construir colectivamente, debido a que sufrimos como sociedad de hipersensibilidad a la crítica, las diferencias y el conflicto. No en vano es común oír en la sabiduría popular “Con extraños no se habla ni de religión ni de política”. En gran parte es producto de nuestra incapacidad para dialogar temas difíciles que toquen valores y creencias fundamentales de los individuos.
Si usted señor lector es de los que siempre cree tener la razón, y cree que son pocas las personas que tienen algo relevante que aportar a las soluciones que usted cree conveniente, o que sus principios son inamovibles, no olvide que muchas de las más grandes barbaries de la humanidad se han cometido en el nombre de Dios y bajo tergiversaciones de la palabra y sus principios. Así que es fundamental entender que tanto la moral como la ética son construcciones sociales que responden a dinámicas del día a día, de la interacción de los seres humanos y, por lo tanto, son también conceptos que deben evolucionar y adaptarse a las nuevas realidades. Como diría Andrés Oppenheimer, “Crear, evolucionar, o morir”.
La necesidad de encontrar soluciones alternativas a los conflictos no es nueva. Hace años los empresarios empezaron a cuestionarse por qué debían pagar millonarias sumas de dinero en abogados, mediadores, árbitros y centros de conciliación, para solucionar disputas y diferencias entre las corporaciones, o para materializar acuerdos en dispendiosos contratos, que no son otra cosa que una representación de la desconfianza entre las partes.
Pelear, sin duda, era supremamente costoso para las compañías, y profundamente lucrativo para los abogados quienes se quedaban con un porcentaje importante por la resolución de la disputa. En los años 80 el legendario presidente de Citicorp, Walter Wriston, convocó una reunión de las 10 universidades de negocios más importantes de los Estados Unidos, con el único fin de exponer sus preocupaciones acerca de la incapacidad de los profesionales, y estudiantes en formación, de resolver disputas por medio de soluciones alternativas, versus las costosas y tradicionales soluciones por años aceptadas en el mundo corporativo.
Se requerían profesionales capaces de resolver conflictos de formas ‘pacificas’, pero más allá de resolverlo, se esperaba que convirtieran el conflicto en oportunidades de generación de valor compartido para las partes, y de esta forma aumentar la generación de confianza, activo fundamental para las negociaciones. Fue así como nacieron las primeras cátedras para la resolución de conflictos a partir de nuevas formas de diálogo. Cátedras que posteriormente se materializaron en metodologías para lo que hoy se conoce como ‘Negociación Estratégica’.
La importancia de un diálogo más fluido no es menor, y no solo es un desafío para el mundo corporativo. En el 2007 Elinor Ostrom fue galardonada con el Nobel de Economía por su notable trabajo teórico en lo que se denomina ‘Economía Institucional’. Ostrom logró demostrar formalmente algo relativamente obvio, que no existe nadie mejor para gestionar sosteniblemente un recurso de uso común que los propios implicados; tarea tradicionalmente trasladada por la economía ortodoxa al Estado.
Para esta correcta administración, Ostrom planteó una serie de condiciones necesarias: Primero, se requiere disponer de los medios e incentivos para hacerlo. Segundo, la existencia de mecanismos de comunicación eficientes y robustos para la resolución de disputas. Tercero, un criterio de justicia alrededor de la distribución de los costos y los beneficios generados a partir del bien de uso común. Una vez más, el diálogo se convertía en una competencia social, corporativa e individual, fundamental para la superación de los grandes desafíos de la humanidad.
Por fin hemos ido entendiendo como humanidad que, más que inteligencia matemática, debemos volver a los fundamentales, a la recuperación del concepto de lo público y la idea del bienestar colectivo por encima de intereses individuales. Poco a poco hemos ido comprendiendo que más que derivar ecuaciones diferenciales necesitamos recuperar la capacidad de empatía, de diálogo, y de escucha. Necesitamos individuos que logren conectarse con el sabio que habla con suma coherencia y conocimiento, pero también con las personas que con dificultad expresan sus preocupaciones, sus ideas e intereses.
El mundo hoy tiene desafíos mayúsculos, y aunque en los últimos años hemos avanzado más que nunca en términos de desarrollo, los problemas que en el pasado podían ser resueltos de forma individual por los países, hoy, ante las nuevas realidades, la globalización, interconexión e interdependencia, se requiere un esfuerzo colaborativo para su solución. Los Estados, entendiendo esta realidad, han avanzado en una agenda conjunta para la solución de los 17 principales desafíos de la humanidad, los cuales se denominan Objetivos de Desarrollo Sostenible.
Esta es, tal vez, la agenda más ambiciosa en términos de desarrollo colectivo y trabajo conjunto que jamás se haya inventado. El reto es que su implementación no puede, ni debe, dejársele exclusivamente a los gobiernos de turno, que ya han demostrado su incapacidad institucional para solucionar todos los problemas que aquejan a los países. Hoy más que nunca se requiere un ejercicio de trabajo colaborativo en el que gobiernos, el sector privado, las ONGs y los ciudadanos, asuman conjuntamente su responsabilidad en la transformación. La única manera de lograrlo será dialogar de forma diferente para construir puentes entre diferentes, construir soluciones y estrategias novedosas hasta hoy impensables.
Aunque la necesidad de transformar nuestras formas de diálogo es evidente, en términos prácticos su implementación es supremamente difícil. Esto porque cambiar el diálogo implica transformar y negociar lealtades fundamentales, y valores que han sido útiles por años, pero a los cuales les tenemos que permitir evolucionar. El diálogo requiere un proceso de negociación interna muy conectado con la ética y la moral. Se requiere entonces identificar ¿Qué de lo que hago hoy agrega valor?, ¿qué de lo que hago hoy destruye valor?, ¿qué no hago hoy que debo empezar a hacer?
La invitación, señor lector, es a que identifique cuáles son los aspectos más álgidos que se le presentan a la hora de dialogar y piense ¿Cuál es su responsabilidad en los diálogos que han fracasado y no le han permitido solucionar problemáticas fundamentales para su vida?
Bájele a la arrogancia, desde una visión mucho más humilde y estratégica asuma su parte de responsabilidad en los fracasos del pasado, pero tal vez lo más importante, dialogue, dialogue y dialogue. La única forma de aprender a dialogar desde una actitud mucho más consciente es la práctica. Por eso, señor lector, más cafés y menos arrogancia.
*Este artículo fue originalmente publicado en Profesión Líder 2018. La presente es una versión adaptada para CUMBRE
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