EQUILIBRIO

Vigilar la creatividad: doscientos años de una herencia absurda

Vigilar la jornada laboral tenía sentido cuando la productividad se vivía en las líneas de engranaje. La pregunta es si hoy, ad portas de la Cuarta Revolución, sirve de algo mantener el espíritu del capataz.

Por Estefanía Jaramillo Duarte*


Fomentar la productividad no tiene que ver con tomar las horas laborales como una camisa de fuerza, ni con calentar asiento. Implicará, por el contrario, superar el culto a la falsa eficiencia.

Charlot es un obrero con una única misión: ajustar tuercas. En la fábrica en la que trabaja, el control es el pan de cada día. La vigilancia no es capricho: cada segundo desperdiciado puede generar pérdidas millonarias. Por ello, se espera que él asuma el papel de engranaje en una máquina. Haciendo honor a su rol, todas las madrugadas marca puntual su tarjeta de ingreso, va a su puesto y ajusta tantas tuercas como le es posible. Su trabajo le ha llevado a un destino inevitable: el de la locura. ¿Le suena conocido?

Se trata del personaje interpretado por Charles Chaplin en Tiempos modernos: una cruzada de la humanidad en busca de la felicidad. Una imagen que ha inmortalizado la película muestra a Charlot atrapado en los engranajes de la fábrica —al parecer, sus tiempos no tenían nada de felices—. Pese a estar ambientado en la época de la Gran Depresión, la obra resuena con nuestros tiempos, pues pervive en ella el aspecto más obsoleto de los trabajos de oficina: la vigilancia de la jornada laboral.

En los Tiempos Modernos —los de la película— la jornada laboral era una forma de control. Hoy, más de doscientos años desde el inicio de la Revolución Industrial, mantenemos esa herencia insensata. Diferente a lo que sucedía en aquellos tiempos, imponer las horas laborales como una camisa de fuerza en la actualidad implica reducir la productividad a un mero acto de presencia. Dos elementos son clave para entender la inutilidad del asunto: la divergencia tiempo-productividad y la biología humana.

Comencemos por la disparidad entre el tiempo trabajado y la productividad. El escrutinio de las horas laborales solo puede ser entendido a través de una mirada histórica de la Revolución Industrial, en la que se presumía de una correspondencia directa entre las horas trabajadas y la eficiencia de los obreros.

Henry Ford fue uno de los pioneros que dividió y estandarizó el trabajo a finales del siglo XIX. La idea era hacerlo tan simple que cualquiera pudiera ejecutarlo de forma rápida. Ajustar tuercas es un buen ejemplo de ello. En dicho contexto se controlaba el tiempo porque tenía una influencia directa en el volumen de producción. Lo repetitivo de las labores y el poco valor agregado de las mismas hacía que un determinado número de horas laborales derivara en los resultados esperados. En aquel contexto, tiempo trabajado y productividad eran variables con una equivalencia predecible.

Dos siglos más tarde, la historia es otra. Las transformaciones de la Cuarta Revolución Industrial han mostrado que el verdadero rendimiento consiste en aportar valor agregado, algo que un número determinado de horas laborales no puede garantizar. De hecho, en ocupaciones basadas en el conocimiento, la relación entre tiempo y productividad es inversa y no proporcional.

Lo anterior puede evidenciarse tanto a nivel micro como macro. En los últimos años, nos hemos topado con la sorpresa de que menos horas de trabajo han derivado en mayores rendimientos. De acuerdo con la Oficina Estadounidense de Estadísticas Laborales, en los últimos 40 años el número promedio de horas anuales de trabajo se redujo en más de cien; la productividad, por su parte, se duplicó. Asimismo, el PIB real por hora trabajada en EE.UU se triplicó de 1950 a 2017, pese a que las horas trabajadas fueron menores (Piqué, 2020). Esto sugiere que, desde una óptica económica, la relación entre productividad y tiempo de trabajo es inversa. De ahí que la mayoría de los países con mercados altamente productivos tengan jornadas laborales más cortas que los países con economías languidecientes (Time, 2017).

En un nivel micro, la productividad por hora adicional tiene rendimientos marginales decrecientes: una vez alcanzado un punto de inflexión, más tiempo trabajado conduce a una menor productividad. Esto fue demostrado en un estudio realizado con trabajadores de medio tiempo, en el cual por cada unidad (hora) adicional de trabajo, los resultados de los empleados crecieron en menor proporción. Esto se debe a la fatiga, que lleva a un punto de agotamiento energético después del cual el trabajo adicional no produce los mismos frutos.

Lo anterior es clave porque nos lleva a considerar otro condicionante de la capacidad productiva: la biología. A diferencia de las máquinas, los seres humanos tenemos una condición biológica que desafía la estandarización de la jornada laboral. En virtud de ella, la capacidad de generar valor agregado es un estado mental que no puede ser agendado. Como un péndulo, tenemos periodos de lucidez que van y vienen: un reloj biológico que marca su propio ritmo con los ciclos circadianos.

Los ciclos circadianos regulan nuestros cambios de energía en un periodo de 24 horas.  Por regla general, el ser humano tiene dos picos de productividad: uno hacia las once de la mañana, y otro que se reactiva antes de finalizar la tarde (Redbooth, 2017). Un estudio de la Universidad de Toronto mostró que el 75% de las personas tiende a estar mentalmente alerta entre las nueve y las once a.m. (BBC, 2018). Por su parte, los puntos más bajos de rendimiento suelen darse entre las dos y tres de la tarde.

La importancia de acoplarse a estos picos y valles de lucidez mental ha sido ampliamente documentada. Una investigación académica realizada por J. M. Harrington demostró que la productividad es mayor, y la probabilidad de sufrir fatiga y desarrollar enfermedades menor, cuando los tiempos de trabajo coinciden con los ciclos circadianos. Por ello, Don Drummond, economista y profesor adjunto de la Universidad de Queen, ha recomendado la flexibilidad como una herramienta para aprovechar los flujos de energía mental (BBC, 2018).

La condición biológica junto con la disparidad tiempo-productividad se suman como argumentos de peso en un manifiesto en contra de la vigilancia de la jornada laboral. Basta con observar el estado de las cosas para advertir el porqué de dicho clamor: el empleado actual cuenta en promedio con 2.5 horas productivas por día, mientras que el resto del tiempo finge trabajar. La desconfianza en la autonomía de los trabajadores ha llevado a una ineficiencia vergonzosa, que se superará cuando cada quien pueda ser dueño de su tiempo.

La utilidad de que los empleados manejen sus tiempos laborales fue evidenciada en una encuesta de Regus (2013), que confirmó que el 75% es más productivo cuando cuenta con dicha posibilidad. Esto se debe a que la flexibilidad mejora el involucramiento en el trabajo, crea un mayor sentido de responsabilidad y manejo del tiempo (Shah, Khattak & Shah H., 2020), y aumenta en un 64% la toma de decisiones efectiva y en un 70% la creatividad (Regus, 2013).

Lo anterior deriva en beneficios psicológicos que preservan la energía productiva y el bienestar laboral. En una investigación académica se evidenció que la capacidad de decidir y modificar el horario laboral redujo el estrés de los trabajadores en un 20% y aumentó su satisfacción en un 62% (T. K. & Pana-Cryan, 2021). Finalmente, los trabajadores son más felices y menos propensos a sufrir estrés laboral cuando eligen cuándo trabajar (Forbes, 2016).

Es evidente que en lugar de estandarización, el contexto actual exige que aboguemos por la personalización de la jornada laboral. Esta es la forma de conciliar la divergencia entre el tiempo y la productividad con la complejidad biológica humana. Ser dueños de nuestro tiempo no debería ser un premio, sino un derecho. Uno que promete, a los empleadores que se atrevan a abonar el terreno, el rendimiento creativo que tanto pretenden.

Diseñar unos tiempos de trabajo a la altura del mundo contemporáneo requiere de realismo y sensatez. Fomentar la productividad no tiene que ver con tomar las horas laborales como una camisa de fuerza, ni con calentar asiento. Implicará, por el contrario, superar el culto a la falsa eficiencia. Así como la jornada de ocho horas fue la gran reivindicación de la primera Revolución Industrial, ser dueños de nuestro tiempo debería ser la de la Cuarta. Que sea esta una verdadera cruzada en busca de la prosperidad.

 

*Estefanía Jaramillo Duarte es profesional en gobierno y relaciones internacionales de la Universidad Externado de Colombia. Es colaboradora de CUMBRE y se desempeña en el sector público internacional.

 

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