IDEAS
¿Se puede liderar sin visión?
Hablar de líder visionario pareciera una redundancia. ¿Cómo más habría alguien de liderar si no es guiando a los suyos hacia un mejor puerto de destino?
Por Andrés Acevedo Niño*
La historia está repleta de ejemplos de quienes lograron grandes cosas más por una inclinación hacia la acción que por la inspiración que les produjo anticiparse al futuro.
Detrás de cada historia exitosa de emprendimiento hay un líder visionario, un genio que supo ver tras la neblina del presente y, con agallas, reclamó para sí el brillo del futuro. La palabra visión acompaña con naturalidad a la palabra liderazgo, tanto que parecen inescindibles. La visión es estructural, no accesoria ni mucho menos cosmética. Sin visión, el liderazgo está condenado a fracasar. No es apenas la cereza encima del pastel: estamos hablando de la harina y el huevo, mezcladas desde el origen y condenadas a sostenerse hasta el final. O, al menos, eso es lo que parece. ¿Qué tan cierto es eso, que en la tras escena de todo emprendimiento exitoso reposa un líder adivino?, ¿existen los líderes no visionarios?
El trabajo de investigación de Saras Sarasvathy nos ofrece luces al respecto. Frustrada por la resignación de la academia frente al emprendimiento —se asumía que lo que diferenciaba a los emprendedores era una genética de predisposición al riesgo (y por lo tanto no había lugar a mayor aporte por parte de la academia)—, esta investigadora de la India decidió sentarse a conversar con emprendedores exitosos. Tal vez, se decía a sí misma, había algo que los investigadores habían pasado por alto.
Tras una inmersión profunda en las mentes de los emprendedores, Sarasvathy emergió aliviada: no era la genética lo que hacia la diferencia. Tampoco era una capacidad sobresaliente para predecir el futuro. Cuando se intentaba constatar lo que hasta entonces la academia intuía sobre los emprendedores, los paradigmas se derrumbaban y daban lugar a un descubrimiento fascinante: a los emprendedores exitosos los diferenciaba una manera específica de pensar y actuar. Por divergentes que fueran las industrias en las que se movían y los modelos de negocio que hubiesen creado, los emprendedores exitosos convergían en un punto específico, en una lógica emprendedora que nada tiene que ver con la narrativa que asociamos a ellos: la de visionarios que eligen un destino, plantean un rumbo, y salen a ejecutar un plan. En realidad, los emprendedores exitosos, concluyó Sarasvathy, actúan bajo una lógica efectual.
La lógica efectual, a diferencia de la lógica causal, no tiene como objetivo causar un resultado determinado. Quien opera bajo la lógica causal parte de adelante hacia atrás: con un fin en mente, el individuo evalúa los diferentes métodos que podrían llevarlo a ese destino y luego elige aquel que considera más rentable o conveniente. Así, el director de mercadeo de Coca-Cola se plantea ampliar la cuota de mercado en un 3%, evalúa las diferentes rutas que podría transitar para alcanzar esa meta, escoge la óptima, la aterriza en un plan y, finalmente, delimita los pasos que deben seguirse para concretarlo.
La lógica efectual, por el contrario, no nace en el destino. Surge, en cambio, del individuo (o de la organización). Antes de posar la mirada sobre el mercado, el emprendedor se mira a sí mismo. Analiza sus contactos, su experiencia, sus talentos específicos; aquellos ingredientes que lo hacen único y que lo habilitan para capitalizar, mejor que nadie, una oportunidad determinada.
Esta es tal vez la primera ocasión en que se topan con el concepto de la lógica efectual. Pero con seguridad la han usado en más de una ocasión. Es más, la efectual es una lógica más prevalente en nuestro accionar diario que la causal. La mayoría de las noches, confrontado por el hambre, optamos por lo efectual antes que lo causal. ¿O es que acaso noche tras noche ustedes se preguntan cuál es la cena con la que quisieran deleitarse, googlean la receta, luego toman las llaves del carro, conducen hasta el supermercado, compran los ingredientes necesarios, y luego regresan hasta sus casas para, por fin, darse a la tarea de cocinar? Si son como la mayoría, entonces su proceso no empieza en su cabeza sino en la alacena, la cual abren para revisar los ingredientes disponibles y, a partir de ahí, proceden a preparar la cena.
No son menores las implicaciones del hallazgo de Sarasvathy. Para empezar, estamos frente a la reivindicación de la acción, incluso por encima de la visión. En sus palabras, “en oposición al razonamiento causal, que nace a la vida a través de una planeación cuidadosa y su posterior ejecución, el razonamiento efectual vive y respira ejecución” (itálicas mías). Su teoría, además, rompe con la narrativa tradicional según la cual los emprendedores son genios arriesgados que se anticipan a lo que va a pasar. Mark Zuckerberg no se imaginó un mundo más conectado y luego empezó a codificar la versión inicial de Facebook. Es más, no fue un proceso glamuroso como nos imaginaríamos el de un visionario. Por el contrario, ocurrió una noche cualquiera, en la que, tomando cerveza en su dormitorio universitario, a Zuckerberg le dio por crear una página web que permitía a los usuarios calificar, por grado de atractividad, a sus compañeros de universidad. ¿Es este el actuar de un genio visionario? En lo absoluto. Es más la historia de un universitario con unas habilidades especificas —unos ingredientes que lo hacían único— que supo adaptarse a las diferentes posibilidades que sus acciones y la interacción con el mercado iban generando.
¿Qué significa esto para el liderazgo?
Lo primero es que el lugar de nacimiento por excelencia del líder es la acción. La acción precede a la visión. No lo dice expresamente, pero finalmente la tesis de Sarasvathy nos permite divorciar el liderazgo de la visión. No todo el que lidera tiene claro su puerto de destino —como el caso de los emprendedores en sus comienzos— ni toda gesta humana se puede explicar desde una visión excepcional. La historia está repleta de ejemplos de quienes lograron grandes cosas más por una inclinación hacia la acción que por la inspiración que les produjo anticiparse al futuro.
Y así como Sarasvathy concluye que no se necesita de una genética privilegiada para ser un emprendedor exitoso, y que “todo el que quiera ser emprendedor puede (aprender a) ser emprendedor”, entonces todo el que quiera liderar puede hacerlo, así no sea un visionario o no tenga clara una visión de dónde quiere llegar. Las barreras de entrada al ejercicio del liderazgo acaban de derrumbarse. O mejor dicho, ya estaban abajo, solo que hacía falta entenderlo.
¿Se puede liderar sin visión?
La respuesta ya debería ser clara: se puede liderar sin visión. Ese es el magnífico poder de la acción, que tiene suficiente fuerza como para suplir la intención. Es la verdad oculta tras la historia de éxito de esa gran empresaria que cuando le preguntan ¿alguna vez imaginaste esto? Responde: “Nunca. Yo solo quería una excusa para salir de mi casa cuatro horas al día, entonces empecé esta empresa”. ¿Se le puede reprochar a esa gran empresaria no haber partido de una visión, de una intención clara, de un propósito elevado? ¿Se puede afirmar que ella no ha liderado en tanto el origen de su ejercicio no es una visión?
Ahora bien, no hay que despreciar los beneficios de contar con una visión a la hora de liderar. Puede que la visión no sea el huevo que se mezcla con la harina, pero no por ello su función es cosmética. No es apenas la cereza encima del pastel, es mucho más y estas son dos de sus principales funciones:
El relato
Una narrativa que valga la pena, que lleva a la gente a la acción, sabe echar mano de una visión. Una parte, claro está, consiste en la retrospectiva, en contar la historia de cómo hemos llegado a este punto, de cómo hemos luchado, de nuestras desilusiones y caídas. El pasado está ahí para ser exprimido y para de él sacar los jugos de la inspiración. Pero ahí no puede detenerse el relato. El relato necesita continuidad. La expectativa razonable de que esta energía que vamos a desplegar nos va a llevar a algún lugar. El paraíso, ya lo sabemos, es inalcanzable, pero no por ello inútil. El paraíso, como escribiría Eduardo Galeano en su momento sobre las utopías, sirve para movernos.
El foco
Saber a dónde se quiere ir también es saber a dónde no se quiere ir. Las advertencias sobre abarcar más de lo que uno es capaz están presentes en varias fábulas. Quien persigue dos conejos no atrapa ninguno. Del mismo modo, quien ha liderado un movimiento o una organización sabe que si hay algo a evitar es esa sensación que aquejaba a Bilbo Baggins al inicio de la saga de El señor de los anillos: estar esparcido como muy poca mantequilla sobre demasiado pan.
Dirigir efectivamente las energías individuales de un colectivo está en el centro del ejercicio del liderazgo. El foco —ya muchos lo saben por experiencia propia— es un asunto existencial.
Es curiosa la paradoja: la idea de que para arrancar hace falta una visión estanca. Pero también se estanca quien carece de ella una vez se ha dado al camino. En medio del desierto, cuando el grupo se empieza a dispersar, nada se extraña más que un atisbo del paraíso. La buena noticia es que ese paraíso ficticio siempre se puede fabricar.
*Andrés Acevedo Niño es cofundador de 13%, el principal podcast en español sobre trabajo. Ha sido reconocido por Revista Gerente como uno de los cien líderes de la sociedad.
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