IDEAS
La historia de Sears y la vana búsqueda de la originalidad
Después de siglos de historia de la humanidad, ¿hay posibilidad de decir o hacer algo por primera vez?
Por Andrés Acevedo Niño*
La evidencia nos indica que es al revés: a través de nosotros que las ideas se permiten nacer. Somos los conductos a través de los cuales las ideas se manifiestan. Carl Jung lo sugería cuando se preguntaba: ¿tenemos las ideas o las ideas nos tienen?
Eran de oro, oro puro. Corría el año 1886 y Richard Sears, agente ferroviario en la estación de North Redwood, Minnesota, tenía en su control una caja de veinte relojes de oro, que su destinatario, el relojero local, acababa de rechazar. Sears era un funcionario más, una pequeña pieza del gran engranaje ferroviario que en sus primeros 50 años ya había convertido a Estados Unidos en una de las naciones más prosperas sobre la tierra. Su oficina, encargada de asegurar una operación sin contratiempos, había mutado hacia una especie de bodega en la que se almacenaban mercancías, pues los comerciantes, atentos y oportunistas, habían aprendido a distribuir sus productos usando las carrileras del ferrocarril. Que un comerciante local rechazara una encomienda de un mayorista no era extraño; era, en realidad, una práctica común: el mayorista lanzaba sus cajas, cual líneas de pesca, con la esperanza de que un pez local mordiera el anzuelo.
El primer impulso de Sears fue montar la caja en la cima de la torre de envíos rechazados. Sin embargo, había algo sobre esos relojes que cautivaban su mirada. Decidió probarse uno; abrió la caja y ajusto el brazalete a su antebrazo. Ni demasiado apretado ni tampoco suelto, el reloj encajaba perfectamente, como si lo hubieran diseñado para él. Se le ocurrió que sería una lástima echar a perder esos relojes. Entonces agarró una hoja de papel y anotó: “Recibo relojes a satisfacción. Aguarde por el dinero de la venta”. Richard Sears acababa de morder el anzuelo.
No alcanzó a preocuparse por conseguir clientes. El mercado natural era el de sus colegas, otros agentes ferroviarios, a quienes su trabajo los llevaba a obsesionarse con la hora precisa. A una clientela con apetito se sumaba una línea de distribución soñada: a Sears le bastaba abordar el siguiente tren para llegar directo a sus compradores. El camino, para el agente ferroviario, no podía estar más claro. En cuestión de días ya había agotado el inventario.
El éxito de la primera tanda entusiasmó a Sears a comprar más relojes, y, en pocos meses, eran pocos los agentes ferroviarios que no portaban un reloj vendido por él. Satisfecho el mercado natural, se dio a la tarea de ampliar sus horizontes. Por primera vez se acercó a personas fuera del sistema de ferrocarriles. Allí, en su trasegar por territorio inexplorado, una verdad fundamental se le reveló: sus habilidades de persuasión se malgastaban en visitas comerciales. Sears sabía perfectamente qué decir, pero los nervios que le suscitaban una venta en persona lo hacían trastabillar y aparecer, ante los ojos de potenciales compradores, como un amateur que no tenía fe en el producto.
Migró entonces hacia el texto. Con anuncios en periódicos, Sears consiguió lo que malograba en persona: convencer a desconocidos de que aquel era exactamente el reloj que necesitaban. El cliente interesado solo tenía que adjuntar el dinero en su buzón de correo junto con el anuncio y el reloj, mágicamente, le llegaba unos días después. La transición a la comunicación escrita le había dado oxígeno al negocio y, de repente, como el velero que captura la bocanada de viento, Sears se vio inundado de clientes.
Llenarse de compradores no era mala noticia, pero a medida que aumentaban las ventas también lo hacían las devoluciones de relojes defectuosos, sobre los cuales los clientes molestos reclamaban garantía. Como el agente ferroviario no sabía reparar relojes, salió en busca de un socio. A través de un anuncio en el que solicitaba un relojero, Sears conoció a Alvah Roebuck con quien se asociaría para inaugurar —ahora sí oficialmente— la Sears Watch Company. Antes de tener tiempo para siquiera procesarlo, Richard Sears había pasado de ser un funcionario del ferrocarril a convertirse en empresario.
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Siete años después, Sears y Roebuck tomaron una decisión que transformaría la compañía. La nueva estrategia convertiría la que originalmente era una distribuidora de relojes en la que para mediados del siglo XX sería la principal minorista en todo Estados Unidos. Aprovechando el alcance de los ferrocarriles y del correo postal, estos empresarios llegaron al cliente que hasta entonces resultaba esquivo para las compañías de ese país. Chris Anderson, en su libro The Long Tail, lo explica de esta manera:
Imagínese ser un granjero viviendo en la profundidad del vasto Kansas más de cien años atrás. Usted está a varias horas de la tienda más cercana, y ni los productos de esa tienda ni los costos para desplazarse hasta allá son baratos. De repente, un día cualquiera, el correo semanal le trae el “Libro de deseos de Sears”: 786 páginas de todo lo que existe a precios tan bajos que a duras penas se puede creer.
En 1893 —y aquí vale la pena resaltar el año… ¡1893!— Richard Sears y Alvah Roebuck se inventaron las ventas por catálogo. En el Libro de deseos de Sears exhibían sus productos, junto con una pequeña reseña (escrita por el mismo Sears), y el interesado no tenía que hacer más que enviar el dinero a través del correo postal y aguardar por su compra. Para reducir el riesgo del consumidor, Sears y Co. garantizaban la vida útil de los productos por seis años. El campesino del Medio Oeste, hasta entonces excluido del mercado nacional, no tenía que preocuparse ni por desplazarse hasta una tienda ni por obtener un producto defectuoso. Era un negocio redondo y muy pronto Sears y Roebuck se expandieron más allá de relojes; en su catálogo, que incluía cerca de 200.000 productos, se podía conseguir casi cualquier cosa.
No se había asomado aún el siglo XX y Sears ya estaba preocupado por la que pareciera ser una obsesión moderna gestada en los cielos azules de Silicon Valley: eliminar intermediarios y reducir fricciones para sus clientes.
Llegó el nuevo siglo y, en 1905, estos empresarios contactaron a sus mejores clientes en el estado de Iowa con una propuesta curiosa: si cada uno de ellos conseguía veinticuatro nuevos compradores, ellos recompensarían sus esfuerzos con productos gratis. En un momento en el que la palabra marketing aún no hacía parte de la jerga de los comerciantes, un par de empresarios estadounidenses ya practicaban lo que hoy llaman marketing de afiliados.
La vana búsqueda de la originalidad
No es una persecución reciente la de la originalidad. Ya el escritor Herman Melville, que moriría dos años antes de la publicación del primer catálogo de Sears, sentenciaba con crudeza la que debería ser la aspiración de todo artista: “Es mejor fracasar en la originalidad que tener éxito en la imitación”. Es la última expresión del individuo: crear algo que solo su química cerebral, única e irrepetible, esté en capacidad de producir; una obra restringida a cualquier otro en tanto está resguardada bajo la llave de la propia conciencia.
Y aunque se trate de un anhelo milenario, cabe la pregunta de si nuestro siglo es el epitome de la búsqueda de la originalidad. En principio no pareciera ser el caso. Si miramos hacia atrás, han corrido tantos siglos de historia de la humanidad que es iluso creer que aún existe espacio para la novedad. Basta pensar en la cantidad de personas que han caminado la tierra para disuadir al más optimista de creer que aún hay chance de decir o hacer algo por primera vez. Al mismo tiempo no deja de ser cierto que estamos en el punto de mayor individualismo de nuestra especie. El triunfo del liberalismo ha subido al individuo en un pedestal. Por encima, incluso, de la sociedad. El precio a pagar, naturalmente, ha sido una erupción de narcicismo y vanidad. Y con la vanidad, un refuerzo a esa antigua obsesión: la búsqueda por ser original.
En el mar del legado ancestral, en el que tantos que nos preceden han hecho y dicho tanto, los seres humanos pretendemos aportar una gota de originalidad al que es ya un vasto cuerpo de agua. Lo que no alcanzamos a advertir es que nuestras grandes innovaciones suelen ser poco más que manifestaciones novedosas de ideas viejas. Empaques contemporáneos de manifestaciones de antaño.
No intenta embaucarnos quien se hace llamar “el padre” del marketing de afiliados o “la pionera” en ventas por catálogos. Es probable que nunca antes haya escuchado sobre las particularidades que hicieron de Sears una de las empresas más grandes del mundo. Pero no deja de ser cierto que lo que la orgullosa progenitora presenta como innovación —su innovación— es, en realidad, ignorancia histórica.
En el mundo artístico son todavía más evidentes los problemas de la originalidad. El documental Everything is a Remix muestra las asombrosas coincidencias entre grandes hitos de la historia del cine y la música. La saga de Star Wars tiene escenas cuya similitud con la serie Flash Gordon (que es 40 años más vieja) resulta, para fanáticos de la serie, perturbador. Lo mismo sucede con la aclamada canción Stairway to Heaven de Led Zeppelin: su influencia proveniente de piezas anteriores es tal que, por momentos, parece una clonación. Cuando se contrastan estas manifestaciones artísticas legendarias, reconocidas por su originalidad, con las oscuras obras que las influenciaron, uno no puede evitar pensar que está frente a un caso de plagio. La razón la tenía el atormentado guionista William Inge cuando se preguntaba “¿Qué es la originalidad? Plagio no detectado”.
La originalidad no existe. O, al menos, no es posible. Los humanos más que creadores somos recombinadores de ideas. Nuestra sinapsis mental no es un glorioso proceso de gestación de algo que nunca ha nacido, sino una mezcla de elementos existentes que da luz a lo que, en apariencia —solo en apariencia—, es una idea original. Nuestra conciencia nos engaña a creer que las ideas crecen en nuestro cerebro. La evidencia nos indica que es al revés: a través de nosotros que las ideas se permiten nacer. Somos los conductos a través de los cuales las ideas se manifiestan. Carl Jung lo sugería cuando se preguntaba: ¿tenemos las ideas o las ideas nos tienen? Que ‘todo sea un remix’ y que hace más de cien años existieran precedentes de lo que hemos creído inventos modernos de la mercadotecnia —ventas por catálogo y marketing de afiliados— nos invita a creer que los seres humanos más que tener ideas somos sus vehículos, y que, por lo tanto, la originalidad, esa expresión última de la individualidad, es imposible.
No debemos desanimarnos. La condena a no ser originales puede demostrar ser una bendición camuflada. Una suerte de liberación. Saber que la búsqueda de la originalidad —que surge de la vanidad personal— será en vano puede ayudarnos a superar el narcisismo del individualismo exacerbado y reconectarnos con una vocación colectiva. La imposibilidad de ser originales bien puede traducirse en la necesidad de ser valiosos.
Que Star Wars no sea tan original como creíamos no quiere decir que no sea valiosa. Lo mismo hay que decir respecto de una estrategia de ventas por catálogo o de marketing de afiliados que dé buenos resultados empresariales. Comprenderlo abre la puerta a una oportunidad trascendental: tal vez la carrera en la que estábamos era la equivocada. Nos queda, pues, una carrera más interesante: la de contribuir. Esta carrera también permite canalizar esas ansias de sentirnos únicos. La creación de valor, después de todo, solo es posible desde la unicidad.
El primer paso en esa nueva carrera nos exige recalibrar las palabras de Melville. Diríamos entonces que es mejor fracasar en la creación de valor que tener éxito en la originalidad. Ese triunfo, después de todo, sería nada más que la victoria del autoengaño.
*Andrés Acevedo Niño es cofundador de 13%, el principal podcast en español sobre trabajo. Ha sido reconocido por Revista Gerente como uno de los cien líderes de la sociedad.
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