PERSONAJES
Miguel Silva y la conquista del querer ser
En medio del camino de su vida, Miguel Silva mucho había arriesgado y mucho había vivido, pero se sentía insatisfecho: la conquista del querer ser, habría de descubrir, nunca acaba.
Por Andrés Acevedo Niño*
«Y cuando a uno le da miedo dar saltos al vacío», dice Silva, el poeta, «las alas se le van acortando, se le van volviendo más chiquitas, y uno se vuelve un pájaro que ya no sabe volar».
En medio del tumultuoso comienzo de la década de los 90, un funcionario de los más altos estamentos del gobierno colombiano publicó, un viernes cualquiera, un libro de poemas. A la presentación en la Luis Ángel Arango no asistió más que un puñado de amigos y familiares. Por esos días, pocos se atrevían a salir de su casa. Ante la probabilidad de que una bomba lo cogiera a uno fuera de la casa —el peor escenario posible—, las calles de Bogotá permanecían vacías. La guerra del Cartel de Medellín contra el Estado colombiano estaba en todo su furor y, en medio del horror, el funcionario publicaba sus poemas.
Los pocos que tomaron asiento en el teatro de la Biblioteca para la acogedora presentación —una suerte de útero artificial que los protegía de la barbarie de las calles— pudieron ver los ojos cansados del funcionario. Para Miguel Silva, secretario privado de la presidencia, los últimos meses habían sido difíciles. La guerra contra los carteles de la droga, la apertura económica, la crisis energética que tenía al país sometido a un estricto régimen de racionamientos de energía. Eran demasiados los temas y cada uno demasiado complejo. Nunca había trabajado tan duro bajo tanta presión. Acababa de cumplir treinta años pero su semblante de esos días revelaba la fatiga de un viejo. Y aun así, en su hora más fatigosa, Miguel Silva había sacado de su alma un libro de poemas.
Literato extraviado
Cuando rebobina el casete de su vida y repasa los días fatídicos en los que escogió carrera, a Miguel Silva le es difícil explicar por qué se decidió por derecho y no por su gran pasión, la literatura. Tal vez lo convenció el aura de seriedad que rodea al estudio de las leyes, una carrera que, sin duda, su madre aprobaría. Aunque también pudo haber sido disuadido de estudiar literatura por el riesgo de que se concretara la promesa premonitoria que suele venir asociada a ella —la promesa que todo adulto con el que se cruzaba le repetía—: de la literatura no se puede vivir. Cualquiera haya sido el caso, lo cierto es que, en segundo semestre de la universidad, Miguel Silva era un estudiante de derecho que, no obstante, dedicaba más horas a aquello hacia lo que gravitaba con mayor naturalidad: la lectura de los clásicos.
La apatía de Silva por el derecho no era inusual. Condición conocida de estudiantes del derecho, Silva era uno de los tantos que prefería las novelas a las leyes y que pasaba sus días universitarios no en preparación del siguiente examen, sino en conversaciones alrededor de la pregunta que desde siempre ha rondado la cabeza de los universitarios: ¿cómo hacemos algo de dinero? Su grupo de amigos lo conformaban los que no tenían dinero para gastos no esenciales. Y, como descubrieron pronto Silva y compañía, en la experiencia universitaria no hay nada más esencial que tener dinero para lo no esencial. De ahí pues que la conversación más reiterada fuera la de las ideas de negocio.
De las sesiones de ideación no surgió mucho. En este caso, como en tantos otros, la epifanía se resistió a los esfuerzos y llegó en cambio cuando menos se la esperaba. Le ocurrió a Rafael Molano, uno de los del grupo, cuando caminaba contemplativo por la calle 82 y se topó con la ventana de una casa vieja que exhibía el letrero «se arrienda». Algo sobre esa casa lo sedujo. Ahí, pensó, se podría montar algo: una pizzería, un bar, daba igual. Molano siguió el impulso y, aunque no tenía dinero ni idea de qué hacer con la casa, tocó la puerta. Molano compensó la falta de preparación con improvisación y se sirvió de su superávit de carisma para lograr que la dueña de la casa lo invitara a pasar. A la salida, Molano era el inquilino de una casa cuyo destino aún no conocía.
Cassís, pita y vino
No fue imaginación lo que llevó al grupo de estudiantes de derecho a montar un bar en esa casa de la que ahora eran inquilinos. Fue más bien el resultado natural de los pocos recursos que tenían a su disposición. Hicieron inventario de lo que tenían a la mano y —grata sorpresa— aquello les alcanzaba para montar un bar: «Las mesas las hicimos con una madera de guayacán que estaba tirada en el jardín de mi casa» dice Silva. «La nevera la puso otro socio»,. Cassís, pita y vino, el bar que Miguel Silva y unos amigos montaron en la casa de la calle 82, fue un bar hecho con las uñas.
El mobiliario reciclado no espantó a los clientes. Al contrario: le dio un aura vintage. La modesta operación, compuesta por un total de tres socios-empleados —el uno atendía en la barra, el otro manejaba la caja, mientras que Silva mesereaba—, tampoco fue problema: no había mejor época para trasnochar que la universitaria en la que la energía abundaba y las ocho horas de descanso parecían ser nada más que un innecesario lujo metabólico.
La idea, en principio absurda, de montar un bar había funcionado. Y lo peor de todo: decidieron replicarla. ¡En un punto tenían no uno sino tres bares! Lo que había empezado como una solución temporal a un flujo de caja inexistente se había convertido en una posibilidad real de un futuro financiero. «Podíamos vivir con lo que daba el bar», dice Silva, «pero eso no era serio». O al menos no era serio ante los ojos de su madre, banquera, que era una mujer «adorable pero severa» (sus palabras, no las mías) y que, al ver a su hijo abogado extraviado en la industria del entretenimiento nocturno, quiso ofrecerle una línea de vida.
Le consiguió una entrevista con el dueño de una empresa de carbón. Allá se presentó Silva y allá el señor Blanco le ofreció un puesto en el que le pagarían 350.000 pesos, «un mundo de plata en esa época», recuerda Silva. La oferta era tentadora, pero Silva no tenía cabeza para considerarla seriamente. Y es que la noche anterior había tenido una conversación que tenía cooptada su alma.
«Oiga, estoy trabajando en un periódico», le había dicho Eduardo Arias, que era baterista de una banda que tocaba en el bar y que sabía que a Silva le gustaba escribir. «Uy, yo quiero un trabajo así», le había contestado intuitivamente Silva.
Mientras contemplaba la opción de irse a las minas de carbón, Arias lo llamó. Le había conseguido una entrevista con el Editor General de ese periódico incipiente, que se llamaba ‘La prensa’.
La diferencia de salarios entre la mina y la imprenta era escandalosa. En La prensa le ofrecían casi un sexto de lo que le pagarían si vendía su alma al carbón. El dilema parecía resolverse a fuerza de una aritmética aplanadora. «Pero yo decidí irme para La prensa por 60.000 pesos». Fue la primera decisión irracional de Miguel Silva. Fue la primera vez que le hizo caso a lo que su alma le decía a gritos.
«Algo adentro de mí me dijo con mucha fuerza “no se vaya por ahí, por ahí se le va a morir el espíritu”». Su decisión no era la razonable, pero sí la que tenía sentido para él. «Cuando uno hace la doble columna, la de pros y contras», dice Silva, «uno no le da peso a lo que tiene significado para uno».
Sobre la balanza se ponen las características de uno y otro trabajo, el tiempo que toma ir a esta o aquella otra oficina, las posibles ganancias reputacionales de convertirse en un ejecutivo o de formarse como periodista. Pero la pregunta de qué tiene sentido para uno, de si aquel trabajo da vida a las fibras más elementales de su ser, esa pregunta casi nunca se suma a la balanza. O, si se suma, se le da la misma importancia que a cualquiera de los otros elementos. Como si la reputación y la ubicación geográfica fueran igual de importantes que el espíritu humano.
«Uno trata de volverlo todo peras», dice Silva. «Y no todo son peras. A uno le gustan las manzanas, no le gustan las peras ¿por qué va a poner las peras sobre las manzanas?», De irse a la mina de carbón, Silva sabía que se alejaría —tal vez irremediablemente— de su interés por la literatura. En La prensa, así ganara mucho menos dinero, iba a poder escribir. Y, al mantenerse cerca de las letras, podría sostener el fuego de la literatura. En la doble columna de pros y contras la ganadora, de lejos, era la mina. Pero faltaba agregarle una cosa, dice Silva: «una que hace que el Excel se vuelva vivo. Orgánico. La pregunta de “¿qué tiene sentido para mí?”»
Esa, aunque era la primera decisión en una carrera profesional larga, probaría ser definitiva. Y es que, al rechazar la mina, Silva no se dejó tentar por la falsa promesa de las carreras profesionales. La de dedicar los primeros años, los más ‘productivos’, a hacer dinero para, una vez está asegurado el futuro, consagrarse finalmente a aquello que lo mueve de verdad. Miguel Silva supo ver en la atractiva promesa el engaño fundamental: que lo que se guarda en el baúl de los sueños no aguarda pacientemente: se pudre.
Azarosamente político
Miguel Silva entró al periódico La prensa como editor cultural, pero no alcanzó a estrenar el cargo. En un simulacro previo al lanzamiento oficial, el editor político, Eduardo Arias —el mismo que le ayudo a conseguir el trabajo a Silva—, escribió un artículo en el que se burlaba del expresidente Julio Cesar Turbay. Al director del periódico le bastó con leer el título, «El regreso del gran corbatín», para entender que Arias como editor político le iba a traer muchos dolores de cabeza. Su reacción fue despiadadamente pragmática: «Arias: pásese para cultura y Silva se pasa para política».
El cambio tomó a Silva por sorpresa pero no del todo fuera de lugar. A la política, que le interesaba desde siempre, la seguía de cerca. Aquello parecía ser una decisión menor. Una a la que además se podía adaptar fácilmente. El pequeño ajuste del organigrama no suponía mayor trauma ni para Arias ni para Silva. Solo en retrospectiva iba a poder entenderse las enormes implicaciones del cambio de roles. Solo en retrospectiva iba a ser evidente que la decisión, en apariencia trivial, contenida en el largo de una estrecha frase corta, iba a cambiar de forma definitiva el rumbo de la vida de Miguel Silva.
Siguiendo la orden del director, Silva se sumergió en la política nacional. Era el año 1988 y el momento político era convulsionado pues empezaba, en medio del auge de la violencia del narcotráfico, la campaña electoral por la presidencia. La situación era dramática. La pregunta había dejado de ser cuál candidato ganaría las elecciones para ser reemplazada por cuál candidato sobreviviría a ellas. La contienda apenas empezaba y ahí estaba Silva, el casi minero ahora periodista, para analizarla de cerca.
Agudo en sus análisis, preciso en sus palabras y claro en sus ideas, Silva no solo brilló en su labor de periodista, sino que dejó una impresión memorable en la escena política. Y aunque a muchos impresionó, fue solo uno el que supo oler en aquel amable reportero el instinto político y, por lo tanto, el potencial. Se trataba de Cesar Gaviria, que en ese momento era jefe de debate de Luis Carlos Galán, el candidato que más probabilidades tenía para hacerse con la presidencia. Solo un par de veces conversaron Gaviria y Silva, pero eso le bastó al primero para hacer la anotación mental: «Miguel Silva, de La prensa: tiene potencial».
Luego, el giro del destino. Sucedió la noche del 18 de agosto de 1989. Sicarios del Cartel de Medellín asesinaron, en pleno evento de campaña, al candidato presidencial Luis Carlos Galán. Con ello, la zozobra nacional. Con ello también, Cesar Gaviria, jefe de debate, se convertía en un empleado inocuo, su labor se esfumaba, y, aunque no lo sabía aún, el futuro le guardaba una gran responsabilidad.
No pasó mucho tiempo antes de decidirse el futuro de Cesar Gaviria pues en el funeral de su jefe asesinado, Juan Manuel Galán, hijo del candidato, le pidió a Gaviria, en un discurso memorable, que asumiera la candidatura de su padre. La campaña la había empezado Galán y la concluiría Gaviria. Su nuevo rol, ya no como jugador tras bambalinas sino como protagonista, le exigía, por primera vez en su carrera, ser deliberado con su imagen pública. Necesitaba un asesor.
No es que Miguel Silva fuera la primera opción de Cesar Gaviria. La verdad es que tanto su plan A como su plan B rechazaron la oferta. Silva, opción por descarte pero opción en todo caso, aceptó; aquello de las campañas presidenciales se le antojaban, al joven periodista, como lo más parecido a una aventura. Y sí que lo fue.
Cuando al director de campaña le dijeron que para manejar las comunicaciones habían contratado —mejor dicho: habían tenido que contratar— a un estudiante de derecho que había sido dueño de tres bares pensó que lo estaban tomando del pelo. Pero la incredulidad del director pronto se calmó con el buen trabajo de Silva. Efectivamente, allí estaba el instinto político, allí la intuición de qué decir y qué no decir, allí la visión clara —casi clarividente— del momento político. Todo ello hacía que la transición de Silva entre espectador y jugador de campaña sucediera con una gentileza sorprendente. Silva, por su parte, sentía las ráfagas de adrenalina subirle a la cabeza. El trabajo era emocionante pues el desafío intelectual era enorme, pero la adrenalina que corría por las venas de Silva tenía que ver más con el hecho de que, con aquel trabajo, había puesto su vida en peligro de muerte.
«Teníamos que compartir los chalecos antibalas porque no alcanzaban», recuerda Silva de aquella campaña fatídica. El saldo final de la contienda electoral del 90 sería el de cuatro candidatos asesinados. Cuatro. Y la escasez de chalecos antibalas era apenas una de las preocupaciones. Cada desplazamiento entre un sitio y otro —y la política electoral es en gran parte eso— suponía un riesgo. Por ejemplo, antes de atravesar un puente —en Colombia, país de ríos y quebradas— la policía debía primero asegurarse de que no hubiera explosivos plantados. Y si por tierra desplazarse era inconveniente, por aire era riesgoso.
El 27 de noviembre de 1989, Pablo Escobar explotó un avión de Avianca en pleno vuelo, matando a 110 personas. Silva andaba de luna de miel ese fin de semana pero su equipo se salvó por una casualidad: como les habían cancelado los eventos de la mañana en Cali habían cambiado de vuelo. Era claro que no había frontera ética que el capo del narcotráfico no estaba dispuesto a atravesar con tal de asesinar Cesar Gaviria. La trama de esta novela inverosímil, cargada de adrenalina, se desenvolvía con un ritmo frenético, y Miguel Silva, asesor de comunicaciones, vivía aquella experiencia como un bautizo de fuego.
Un alma en peligro de muerte
La campaña culminó con éxito y Cesar Gaviria se convirtió en el treintaiseisavo presidente de Colombia. Antes de cumplir los treinta años, Miguel Silva, casi minero, brevemente periodista, pasó a formar parte de un gobierno.
En un ambiente de trabajo tan exigente, en medio del afán de una agenda imposible de cumplir, con la presión de operar bajo el escrutinio riguroso del público, parecía que a Miguel Silva, servidor público, le había llegado la hora de dejar atrás su interés —¡una distracción!, dirían muchos— por la literatura.
Pero Silva tenía otra idea en mente. Mantenía la certeza de que conservar la llama de la literatura era vital. Publicó entonces —¡estando en el gobierno!— un libro de poemas. Lo hizo, más que para los lectores, para sí mismo. «Para mí era importante recordarme quien soy», dice Silva. «Lanzar una especie de bengala para recordarme: ojo, que yo no soy solo esto». Lo hizo en el momento más inconveniente. En plena tormenta —apagón de energía, fuga de Pablo Escobar, bombas y asesinatos por doquier—, en la hora más oscura, Miguel Silva lanzó su bengala para sí mismo. Apropiadamente la tituló «La oscuridad no viene desarmada». El momento conveniente, lo sabe Silva, no existe.
Y si publicar el poemario fue el acto inusual para mantener viva el alma, renunciar a la OEA fue el acto difícil. Era el año 1995 y Miguel Silva había llegado a la Organización de Estados Americanos para trabajar como jefe de gabinete de Cesar Gaviria, que acababa de ser designado como Secretario General. En Washington, Silva lo tenía todo: un cargo pomposo —Chief of Staff del Secretario General—, la mejor oficina —cuya ventana daba a la Casa Blanca—, un salario robusto, una casa recién comprada y un chofer para transportar, en cómoda camioneta, a la familia que junto a su esposa empezaba a construir. Nunca había sido tan infeliz.
«Era un trabajo increíblemente aburrido», dice Silva. «El jefe del gabinete lo que tiene que hacer es oírles las preocupaciones a los embajadores, que casi siempre tienen que ver con la condenada burocracia de la OEA. Una cosa aburridísima».
Un psicólogo diría que el proceso que vivió por esos días Miguel Silva fue uno de disonancia cognitiva. Ya el subconsciente le enviaba señales de que esa vida, que un espectador bien haría en envidiar, no casaba con su mundo interior. Silva, que no es psicólogo, le atribuye el llamado no a su subconsciente sino a su alma, «que sabe hablar a gritos».
Si Silva respondía al llamado entonces tendría que aventurarse en territorio desconocido. Cosa emocionante para un joven en sus veintes, pero aterradora para un burócrata de la OEA entrado en sus treintas. De saltar al vacío, con hipotecas y colegios de niños a cargo, Silva estaría escribiendo el ejemplo arquetípico del salto al vacío. A diferencia del joven ligero que planea con los vientos, Silva tenía suficiente bagaje como para que la caída fuera rápida y severa. Pero para Miguel Silva, hombre en busca de sentido, la idea de permanecer en tierra, cómodo en la oficina pomposa, distraído por el brillo de la jaula de oro, era más inconcebible que la idea de arriesgarlo todo.
«Si me hubiera quedado ahí, mi alma se habría muerto», dice Silva, hombre de saltos al vacío. Nuevamente, a la hora de decidir, había dado prioridad a la sabiduría del instinto. Nuevamente había reconocido la trampa que esconden los sofisticados análisis de costo beneficio. De haberse quedado en la OEA, Silva se habría «quedado por las malas razones: por la plata y por el miedo a dar saltos al vacío». «Y cuando a uno le da miedo dar saltos al vacío», dice Silva, el poeta, «las alas se le van acortando, se le van volviendo más chiquitas, y uno se vuelve un pájaro que ya no sabe volar».
La renuncia a la OEA, para sus amigos, era prueba de su locura. Para él, un acto de fe. Y para el universo, que veía en Silva a un hombre en busca de mejores jardines para plantar su espíritu, la manera de responder era obvia: una red atrapó al arriesgado burócrata en medio de la caída. Justicia divina.
Unos estadounidenses que había conocido lo invitaron a unirse a su firma de consultoría. Las angustias económicas se aplacaron y Silva pronto descubrió que su aptitud para el oficio de consultor era tal que su arribo ahí parecía deberse no al coraje de su decisión sino a la maquinación oculta del destino. Para hacer consultoría de comunicaciones y manejo de crisis, contaba con una experiencia única. Nadie más —y esta es de las pocas exageraciones que no pecan de falsedad— puede jactarse de haberle hecho frente a la crisis de comunicaciones que desató la fuga de Pablo Escobar. Y no era solo la ventaja de una experiencia enriquecida. Al ahora consultor lo sostenía también el aprendizaje de una metodología fuerte, cortesía de los asesores norteamericanos. Y, claro, también estaba su arma secreta: la perspectiva amplia de quien ha enriquecido la mirada a punta de una curiosidad voraz.
Miguel Silva, lector
«Uno debe interesarse por lo que más pueda porque es que el mundo es una maravilla», dice Silva. Sus intereses son tantos que listarlos acá se me antoja un ejercicio dispendioso. Recientemente, por ejemplo, se ha interesado por el pan y el proceso de hornearlo —la clave, explica Silva, está en la paciencia—. Antes de eso se había volcado al velerismo, en el que aprendió a desplegar las velas y a observar el color del viento. Su apetito por el mundo, sin embargo, no se traduce en la ansiedad del que todo lo quiere devorar. Silva no tiene la expectativa de ser el mejor en todo. Él es el primero en reconocer que no es el navegante estelar ni el panadero insigne. No se trata de eso. Se trata de ampliar la paleta interna de colores para percibir, en el mundo multicolor, la mayor cantidad de tonalidades posibles.
Nunca ha dejado de leer. Ni siquiera trabajando en el gobierno, en el que las jornadas eran extensas y la fatiga mental mucha. Siempre ha tenido sus libros a la mano. Y lo digo como metáfora —Silva siempre supo que no podría haber retomado la literatura de haberla abandonado— pero también en sentido literal: ha mudado sus libros de Bogotá a Washington y de Washington a Bogotá. «Son los libros más estúpidamente viajados del mundo», dice Silva. Una estupidez que ha sido, en todo caso, absolutamente necesaria.
Lector de novelas y de historia, Silva ha conocido tanto sobre el mundo como sobre las personas. La literatura, dice, «da una riqueza conceptual impresionante, porque en la literatura uno encuentra muchos casos en los que hay una bifurcación de caminos, en que la decisión no es entre lo malo y lo bueno sino entre lo malo y lo peor, en la que los dilemas son de la vida real y no de la vida ideal». Y aunque ha perseguido su afición por la lectura en virtud de sí misma, esta ha terminado por servirle en su oficio. La estrategia en la consultoría no es precisamente literatura, admite Silva, «pero maestro: no se imagina lo que ayuda haber leído para ser un buen estratega».
Sus clientes, ha entendido, no lo contratan para decidir entre dos opciones. Su oficio, lo sabe, no consiste en dibujar columnas de pros y contras. Las más de las veces el verdadero valor de Silva está en hacer mejores preguntas, en replantear el tablero de juego. «Uno tiene que enriquecer las preguntas para tener mejores respuestas», dice Silva. Una idea que nos resulta contraintuitiva pues hemos sido entrenados para plantear preguntas dicotómicas. «”Hago esto o hago aquello”, si hago esto no puedo hacer aquello». Eso, dice Silva, es una gran mentira. Un falso dilema que esconde las posibilidades. «Es como la pregunta de “¿dónde vivo?”. Esa es una pregunta muy limitante porque si es esto o aquello entonces uno tiene que cerrar la casa y rehacer la vida en otro lado. Si uno hace, en cambio, una pregunta más bonita “en qué lugares quiero vivir”, se abren las posibilidades».
Para soportar la complejidad del mundo, los seres humanos lo dividimos en blanco y negro. Una dualidad que nos sirve para avanzar pero que pagamos a un alto precio: nos encerramos, nos limitamos, escogemos certezas a costa de ver mejores rutas. A Silva, que ha tenido una vida ajetreada pero también una vida en calma, que ha sentido una enorme presión por su trabajo pero también los aires de libertad que lo han llevado a marcharse, sin planear, al Camino de Santiago, que mucho ha trasnochado y sacrificado pero que también ha tenido tiempo para leer En busca del tiempo perdido, la noción de la vida en blanco y negro le parece absurda. En una vida, ha constatado Miguel Silva, cabe todo. Pero que en una vida quepa todo no es una invitación al descuido. Hay rutas que pueden probar más que desvíos ser verdaderos extravíos. Por eso la insistencia de Silva en oír el alma. «Y el alma sabe hablar, lo que pasa es que uno tiene oído de artillero».
Miguel Silva ha hecho lo posible por seguir el derrotero del sentido. Ese que es particular a cada ser y que harto cuesta—pues suele coincidir con el camino difícil— no traicionar. Y por más decisiones corajudas, por más esfuerzos de mantener la esencia, por más logros profesionales y más alegrías personales, la búsqueda del sentido no cesa.
La prueba, claro, también la trae Miguel Silva que, a los cuarenta y cinco años, en medio del camino de la vida, se sentía inquieto. «Tengo libertad pero me siento como insatisfecho», le confesó a una amiga, que le recomendó visitar a un tipo, según ella, muy sabio. A Silva aquello le sonó demasiado exótico para su gusto, pero, como al que no sabe qué lo aqueja cualquier médico le sirve, terminó consultando con el curandero. El sabio no dudó en diagnosticarlo: «Me dijo que lo que me pasaba es que por ahí hasta los cuarenta años uno camina por la flecha del deber ser». Esa flecha del deber ser, le explicó el sabio, es fácil de construir porque es hecha en conjunto por los papás, los profesores, y uno mismo con sus miedos y ambiciones. «Es una mezcla. Y por eso es tan potente», dice Silva. «Pero el deber ser se acaba y uno llega a la punta de la flecha y ya le dio satisfacción al ego, a la mamá, al profesor. Y ahora está la flecha del querer ser, y esa flecha tiene un problema y es que se construye en inmensa soledad. Se necesita una gran honestidad intelectual de uno con uno mismo».
El reto de construir la flecha del querer ser no es trivial. Hay mucho deber ser que se camufla de querer ser. Por eso la necesidad de la honestidad para esta labor tan esencial. Silva cree que la construcción del querer ser debería hacerse lo más pronto posible. «Yo creo que la mejor fórmula es cuando uno acorta la flecha del deber ser y acelera la del querer ser o cuando la del deber ser se parece tanto al querer ser que casi no es deber», dice Silva.
La explicación del sabio lo sosegó. Aunque le dio la impresión de que ya en algún lado lo había leído. Luego, Miguel Silva, lector, se acordó que había leído algo similar en un libro de Joseph Campbell. Por supuesto.
Campbell cuenta la historia que describe Nietzche en su Zarathustra que dice que el hombre al nacer es como un camello acostado. Ese camello acostado se levanta y asume cargas y es como el joven que empieza a asumir responsabilidades. Y ese camello que asumió cargas se convierte en un león. Un potente león, que ya es el adulto que no solo tiene cargas sino capacidad de combate y de defenderse y de conquistar territorio. Pero en realidad ese león solo tiene una tarea, que es matar a un dragón, que en cada una de las escamas tiene escritas dos palabras, “thou shalt”, tú deberás. Es matar el deber ser.
«Es fascinante», dice Silva y le brillan los ojos. A Miguel Silva, hoy de 60 años, lo sigue asombrando el mundo y la literatura. Por el momento lo asombra esa historia que leyó en algún libro de Joseph Campbell y que, cuando la recuerda, esto lo sospecho yo, estará pensando en su decisión de estudiar derecho, en bares universitarios, en su madre, severa pero adorable, en los veleros y el pan, y por supuesto, en los libros más estúpidamente viajados de la historia.
*Andrés Acevedo Niño es cofundador de 13%, el principal podcast en español sobre trabajo. Ha sido reconocido por Revista Gerente como uno de los cien líderes de la sociedad.
Únete a nuestro boletín para recibir nuestro libro digital “Sobre todo, intentar algo”: Franklin D. Roosevelt y la reivindicación del optimismo.