PERSONAJES

Theodore Roosevelt: de su tiempo y del nuestro

Al enfrentar la crisis más angustiante de su presidencia, Theodore Roosevelt sorteó con éxito la tensión esencial del líder, la disociación temporal que lo obliga a estar alerta y conectado con el presente, sin perder de vista el futuro.

Por Andrés Acevedo*


Roosevelt sorteó con éxito la tensión esencial del líder, la disociación temporal que lo obliga a estar alerta y conectado con el presente, sin perder de vista el futuro.

El vigesimosexto presidente de Estados Unidos, Theodore Roosevelt, fue el arquetípico hombre de acción. Fue boxeador, cazador, soldado en una guerra y promotor de llevar una vida desgastante. «Prefiero desgastarme antes que oxidarme», dijo alguna vez. Su mente era prodigiosa y su cuerpo parecía invencible. Tanto que en una ocasión se subió a una tarima para dar un discurso a pesar de que acababa de sufrir un intento de asesinato y que en su pecho tuviera alojada la bala aún caliente. De ese tamaño era el carácter infatigable de Theodore Roosevelt.

Su presidencia no fue la cúspide de su coraje, ni la máxima prueba a sus capacidades físicas y mentales. El azar caprichoso le asignó una etapa ineventual, las aguas calmas que siguieron a la guerra con España y que antecedieron a la Gran Guerra. Pero a pesar de ello, su mandato es una ventana nítida a la tensión esencial del líder, esa que se traza entre estar conectado con el presente a la vez que se mantiene una visión del futuro. Una tensión que Theodore Roosevelt supo sostener con pericia magistral durante la crisis más angustiante que enfrentó como presidente.

 

A vísperas de un masivo apagón

En mayo de 1902 se desató una huelga de mineros de carbón en Pensilvania. Pedían un aumento salarial y una mejora en las condiciones laborales, que eran pavorosas pero tenían sin cuidado a los dueños de las minas. La huelga del carbón se convertiría en el conflicto laboral más trascendental de la historia de la minería en Estados Unidos y, de no resolverse, tendría consecuencias devastadoras para la nación. Si llegaba el invierno y no había carbón, miles de personas morirían. A medida que la huelga se extendía, Theodore Roosevelt podía sentir cómo el tiempo se comprimía. Era la crisis más grande que enfrentaba hasta el momento, y parecía que no podía hacer nada al respecto.

De un hombre tan energético se esperaba un golpe contundente. Que cortara desde la raíz la huelga que amenazaba la seguridad nacional. Pero Roosevelt era un político astuto y sabía que nunca antes un presidente se había inmiscuido en una disputa entre los dueños de una empresa y sus empleados. Una intervención de ese tipo era casi inconcebible en el país que había hecho propia una filosofía que sonaba extranjera —laissez-faire— pero que encarnaba perfectamente el ideal americano.

Pero Roosevelt, olfateador de su tiempo, entendía una cosa que no habían registrado sus predecesores: que el presidente de los Estados Unidos tenía una posibilidad inigualable de educar a los estadounidenses y de moldear la opinión pública. Desde el podio presidencial podía modificar el ánimo colectivo y asegurar el respaldo de los americanos. Eran tiempos —entendió Roosevelt— en los que el presidente y el pueblo podían alinearse y perseguir los mismos fines.

Eran tiempos, también, en los que el periodismo estaba mutando. El siglo XIX había sido protagonizado por una prensa partidista, en la que un editor escribía editoriales respaldando a los políticos de su afiliación o atacando a los que se paraban del otro lado de la caballeriza. Con el cambio de siglo se desplazaba al opinador y se ponía en el centro al reportero, que husmeaba y desentrañaba escándalos de corrupción en el gobierno y en las grandes compañías. El alcance de estas investigaciones era extraordinario, y todavía mayor era su influencia. «Vivimos una época en la que se gobierna a través de revistas», diría un célebre periodista, y no exageraba en su apreciación: el periodismo investigativo trascendía las fronteras bipartidistas y conducía la opinión pública con tal efectividad que parecía tener tanta o más influencia que el mismo presidente. Theodore Roosevelt lo sabía y por eso dedicaba parte de su jornada a estrechar sus relaciones con los periodistas, a quienes daba un acceso inédito a los pasillos del poder.

La alianza tácita que se tejió entre periodistas y el presidente Roosevelt fue posible gracias a que compartían antagonistas. Roosevelt estaba convencido que a ningún capitalista —por más peso que cargara su apellido— podía permitírsele actuar como equivalente del gobierno. Actitud a la cual estaban acostumbrados algunos de los grandes barones. Cuando Roosevelt ordenó que investigaran a una de las compañías de J.P. Morgan, este le contestó como si estuviera tratando con un colega soberano: «¿Por qué no me avisó? Si hay algún problema, entonces usted mande a su hombre [se refería al Fiscal General] y yo envío al mío [su abogado] para que arreglen entre ellos». La actitud de Morgan era diciente de su desdén por la figura presidencial, cosa que para el presidente del momento resultaba inaceptable.

Otros que consideraban inaceptables ciertas actitudes de los monopolistas eran las estrellas nacientes del periodismo investigativo. En poco tiempo, estaban desenmarañando las entrañas del Standard Oil (de Rockefeller), del United States Steel (de Morgan), y de la American Tobacco (de la familia Duke). En una época en la que había apenas un puñado de publicaciones, cada exposé llegaba a miles de lectores. La revista McClure, que agrupó un dream team de periodistas, llegaba a tantos hogares que a su editor no le sorprendió recibir una carta de un campesino que había leído la última edición luego de «haber terminado su jornada de arado». Poco a poco la opinión pública americana se iba transformando. La idea cuasi religiosa de que el gobierno no podía intervenir en el ámbito privado del ciudadano iba cediendo lugar a la posibilidad —antes inaudita— de que el laissez-faire hubiera resultado no en la pretendida libertad individual sino en la opresión por parte de un puñado de millonarios. El ingrediente esencial de la democracia americana había engendrado nada más y nada menos que a una plutocracia.

 

«He agotado mi ingenio»

A mediados de 1902, la pregunta para Roosevelt era si la opinión pública cambiaría a tiempo para evitar un invierno miserable. Aunque cada día que pasaba el lazo se apretaba en el cuello de los americanos, Roosevelt debía esperar hasta que la situación fuese tan desesperada que el público no solo justificara su intervención, sino que activamente la pidiera. La acción política, lo sabía Roosevelt, debía contenerse hasta el momento preciso. Como había dicho alguna vez: «No golpees hasta que sea necesario, pero cuando lo hagas, golpea con contundencia».

La temperatura se enfriaba y los clamores del público se calentaban. Pedían ya la intervención presidencial. El 22 de agosto el timing parecía indicado y, en una actuación sin precedentes, el presidente de Estados Unidos citó al líder de los mineros y a los dueños de las minas a una reunión en Washington. Los juntó en un salón y les pidió resolver sus diferencias.

La reunión fue un fracaso.

La posición de los operadores fue «estúpidamente» (palabras de Roosevelt) intransigente, a pesar de que el líder minero, John Mitchell, se había mostrado dispuesto al diálogo. Ni siquiera la propuesta metodológica del presidente para aliviar la tensión —hacer un receso y volver con propuestas escritas— sirvió para avanzar en la negociación.

La vía diplomática había parado en un callejón sin salida. El presidente estaba desesperanzado. «He agotado mi ingenio», le confesó a un amigo, «no sé cómo proceder». Se reunió en secreto con un general del ejército, y le pidió amasar una fuerza de diez mil soldados para tomarse las minas. La medida era desesperada. El recurso de última hora de un hombre de acción atrapado en una encrucijada imposible de sortear.

Estaba próximo a dar la orden cuando ocurrió lo imprevisto. La opinión pública que ya se había hecho lentamente a la idea de que la intervención presidencial era necesaria, ahora se había volcado definitivamente en favor de los mineros. En la prensa habían circulado reportes de la fallida reunión, que incluían transcripciones textuales en las que el público podía degustar de primera mano la soberbia de los dueños de las minas. La presión del pueblo americano forzó a los operadores de las minas a negociar, y evitó la resolución por la vía militar. La orden de transcribir la reunión, se supo después, vino de Roosevelt.

El 23 de octubre se levantó la huelga. El acuerdo redujo el horario de trabajo de diez a nueve horas, y aumentó el salario de los mineros en un 10%. Victoria para los mineros y para Theodore Roosevelt que, según la historiadora Doris Kearns Goodwin, tuvo la «sabiduría» de permitir que se cocinara la ira pública frente al manuscrito publicado.

No es claro que haya sido sabiduría lo que llevó a Roosevelt a hacer transcribir aquella reunión. Hay historiadores que dudan de que se haya tratado de un plan para desenmascarar a los dueños de las minas. Una cosa es cierta: la filtración de la reunión no habría ocurrido de no ser por la fuerte conexión que tenía Roosevelt con su época. Tal vez la transcripción no hizo parte de un plan, pero sí surgió del instinto de quien entendía la capacidad presidencial para moldear la opinión pública, el impacto del nuevo periodismo, y el poder que tiene un pueblo cuando exige la solución de sus problemas.

Y así como tenía el olfato afinado para entender los cambios de su era, tenía los ojos abiertos para vislumbrar el futuro. Así como reaccionó frente al creciente poder de los monopolios, supo sentar las condiciones para un arreglo funcional en adelante. Durante la crisis minera sorprendió a sus colegas republicanos al pararse del lado de los trabajadores, pero nunca desestimó la importancia de las corporaciones. La presidencia de Roosevelt contaría con el acierto de conciliar el impulso reformista —la suya fue la primera era progresista— con una expansión industrial que posicionaría a Estados Unidos irremediablemente como una potencia mundial. Roosevelt promovió un arreglo redondo —square deal— en el que «cada quien tuviera derecho a recibir lo que merece, ni más ni menos». Al hacerlo, probó ser un hombre de su época y al mismo tiempo un visionario sin pares.

En la mayoría de asuntos, Roosevelt sorteó con éxito la tensión esencial del líder, la disociación temporal que lo obliga a estar alerta y conectado con el presente, sin perder de vista el futuro. Por ejemplo, se anticipó décadas al movimiento conservacionista y dejó como legado gran parte de la riqueza en parques naturales que hoy tiene Estados Unidos. En otros asuntos, sin embargo, no fue del presente ni del futuro: fue un hombre del pasado y pagó el precio por ello. Convencido de la utilidad de la guerra para unir a su país, metió casi que por sus propios medios a Estados Unidos en una guerra contra España. Su noción de que la guerra era gloriosa se vino contra el piso con el horror de la Gran Guerra. En ella moriría uno de sus hijos, evento que lo atormentaría el resto de su vida.

Pocos meses después de la muerte de su hijo, el «Coronel» Roosevelt (como prefería que lo llamaran) murió en su cama, a raíz de un embolismo coronario, o, como lo puso elocuentemente uno de sus biógrafos, a raíz «de un corazón roto».

 

*Andrés Acevedo es el escritor detrás del hit cultural 13%, el principal podcast en español sobre trabajo y carrera profesional.