PERSONAJES
Cuando los líderes se rompen
La historia de dos presidentes de Estados Unidos sometidos al exilio, a punto de quebrarse, enfrentando la aventura a lo desconocido.
Por Andrés Acevedo Niño*
“Ninguna criatura puede alcanzar un grado superior de naturaleza sin cesar de existir”.
Ananda Coomaraswamy
Antes de celebrar su cumpleaños número veintiséis, el joven Theodore Roosevelt podía darse el lujo de celebrar el hecho de que su vida, a esa corta edad, ya estaba resuelta. Embriagado por la alegría del recién casado, su diario es el mejor testimonio de la ilusión que le generaba pasar el resto de sus días junto a su esposa, Alice Hathaway. “No puedo imaginar mayor felicidad en la vida que una velada en nuestra acogedora sala, frente a la chimenea, rodeado por mis libros, y jugando backgammon con mi querida dama”. Como en un rompecabezas, las piezas de la vida de Theodore se acoplaban unas a otras con una facilidad y a una velocidad que delataban la sincronía de un destino perfecto.
La noticia del embarazo de Alice confirmó la buena racha. La suerte parecía acompañar al joven legislador desde 1882, cuando fue elegido en la Asamblea de Estado de Nueva York. Aunque podríamos ir más atrás y decir que todo empezó el día que su padre lo impulsó a fabricarse, a punta de pesas, un nuevo cuerpo; uno más robusto que pudiera soportar los ataques asmáticos que hacían de su existencia hasta el momento una agonía constante: “Tienes la mente, pero no el cuerpo. Tienes que hacerte un cuerpo”, dijo el padre, y el hijo, con amor y temor reverencial, se dio a la tarea.
Otros argumentarían que los buenos vientos de Theodore Roosevelt se fraguaron en el privilegio. En el mundo que la fortuna de su padre había habilitado para criar al que un día sería presidente de Estados Unidos. Podría decirse incluso que la buena suerte no tuvo que ver con dinero sino con inteligencia; un conocido diría que al cráneo de Theodore Roosevelt parecían haberle correspondido todos los cerebros de la familia.
Cualquiera que haya sido el caso, lo cierto es que antes de los veintiseís, Theodore Roosevelt había sabido aprovechar lo que en suerte le tocó y moldearlo con vigor. Ese último era tal vez su rasgo más característico: su energía vital era tal que no exagera quien dice que Roosevelt más que un hombre enérgico era un hombre sobre enérgico. A esa fuerza de la naturaleza que era Theodore Roosevelt, la noción de la tranquilidad hogareña, con su pasividad y rutina, por alguna razón, le hacía ilusión.
Tenía veinticinco años, y Theodore, como un girasol que encara el sol, estaba nutriéndose, sin filtro alguno, del banquete de la vida.
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La fotosíntesis de Theodore Roosevelt se vio de repente —de golpe es más preciso— interrumpida por una enorme sombra. Él mismo hablaría de sombras en su diario. Bajo la fecha de 14 de febrero de 1884 escribió una sola frase: ocho palabras que no obstante su brevedad expresaban la magnitud de la tragedia que acababa de soportar: “La luz se ha ido de mi vida”.
La noche anterior, la del trece de febrero, su hogar acababa de absorber la muerte de dos personas y el nacimiento de una. Se trató de una conspiración cósmica, una que evocaba la frase memorable del escritor Tomás González: “cuando a las cosas les da por pasar, pasan todas al mismo tiempo”. Elliot, el hermano de Theodore, sería menos poético al describir la situación: “Hay una maldición en este hogar. Mamá está muriendo, y Alice también”.
Primero murió la madre, de fiebre tifoidea. Mittie, que había viajado para cuidar de Alice durante el parto de la primogénita, no alcanzó a cumplir su labor: al cruzar la puerta, ya debilitada, se dirigió a reposar en la cama, la misma en la que horas más tarde moriría. Once horas separaron la muerte de la madre de la de la esposa, que murió por complicaciones ocasionados por el trabajo de parto.
El nacimiento de Alice Jr., aunque gesto de resistencia de la vida, no bastó para evitar el colapso de Theodore. El golpe súbito, como un interruptor de luz, sumió a Theodore en la más negra de las oscuridades. La luz, realmente, se había ido de su vida: palabras más ciertas no escribiría nunca más. Entre esas ocho palabras y las siguientes que anotaría en el diario transcurrirían meses. Y es que su autor, sometido a un exilio autoimpuesto en Tierra de nadie, no estaba en ánimo de escribir.
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Cuarenta y siete años más tarde, Franklin Delano Roosevelt (FDR), primo tercero de Theodore y esposo de su sobrina, Eleanor, y quien también sería presidente de Estados Unidos, viviría una situación similar . Su exilio también ocurrió en medio de un ascenso profesional vertiginoso. La trayectoria de FDR parecía calcada de la de su primo —a quien idolatraba—: de la Legislatura Estatal había pasado a servir como Secretario Asistente de la Marina, de ahí seguiría posesionarse como Gobernador de Nueva York y, finalmente, asumir como Presidente de Estados Unidos. En 1921, la ruta presidencial de FDR se vio interrumpida súbitamente por una caída.
Fue un tropezón extraño para quien rara vez perdía la compostura (tanto se podía decir de su físico, robusto y enérgico como el de su primo, como de sus emociones: Eleanor Roosevelt diría hacia el final de su vida que FDR, su esposo, fue el hombre más complejo que conoció y que nunca pudo penetrar en las profundidades de su alma). Ocurrió cuando vacacionaba con Eleanor y amigos en su casa de campo en Campobello, cerca a Nueva York. Bajándose de su velero, Franklin trastabilló y fue a dar al agua. Asistido por sus acompañantes, se repuso y se sacudió. En su cara —que ni en las caídas desdibujaba la sonrisa perenne— no se advirtió preocupación alguna. Y es que, en ese punto, FDR no tenía motivo para preocuparse: aún ignoraba que esa caída se había debido a los estragos que el virus de la poliomelitis ya empezaba a ocasionar en las células motoras de sus piernas. En la noche, exhausto y tieso, FDR tomó un baño caliente y se acostó en su cama. Nunca más volvería a pararse por sí solo.
La decisión que tomó FDR de abandonar Nueva York y recluirse en el resort de Warm Springs fue médica, pero también política. En el agua caliente de los termales, FDR contaría con un ambiente propicio para ejercitar sus piernas —que estaba decidido a revivir a punta de sudor—. Pero esa no era la única razón del exilio: en la lejanía del pueblo de Warm Springs, escondido entre las montañas de Georgia, el político podría esquivar la increpación incesante del ojo público. Su condición de lisiado, lo sabía ya, abollaba, tal vez de manera definitiva, el velero en el que pensaba navegar hasta la presidencia.
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Más de cuatro décadas atrás, cuando descendió del tren y piso por primera vez la estación de Medora, Theodore Roosevelt no tenía en mente la presidencia. El duelo por la doble pérdida acaparaba toda su atención. “Como un león obsesivamente tratando de jalar una lanza asestada en su costado”, escribiría su biógrafo Edmund Morris, “Roosevelt se empleó en desencajar a Alice Lee de su alma”. Si en su propio tiempo Franklin buscaría alivio en la temperatura de los termales georgianos, Theodore haría lo propio en las planicies de Dakota. Pero si Warm Springs era la tierra virtuosa, las praderas de Medora constituían la tierra indomable. El exilio del viudo no tomaría lugar en la tierra prometida: Medora era más bien una tierra que poco prometía, unas planicies que permanecían vírgenes frente al progreso que se palpaba en las calles ajetreadas de Nueva York, de las que Roosevelt acababa de escapar.
El exilio de Theodore Roosevelt era, en realidad, un viaje en el tiempo. Un regreso a los albores de la humanidad cuando el hombre debía aventurarse a lo desconocido para conseguir su alimento. Dakota ofrecía el regreso al Lejano Oeste: el reemplazo de la industria por las vacas, la caza, y el polvo acumulado entre los cascos de los caballos. En ese valle, en el que se habían forjado hombres más rudos que el mismo sol que los intentaba incinerar, el león Roosevelt, el viudo Roosevelt, desecharía la lanza que lo había perforado de la única manera que le era posible: con vigor y esfuerzo sobre humano. Mientras la estrategia de su primo, FDR, supondría remojar las piernas destruidas en aguas termales, la de Theodore consistiría en agotar las suyas hasta más no poder: hasta que su cuerpo exhausto sucumbiera al sol y los cachetes del León acariciaran el polvo indiferente de la Tierra de nadie.
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“¿Cuántas toneladas de autoayuda y mindfulness hemos tragado para engendrar esa necesidad maníaca de encontrarle a todo una enseñanza?”, se pregunta la escritora Leila Guerriero y procede a contestarse: “El dolor, a veces, es simplemente dolor. No purifica, no nos hace mejores. Solo daña”.
Su crítica, aunque despiadada, me parece apropiada. Padecemos —en esto estoy de acuerdo con Leila— de un excesivo positivismo en nuestras formas de abordar el dolor y las pérdidas. Caemos, sin advertirlo, en el pensamiento religioso como única dimensión para gestionar emociones. “Ocurrió esta desgracia, pero seguro es porque es parte de un plan” o “es de los momentos dolorosos de los que más se aprende”. Y así. La crucifixión, hemos incorporado de manera inconsciente, es el momento de mayor dolor, pero también señal de que la salvación está cerca. Tiene razón la escritora: a veces el dolor no purifica, solo rompe. En sus palabras: “El mal a veces solo es el mal”.
Pero otras veces el mal no es tan solo el mal. Hay crisis que son verdaderos puntos de inflexión. Incluso cuando en un principio se presentan como callejones sin salida. Así se presentaba el año 1884 para Theodore Roosevelt: la seguidilla de muertes, la de su madre, primero, y la de su esposa después, solo parecía sugerir que la suya era la siguiente; que el ritmo vertiginoso de lo trágico no podía desenlazarse de manera distinta que con su propia muerte. O al menos: con su rompimiento irreversible.
Ese pensamiento probablemente pasaba por la mente de Theodore Roosevelt en sus primeros días en las Badlands. Trabajadores del rancho en el que se instaló aseguran haberlo oído quebrarse en alaridos por la doble muerte que lo afligía. “El shock”, escribiría Edmund Morris, “fue tan violento que amenazaba con destruirlo”.
Las siguientes semanas en las tierras hostiles de Dakota serían definitivas para el nativo de Nueva York. Y aunque los alaridos estruendosos que despertaban a los trabajadores en medio de la noche auguraban un final desafortunado, el paso del tiempo y las numerosas expediciones de caza en las que se embarcó Theodore le fueron dando nuevo semblante a la cara a la que, al descender de aquel tren en la estación de Medora, le era imposible frenar las inflexiones de dolor.
No era sonrisa aún lo que se veía tras el icónico bigote de Theodore Roosevelt: lejos estaba de sonreírle a la vida (o la vida de sonreírle a él). Eso sí: en el jinete que cabalgaba la pradera se podía advertir una suerte de, sino éxtasis, al menos paz. Por primera vez desde la fatídica noche del 13 de febrero, el frío viento que descolgaba de las montañas se topaba con el bigote detrás del cual se respiraba tranquilidad. La luz se había ido de su vida, pero, a cuenta de someterse a una existencia ruda, Theodore había logrado filtrar, como el sol que por virtud de su perseverancia penetra entre las nubes, algo de luz. La sombra se replegaba y el León que montaba a caballo lo dejaba claro en una carta: “La oscura preocupación rara vez se sienta detrás del jinete cuyo ritmo es lo suficientemente veloz”.
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Si cuarenta y siete años atrás su primo Theodore gritaba desconsolado en un rancho en la mitad de la nada, Franklin Roosevelt, por su parte, hacia lo contrario: guardaba un silencio sepulcral. Tan fantasmal era la presencia de su esposo que Eleanor Roosevelt, a quien difícilmente podría denominarse de asustadiza, se temía que el daño físico —que los médicos diagnosticaban como irreversible— sería insignificante en comparación con la muerte espiritual de FDR.
En los niños. En ellos guardó Eleanor Roosevelt la esperanza de que FDR desechara el fantasma que lo abordaba desde que perdió la movilidad en las piernas. El resort de Warm Springs estaba lleno de ellos: los niños eran las víctimas predilectas de la enfermedad del polio, y FDR, aunque mantuvo la seriedad del sepulturero en los primeros días, terminó contagiándose de la inocencia infantil. En pocos días ya se le veía bromeando y riendo. Muy pronto, FDR ya no se ocupaba solamente de su recuperación, sino que empezó a ayudar a otros pacientes con sus propios procesos. Para el animal político que era Roosevelt, encargarse tan solo de un individuo, incluso cuando se trataba de su individuo preferido —él— era una subutilización de sus capacidades. La sonrisa retornó a sus labios de origen y, como el alma que vuelve a encajar en el cuerpo, trajo de vuelta al Franklin de antaño.
El proceso, por supuesto, no terminó ahí. La recuperación en el exilio tanto para Franklin como para Theodore fue lenta. El tiempo, eso sí, no fue el único criterio relevante: los primos Roosevelt también debieron enfrentar la frustración de una recuperación que no es lineal. Luego de días de paz y de alegría, los alaridos de Theodore y la depresión silenciosa de Franklin lograban hacerse campo y resurgir. La recuperación fue oblicua, ambivalente, y, por lo tanto, frustrante.
Un lector despistado podría concluir que una vez se rompen, los líderes se recuperan. La culpa del malentendido no es de ellos: es el problema fundamental del biógrafo al que poco interesa reiterar aquello que es, por su naturaleza, repetitivo y tedioso. ¿Y qué más tedioso que una recuperación? Para el lector, la recuperación ocurre en el transcurso de un párrafo. Pero que se haya documentado en un párrafo no quiere decir que haya ocurrido en poco tiempo. La recuperación rooseveltiana se desplegó no en meses sino en años; años de exilio en los que silenciosamente dentro de Theodore y Franklin Roosevelt se fue consolidando una noción del destino que les deparaba.
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Llega un momento en el que el interior de los Roosevelt se siente que el exilio ha cumplido su propósito. La chispa interna que los compulsa a cumplir con su destino da chasquidos —allí sigue viva— y vuelve a prenderse. Será imposible volverla a apagar. Un ser humano ha entrado voluntariamente al bosque de lo desconocido, otro ha emergido. El cruce del umbral ha sido definitivo y no hay vuelta atrás. Los héroes que retornan al hogar no son los mismos que años atrás se despidieron de él. Y aunque para sus conocidos es difícil señalar con precisión aquello que ha cambiado, saben que la transformación ha tenido lugar.
William Roscoe Thayer creyó identificar la mutación de Theodore Roosevelt en el plano físico: “estoy anonadado de haberlo encontrado con el cuello de un Titan y con hombros anchos y un pecho leal”. Pero los cambios físicos, forjados en dos años de vida salvaje, eran irrelevantes de cara a la transformación espiritual que tuvo Theodore en la Tierra de nadie. En el exilio, el tiempo no simplemente pasa. Y las heridas no solamente sanan. El regreso de los héroes no es apenas el del trabajador que regresa descansado de unas merecidas vacaciones. Su regreso no se define en términos físicos: se tasa en términos místicos.
Al héroe que supera el exilio lo engloba una suerte de destino heroico. Si antes la presidencia de una potencia mundial era una ambición, ahora se trata de un destino: uno que se sabe, que se siente. Los Roosevelt posexilio serán los que tramitan, con paciencia, los pasos necesarios hasta llegar a la oficina principal de aquella nación. Jalonados por una fuerza sobrenatural, levitando por encima de sus pares, los primos lejanos, cada uno en su propio tiempo, superarán obstáculo tras obstáculo hasta la presidencia.
Miente quien afirma que el exilio los reparó: el exilio los fabricó. Sin exilio no podrían haber llegado a donde debían llegar. Joseph Campbell lo entendía: el héroe que no atraviesa el umbral, que no se aventura a lo desconocido, que no cumple con su llamado, es uno que desperdicia su destino.
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“De no ser por mis experiencias en Dakota del Norte, nunca habría sido presidente”, reflexionaría hacia el final de su vida Theodore Roosevelt. ¿Habrá tragado toneladas de autoayuda y mindfulness —o el equivalente de su época— el presidente Roosevelt? Parece poco probable. ¿Está siendo víctima de la tendencia humana a confeccionar una narrativa coherente sobre la propia vida? Puede ser. Pero no hay que perder de vista que, sin el exilio en Dakota, Roosevelt difícilmente habría obtenido el respeto de los jinetes del Medio Oeste, los Rough Riders, a quienes comandaría en la Guerra Américo-Española en Cuba. En esa inolvidable cabalgata cuesta arriba en la empinada colina de San Juan, Roosevelt se convertiría en leyenda, en ícono nacional, y sería allí —liderando a los hombres más rudos del país— donde asentarían las bases para su eventual ascenso hasta la presidencia de Estados Unidos.
Si el momento definitivo para Theodore Roosevelt sería aquella cabalgata épica en la colina de San Juan, el de su primo, Franklin, no sería un momento. Se trataría más de un rasgo que se fraguó a raíz de su enfermedad. En efecto, su recuperación del polio —aunque nunca se completó (FDR no volvería a caminar por su cuenta)— fue el punto de inflexión en su carrera. Sin el polio, y particularmente sin la actitud de optimismo irrefrenable con el que FDR afrontó la enfermedad, no se habría forjado el líder que necesitaba Estados Unidos para superar la Gran Depresión.
Fue la crisis personal la que permitió a FDR reavivar a la nación moribunda. Y es que la sociedad estadounidense necesitaba más que una inyección de capital, una de moral. La llegada a la presidencia de FDR fue una solución espiritual que se disfrazaba de solución política. Fue el cambio trascendental en el partido de futbol: el jugador que entra en el minuto 87 no para cumplir una función táctica, sino para suplir una deficiencia emocional. Hay quien dice que el fútbol es un estado de ánimo. Lo mismo podríamos decir de las sociedades. Y nunca fue eso más cierto que con los estadounidenses a comienzos de la década de los 30. La crisis que los tenía derrotados era, en gran parte, anímica. Lo sabían las enfermeras, y lo reconocían los taxistas. Uno de ellos le diría memorablemente a una periodista del New York Times: “Se lo digo señorita: si nos deshacemos del viejo melancólico [Hoover] y ponemos a un tipo que pueda reírse y actuar como un ser humano, nos desharemos, también, de la mitad de la depresión.”
Ese tipo era FDR, cuya sonrisa no había sucumbido ni siquiera ante la enfermedad que le había quitado la capacidad de escalar montañas con sus nietos.
La pregunta no es si el dolor trae enseñanzas. El trauma no es el objeto de análisis. Lo que interesa, en verdad, es lo que pasa después. La reacción consciente al estímulo: aquella que se controla. No el shock nauseabundo de los primeros días. El dolor, en ciertos casos, provoca experiencias; y no cualquier tipo de experiencias: verdaderas experiencias transformacionales. Abre umbrales de los cuáles no hay vuelta atrás. Umbrales cuyo pasaje, dice Joseph Campbell, supone “una forma de auto aniquilación”. En apariencia Theodore y Franklin Roosevelt vivieron, cada uno, una vida. En realidad, cada uno existió dos veces. Theodore Roosevelt vivió hasta los veintiséis años; luego volvió a nacer. Franklin Delano Roosevelt vivió hasta los treinta y nueve años; luego volvió a nacer. En el exilio, Theodore y Franklin cruzarían el umbral. Morirían para renacer con una noción innegable de destino. “Ninguna criatura puede alcanzar un grado superior de naturaleza sin cesar de existir”, escribió Ananda Coomaraswamy.
Cuando los líderes se rompen, en ocasiones, emergen con la claridad del jinete cuyo rumbo, inalterable, es absolutamente necesario.
*Andrés Acevedo Niño es cofundador de 13%, el principal podcast en español sobre trabajo. Ha sido reconocido por Revista Gerente como uno de los cien líderes de la sociedad.
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