HISTORIAS
Liderar con sentido de urgencia
Theodore Roosevelt, la huelga del carbón, y el liderazgo con urgencia, pero sin prisa.
Por Andrés Acevedo Niño
“No golpees hasta que tengas que hacerlo, pero cuando llegue el momento, golpea fuerte”.
Theodore Roosevelt
En los primeros días de febrero de 1884, Theodore Roosevelt se consideraba un hombre afortunado. En su diario escribió: “Ahora sí siento que tengo las riendas de la vida en mis manos”. El joven político parecía estar encaminado hacia grandes gestas. Y es que, como lo pone uno de sus biógrafos, “la historia de Theodore Roosevelt es la de un pequeño que leía sobre grandes hombres y decidió que quería ser como ellos”. A comienzos de 1884, el plan de convertirse en un gran hombre estaba funcionando.
La suya era una carrera política ascendente y acelerada. Con tan solo veinticinco años, Roosevelt ya era representante en la Asamblea de Nueva York y prometía llegar a lo más alto del establecimiento. “Ascendí como un cohete”, diría el mismo Roosevelt. A una carrera prometedora se sumaba su matrimonio feliz con Alice Hathaway y el nacimiento de su primera hija, que sucedería en cuestión de días. El regocijo que Theodore Roosevelt inmortalizaba en las páginas de su diario era genuino, y hacía eco de las palabras que unos años atrás había dicho en presencia de su hermano: “Mi felicidad es tanta que me asusta”.
La siguiente entrada en su diario fue el 14 de febrero. En ella Roosevelt se limitó a anotar una gran ‘X’ acompañada de unas pocas palabras: “La luz se ha ido de mi vida”.
¿Qué le sucedió al hombre que días antes sentía “las riendas de la vida en sus manos”?
Dos tragedias se acumularon, en cuestión de horas, en la feliz vida de Theodore Roosevelt. Primero murió su madre, Mittie Roosevelt, que había ido a asistir a Alice con el parto. Murió de fiebre tifoidea un día después de que Alice diera a luz. No habían pasado doce horas desde el fallecimiento intempestivo de Mittie cuando la misma Alice, cuya insuficiencia renal había sido ocultada por el embarazo, murió en la misma casa que ya soportaba el peso de dos fallecimientos y un nacimiento.
La tragedia descompuso a Roosevelt. Para seguir adelante sintió la necesidad de huir hacia la mitad de la nada. Pasaría los siguientes dos años en un rancho en Dakota del Norte. Allí, rodeado de vaqueros, osos Grizzlies, y ocupado por la frenética actividad propia de lo que él mismo llamaba “la vida industriosa”, Roosevelt se repondría de su pérdida y recompondría su espíritu fragmentado por el duelo.
A su regreso a Nueva York, era otra persona. Su físico, que antes podía describirse como robusto, ahora también era musculoso y rudo. El nuevo Roosevelt era un vaquero. Un vaquero que no había perdido sus aspiraciones políticas, pero que había comprendido que las trayectorias ascendentes y lineales no eran más que una ilusión. Lejos había quedado el antiguo Roosevelt que se preocupaba por el siguiente paso en su carrera; el nuevo, se limitaba a atender lo que deparaba el presente.
La vida, había entendido Roosevelt, podía cambiar —y efectivamente cambiaba— de un día para otro, y sin previo aviso. Una cuidadosa y calculada carrera política era una idea ridícula comparada con la posibilidad —tan real y tan cercana— de una muerte intempestiva. Roosevelt, podríamos decir, retornó de un rancho en la mitad de la nada con un incrementado sentido de urgencia.
Líderes calculistas
La nueva actitud de Theodore Roosevelt tenía desconcertados a sus amigos más cercanos. Las decisiones del joven político no solo se les antojaban como apresuradas; parecían también guardar un elemento de irracionalidad. Como cuando se lanzó a la alcaldía de Nueva York y perdió: sus amigos ya le habían advertido sobre la inutilidad de ese esfuerzo; Nueva York era mayoritariamente demócrata y no había chance para un candidato republicano como él. Después de eso, el presidente Benjamin Harrison le ofreció un puesto en la comisión de Servicio Civil. Mal haría en aceptarlo, nuevamente le advirtieron sus amigos. Ese cargo, que evidentemente estaba por debajo de su nivel, no haría más que “enterrarlo en el olvido”.
En contra de lo aconsejado, Roosevelt tomó la posición y lo hizo con entusiasmo.
¿Por qué estaba desviándose de la trayectoria ascendente que había caracterizado sus primeros años?, ¿Estaba, acaso, sacrificando su futuro?
La respuesta a esas preguntas, dice la historiadora Doris Kearns Goodwin, se encuentra en la muerte de su esposa. Ese episodio terrible le borró para siempre “su expectativa de una trayectoria ascendente y sin asperezas, ya fuera en la vida o en la política”. Roosevelt, escribe Goodwin, “se cuestionaba si el éxito en el liderazgo podría ser obtenido al vincularse con una serie de títulos y posiciones de poder”.
La nueva mentalidad de Roosevelt era, cuando menos, contraintuitiva. Y es que es apenas natural que la persona ambiciosa trace una ruta para escalar a la cima y que aquella sea una ascendente: primero analista, luego coordinador, finalmente gerente. La trayectoria trazada es vertical y cuanto más empinada, mejor. Sin embargo, Roosevelt creía que esa planeación restringía demasiado al líder; le restaba flexibilidad y hacía que, en su afán de fijar su mirada en lo que estaba por venir —la siguiente posición en el escalafón— malgastara su enorme potencial de generar impacto en ese trabajo, en ese momento.
Goodwin lo pone en estos términos: “Una persona demasiado enfocada en un futuro que no puede ser controlado se vuelve, así lo creía Roosevelt, extremadamente cuidadoso, calculador y prudente en sus palabras y acciones”. Roosevelt advertía que la gran renuncia a la que se somete un líder calculador es a generar impacto inmediato desde su posición actual.
A la hora de aceptar un nuevo cargo público, entonces, Roosevelt no se preguntaba si aquella sería una oportunidad de avanzar en su carrera. En cambio, “veía cada posición como una prueba de carácter, esfuerzo, resistencia, y voluntad”, escribe Goodwin. Y aunque sus amigos ponían en duda que los trabajos que estaba asumiendo fueran a servirle, no podían negar de que implicaban retos enormes. Como su labor en la comisión de Servicio Civil, que lo llevó a enfrentar a un establecimiento plagado de corrupción. Esa misma lucha que resumió años después, como inspector de policía, una institución corrupta de arriba para abajo (a las tres semanas de posesionarse, Roosevelt ya había forzado la renuncia del superintendente de policía y de su inspector en jefe).
Roosevelt estuvo a la altura del reto y lo atacó con entusiasmo, coraje, y enorme energía. Y es que para él, cada trabajo era una oportunidad de ejercer liderazgo: de solucionar grandes problemas —como la corrupción— y de mejorar la vida de los ciudadanos del Estado de Nueva York. “Haz lo que puedas, con lo que tengas, donde sea que estés”, solía decir.
¿Renunciar a la estrategia?
La energía irreprimible de Roosevelt y la modalidad avasalladora con la que confrontaba los problemas pueden dar la idea de que lo suyo era un actuar impulsivo y desconsiderado. Sin embargo, Roosevelt era también un estratega. Liderar con urgencia no es lo mismo que liderar con prisa. La prisa conduce a la acción impulsiva, mientras que la urgencia no es otra cosa que la consciencia de que el tiempo que todo líder tiene para mejorar las cosas es finito. Roosevelt, que lideraba con urgencia, no se dejaba apremiar por las circunstancias.
“No golpees hasta que tengas que hacerlo, pero cuando llegue el momento, golpea fuerte”. Esa era su máxima. Sin caer en la prisa —que es la madre de casi todos los errores tontos—, pero con la certeza de que, cuando el momento sea adecuado, el golpe debe ser contundente. Y para ello más vale dejarlo todo —imprimirle toda la energía—, y no escatimar esfuerzos, como suelen hacerlo muchos líderes que tienen los ojos puestos en el futuro y prefieren guardar energías para el momento en el lideren desde una posición más decorosa. Tal posición decorosa, bien lo sabía Roosevelt, podía nunca arribar.
Nunca fue más evidente la efectividad de su manejo excepcional de la urgencia sobre la prisa que durante la huelga del carbón de 1902. Había asumido como presidente de Estados Unidos apenas un año antes, tras el asesinato de William McKinley, de quien Roosevelt era vicepresidente (otro giro inesperado en los vientos del destino). Siendo el presidente más joven en la historia de ese país, Roosevelt se vio enfrentado a una huelga sin precedentes que amenazaba con paralizar la economía y traer, en palabras del mismo Roosevelt, “una miseria imposible de relatar y la certeza de disturbios que pueden derivar en una guerra social”.
Sin carbón, el país no funcionaba, y era cuestión de meses antes de que las reservas se agotaran por completo. La huelga, que había durado la mayor parte del año, no daba señales de que fuera a terminar. Mineros y patronos se mantenían firmes en sus polos opuestos y la posibilidad de un acuerdo era ínfima. Para hacer aún más dramática la situación, en Estados Unidos se creía que el gobierno no debería intervenir en asuntos entre privados. Y este, aunque era un asunto que prometía afectar —y gravemente— al público general, era una disputa privada que ponía en duda la legitimidad de una intervención por parte de Roosevelt.
Frente a ese panorama angustiante, un líder con prisa habría intentado resolver la situación lo antes posible.
Probablemente habría fracasado. Las condiciones no estaban puestas para que la opinión publica respaldara una intervención presidencial. Era momento de actuar con urgencia, mas no con prisa. Eso fue precisamente lo que hizo Roosevelt. Trazó un curso de acción estratégico en el que fue sentando las bases para que una eventual intervención fuera efectiva. Poco a poco fue moldeando la opinión publica hasta que, a finales de septiembre, fue el mismo pueblo americano el que le clamó intervenir y prevenir la catástrofe inminente.
La paciencia de Roosevelt, durante la huelga del carbón de 1902, no fue una hazaña menor. Mayo, junio, julio, agosto, septiembre. Cinco meses con la certeza de que el final de año traería desolación si no se llegaba a una solución. Cinco meses con el reloj en contra. Cinco meses en los que la prisa tocaba la puerta y se requería de un gran esfuerzo para ignorarla. Cinco meses preparando el golpe maestro. “No golpees hasta que tengas que hacerlo, pero cuando llegue el momento, golpea fuerte”. Y el golpe de Roosevelt fue duro; demostró la urgencia de quien sabe que hay momentos que claman por acciones contundentes ante problemas que no permiten más aplazamiento. Que hay momentos que exigen al líder actuar. Sin prevenciones y sin cálculos egocéntricos. Con golpes fuertes. Con urgencia, pero sin enredarse en la prisa.
La contundencia de Roosevelt fue tal que en cuestión de días se resolvió el conflicto que amenazaba con apagar a todo Estados Unidos. El mismo que durante casi un año entero se presentaba como imposible de resolver.
Ideas para contemplar:
- El líder que mantiene su mirada fija en el próximo paso de su carrera, renuncia a la posibilidad de generar impacto desde su posición actual.
- Liderar con urgencia no es lo mismo que hacerlo con prisa. Significa, en realidad, ser consciente del tiempo limitado que se tiene para mejorar las cosas, sin por ello dejarse apremiar por las circunstancias, algo que suele resultar en equivocaciones dolorosas.
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