MOLDEADOS EN CRISIS
Una condena al tiempo muerto
Malcolm Little había sido condenado a ocho años en prisión. Si su condena era también al tiempo muerto, esa sería otra discusión.
Por Andrés Acevedo Niño*
¿Ha muerto el tiempo en esas circunstancias? Por supuesto que no. El tiempo permanece intacto. El tiempo muerto entonces no es un tipo de tiempo. Es, en realidad, una consecuencia de la actitud que cada quien asume.
*Este artículo hace parte de nuestra serie ‘Moldeados en crisis’, en la que analizamos las historias de líderes que han encontrado en medio de las crisis más severas las oportunidades más alentadoras.
Una sentencia severa
En febrero de 1946, en una estrecha celda de la prisión de Charlestown, en Boston, Malcolm Little sobrevivía a la primera de las casi tres mil noches a las que estaba condenado por el hurto de un reloj. La sentencia contra Little había sido especialmente dura: una más en la larga lista de injusticias contra los afroamericanos en Estados Unidos. Así como había razones para indignarse por la severidad de la sentencia, lo cierto es que Little no era ningún santo; en los años anteriores se había visto envuelto en narcotráfico, proxenetismo y apuestas ilegales. Era para la sociedad un indeseable y su encarcelamiento presagiaba un futuro similar al de muchos condenados a prisión por delitos menores: Malcolm Little se consolidaría como un criminal profesional.
Es un hecho que muchos encuentran en las cárceles verdaderas escuelas para afianzarse como criminales, inclusive algunas parecen destinadas para ello. Cárceles hostiles y con ambientes tan degradantes que sirven como caldo de cultivo de delincuentes profesionales. Y en Estados Unidos, en 1946, no existía una cárcel más hostil y degradante que la prisión de Charlestown en Boston.
La peor de las cárceles
Era la peor de las cárceles. Sus condiciones eran tan precarias que en 1870 el Estado de Massachussets ordenó cerrarla. Así permaneció durante catorce años, hasta que, en 1884, cuando el número de presos desbordaba la capacidad del sistema, decidieron reinaugurarla.
Era la peor de las cárceles. En las celdas no había ventanas. Tampoco tuberías. Los sanitarios eran baldes que los mismos presos debían vaciar una vez al día. Sin un comedor comunitario, cada preso debía comer en su celda. La hora de almuerzo, entonces, era un verdadero ejercicio de coordinación en el que el preso debía evitar derramar su balde a la vez que buscaba un rincón en el cual acomodarse para cenar. Era la peor de las cárceles y Malcolm Little se preparaba para tomar el restante de sus comidas, durante los siguientes ocho años, en una celda diminuta, sin ventanas, y al lado de su balde-sanitario. Todavía no cumplía veintiuno: “ni siquiera había empezado a afeitarme” recuerda Little.
Pedirle que se sobrepusiera a tales condiciones, que hiciera algo con su vida, que usara su tiempo para bien y no cayera en andanzas criminales era pedir demasiado. Y es que en la prisión de Charlestown lo humano no solo no podía florecer, sino que estaba condenado a desaparecer.
La rebelión de Little
Algo estaba claro desde sus primeros días en la cárcel: Malcolm Little no se iba a dejar apaciguar. Su conducta no sería la del preso obediente. El espíritu de Little transpiraba rebeldía. “Malcolm y yo no podíamos creer que la sociedad nos había rechazado de esa manera,” recuerda Malcolm Jarvis, el cómplice de Little, “estábamos decididos a rebelarnos contra la situación”. Pero no sería una rebelión de motines, incendios y peleas; la rebelión de Malcolm Little no se expresaría en actos violentos. Sería una rebelión pacífica, casi que ensimismada: una rebelión silenciosa.
“La única forma de rebelarnos que teníamos a nuestro alcance era la de embutir conocimiento en nuestros cerebros,” dice Jarvis, “de manera que cuando nos reincorporáramos a la sociedad no tendríamos que preocuparnos de volver a prisión; seríamos lo suficientemente inteligentes como para caer, de nuevo, en eso”. En su rebelión de conocimiento, Malcolm Little encontraría una herramienta que le ayudaría a olvidarse de su infame celda. Un refugio en el que podría dar rienda suelta a su mente y alimentar su espíritu: los libros.
Aunque tenía una librería a su alcance (al menos eso sí tenía Charlestown), Little no lograba descifrar el conocimiento que guardaban los libros. “Cada libro que tomaba tenía tan solo un par de oraciones con palabras que comprendía,” recuerda Little, “el resto daba igual que estuvieran escritas en chino”. Su capacidad de comprensión estaba seriamente limitada por la pobreza de su vocabulario. “Como me saltaba las palabras que no entendía, naturalmente no lograba entender lo que el libro decía”.
Atraído por los libros pero sin la capacidad de comprenderlos, Little tenía excusa suficiente para abandonar sus inquietudes intelectuales y regresar a su celda. Para dejar de lado los libros y retomar actividades que le resultaban más familiares, las estafas y las peleas. Pero Little estaba decidido. Nada iba a aplacar su espíritu de rebelión. Si no entendía lo que los libros querían decir porque no conocía el significado de las palabras, entonces tendría que empezar por entender las palabras mismas.
Pasó un par de días ojeando un diccionario. “¡No sabía que existían tantas palabras!” escribe Little, “no sabía cuáles de esas palabras necesitaba aprender”. La tarea parecía abrumadora y Little no sabía por dónde empezar. Estaba agobiado. “Finalmente, solo para no quedarme quieto, empecé a copiar el diccionario”.
Le tomó un día entero copiar la primera página del diccionario. Luego, en voz alta, se leyó a sí mismo lo que había escrito. “Una y otra vez, en voz alta, para mí mismo, leí mi propia letra” recuerda Little. “A la mañana siguiente desperté fascinado porque recordaba lo que algunas de esas palabras significaban”. “Estaba tan fascinado que seguí adelante; copié la siguiente página del diccionario”. Cuando terminó con las A’s siguió con las B’s y, cuando menos lo pensó, ya había replicado, en su propia letra, todo el diccionario.
“Por primera vez podía escoger un libro, leerlo y empezar a entender lo que decía” escribe Little. Su último libro lo habría leído cuando todavía iba al colegio, hace más de seis años. Tenía mucho tiempo que recuperar y muchos libros por leer. “Desde ese momento hasta que salí de prisión, durante cada momento libre que tuve si no estaba leyendo en la librería, estaba leyendo en mi celda.”.
Malcolm Little estaba tan enfocado en los libros que nada parecía tener el poder de distraerlo. Ni siquiera el hecho de que los guardias apagaran las luces a eso de las diez de la noche. “Afortunadamente, la luz del corredor alcanzaba a iluminar una esquina de mi cuarto,” escribe Little, “entonces el resplandor era suficiente para, una vez mis ojos se ajustaran a la oscuridad, continuar leyendo”.
Para Little la lectura no era una manera de matar el tiempo. Todo lo contrario, leer para él era una forma de aprovechar esos ocho años; una manera, incluso, de acortar sus días, de reducir su condena, o por lo menos la percepción que tenía sobre ella. Su inmersión en los libros fue tan intensa que ni siquiera sentía el paso del tiempo. “Los meses transcurrían sin que el pensamiento de estar confinado pasara por mi mente” escribe Little.
Los años en prisión de Malcolm Little fueron, a la vez, los más transformadores de su vida. Había rechazado el destino que le anticipaban las estadísticas –el de convertirse en un criminal más– y en cambio había florecido en él un lector voraz, un orador excepcional, y un activista de los derechos de los negros como pocos en la historia americana. En algún momento de la transformación que experimentó en la cárcel, Malcolm Little reemplazaría su apellido por una ‘X’. Una ‘X’ que representaba su rechazo por su apellido de esclavo y que se sumaría al halo de misterio que ha englobado a la figura de Malcolm X hasta el día de hoy.
Tiempo vivo y tiempo muerto
Cuando ingresó a la prisión de Charlestown, Malcolm Little parecía destinado a consolidarse como un criminal profesional. Con el bagaje de un padre asesinado, una madre internada por problemas de salud mental y haber sido desalentado constantemente por sus profesores, Little abandonó el colegio a los 15 años y encontró un refugio en las andanzas criminales de Harlem. Aunque había sido un estudiante brillante, durante los seis años que transcurrieron entre su salida del colegio y su arresto, el mundo de Malcolm Little solo había tenido espacio para prostitutas, apuestas ilegales y otras actividades criminales. Su futuro parecía certero: Malcolm Little pasaría a la historia como una estadística más del sistema criminal de Estados Unidos.
En la prisión de Charlestown, una de las más hostiles de todo Estados Unidos, Malcolm Little, apoyado en poco más que libros, gestó una transformación personal impactante. Una rebelión de conocimiento que le sirvió para cimentar las bases de su éxito. Allí, Malcolm Little se convertiría en Malcolm X y se aseguraría de que su huella no fuera la de una mera estadística, sino la de uno de los principales referentes del movimiento por los derechos civiles en Estados Unidos.
Es cierto que Malcolm X no estaba frente a una dicotomía entre volverse criminal o un lector voraz, también podía haber asumido la actitud de muchos presos que se limitan a esperar pacientemente a que sus condenas terminen. No es una actitud sorprendente. Tal vez piensan que les han robado años de sus vidas – probablemente los mejores años de sus vidas– y, ante lo que parece una vida arruinada, prefieran la alternativa pasiva, la de esperar a que pase el tiempo, por encima de aquella que implica esfuerzo e incomodidad, esto es, la de aprovecharlo.
Esa actitud de desconectarse, de anestesiarse, y esperar a que las circunstancias adversas desaparezcan tiene un efecto nocivo sobre el tiempo; el tiempo se convierte en tiempo muerto. Le sucede frecuentemente a los prisioneros, que ven sus libertades restringidas a tal punto que pareciera que han sido condenados a esperar pasivamente a que su sentencia se cumpla. En otras palabras, que han sido condenados al tiempo muerto. Ocurre también con las personas que tienen un trabajo que detestan o con los deportistas que sufren una lesión y creen que su única opción es esperar a mejorarse. ¿Qué más pueden hacer? En esos casos el tiempo no es más que una molestia que hay que tolerar. “Me aguanto este año y mientras tanto mato el tiempo”. Matar el tiempo, ¡qué expresión tan desafortunada! Nuestro recurso más valioso y lo mejor que se nos ocurre es acabar con él.
¿Ha muerto el tiempo en esas circunstancias? Por supuesto que no. El tiempo permanece intacto. El tiempo muerto entonces no es un tipo de tiempo. Es, en realidad, una consecuencia de la actitud que cada quien asume.
Nunca nadie ha sido condenado al tiempo muerto. Ni siquiera en casos desoladores como los campos de concentración. Por supuesto que existen situaciones en las que aprovechar el tiempo es extremadamente difícil. Pero, en todo caso, la opción existe. Es la última de las libertades, como decía Victor Frankl: la de elegir la propia actitud. Y el ejemplo de Frankl es apropiado. Después de todo, el principal libro en la vasta obra de Frankl se fraguó precisamente en los campos de concentración. Allí, donde el tiempo parecía estar condenado a morir en las condiciones más inhumanas posibles. Parecía. Esa es la palabra clave.
Malcolm X pudo haber elevado un robusto portafolio de excusas para no aprovechar su tiempo en la cárcel. Para empezar, no sabía leer. Aunque en las calles era un criminal bastante convincente y articulado en su expresión, a la hora de leer apenas reconocía unas cuantas palabras; el resto “bien podrían estar en chino”. O podría haberse escudado en la inhospitalidad de su celda: ¿quién puede concentrarse en una estrecha celda que no tiene ventanas y cuyo único mueble es un balde repleto de desechos humanos?
Malcolm X no aceptó el tiempo muerto. “Su espíritu era uno indomable”, diría célebremente Ossie Davis en su funeral. Él estaba decidido a hacer de su estancia en prisión una oportunidad para crecer y aprender. Para educarse a punta de libros y correspondencia. Para leer incluso después de que apagaban las luces. Para sumergir sus ojos entre letras al punto de desgastarlos y necesitar gafas. Para ejercer la última de las libertades. “Hasta ese momento nunca me había sentido tan libre” escribiría después. Y es que claro, Malcolm X había convertido una condena de tiempo muerto en una oportunidad de tiempo vivo.
*Andrés Acevedo Niño es cofundador de 13% Pasión por el trabajo, el principal podcast en español en temas de trabajo y carrera profesional.
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